Jesse se estremeció con el aire frío de la mañana en la montaña y se arrastró por la roca desnuda hasta Cal, que no se había movido mucho en las tres últimas horas. Habían acampado entre unas rocas de granito bastante apartadas de los caminos principales de las colinas que había encima de la casa del lago de Bernadette Peacham. No tenían tienda ni sacos de dormir, sólo un par de mantas de emergencia que podían ocupar tan poco como una baraja de cartas.
– Buenos días, Cal.
Jesse le quitó la mordaza, aunque Cal no mostró ninguna gratitud por ello. Tosió y escupió.
– Eres un sádico. Podía haber muerto.
– ¿Muerto de qué?
– De sed. O ahogado con mi propia saliva. Apenas podía respirar -tosió un poco más-. Bastardo.
– Si hubieras corrido peligro de morir, te habría despertado -Jesse cortó con calma las sogas que ataban las manos y pies de su cautivo-. Date un par de minutos para que vuelva la circulación.
Él mismo había dormido tres horas como máximo. Había capturado a Cal el día anterior después de su conversación con Mackenzie Stewart y lo había llevado al aeropuerto, metido en un avión y considerado la posibilidad de arrojarlo al Atlántico para que la gente se preguntara durante años qué había sido de Calvin Benton, el ex marido de la jueza Peacham.
En vez de eso, le había dado agua y comida y lo había llevado a New Hampshire y arrastrado hasta las montañas. Pero no parecía que las Montañas Blancas relajaran a Cal, que se mostraba silencioso y tenso.
Las montañas sí habían ayudado a centrarse a Jesse. Tal vez no había sido buena idea llevar a Cal allí, pero dejarlo en Washington para que pudiera negociar con el FBI era aún peor. Ahora que la agente Mackenzie y el tipo del FBI habían encontrado a Harris, la policía y la prensa investigaban su muerte. Los periódicos no mencionaban los nombres de Rook y Mackenzie, pero Jesse sabía que habían sido ellos los que habían encontrado la pensión. ¿Quizá a través de Bernadette Peacham? ¿Por la amistad de la jueza con Harris? Daba igual. Por supuesto, la prensa decía que Harris había sido asesinado. Jesse consideraba que lo que había hecho esa noche había sido defensa propia.
Cal se frotó las muñecas y los tobillos.
– De todos modos voy a morir, ¿no? -dijo con voz sorprendentemente tranquila-. Antes o después, pagaré por mis pecados.
– Todos pagaremos por nuestros pecados.
El paso del frente frío del día anterior había hecho caer bastante la temperatura. Jesse podría haber dormido durante horas de no haber sido porque Cal estaba maniatado y amordazado a pocos metros de él. Despierto tenía su cuchillo de asalto para controlarlo. Dormido, necesitaba tenerlo inmovilizado.
Cal giró bruscamente de rodillas y vomitó en el suelo. Cuando terminó, se sentó hacia atrás con el rostro ceniciento.
– ¡Maldito seas, Jesse! Harris tenía razón. Eres el diablo.
– Teníamos un acuerdo bueno, Cal. Harris y tú os beneficiabais y yo también.
– ¿Pero cuánto tiempo? Tú no te habrías conformado con tu millón, habrías vuelto a por más. Y yo habría seguido cayendo en picado hasta que un día me habría visto en medio de un escándalo, igual que Harris -Cal volvió a escupir. Tenía los labios agrietados por la mordaza-. Yo no quería acabar como él.
Jesse pensó en el modo en que había dejado a Harris en la pensión.
– Eso lo entiendo, pero deberías haber venido a hablar conmigo. Haberme tratado como a un igual, un socio, en vez de como a una mierda.
– Yo no tengo intención de quedarme tu dinero. Lo otro es sólo para estar seguro de que te irás y no volverás.
Jesse abrió una botella de agua de plástico y se la pasó.
– No bebas muy deprisa o volverás a vomitar.
– ¿Crees que me importa? -Cal bebió y no paró hasta terminar la botella. La arrojó a un lado y no se molestó en limpiarse la boca-. ¡Ojalá te hubiera atropellado en la calle cuando te conocí!
– No pienses que puedes atacarme ahora. No estás en condiciones y te mataría.
– Si me matas, no recibirás el maldito dinero ni lo demás.
– Tu ex mujer…
– Bernadette no sabe nada. No la metas en esto.
– Tú intentas que no te tire por un precipicio y acuda a la jueza. Te importa un bledo lo que le pase. No finjas otra cosa.
A Cal se le oscurecieron los ojos.
– ¿Tú mataste a esa pobre chica en Washington?
– ¿Tu rubia? ¿Por qué la iba a matar?
– Para tener algo contra mí.
Jesse no contestó. Metió la mano en la mochila y sacó una barrita energética de crema de cacahuete y trozos de chocolate. La abrió y dio un mordisco. Tenía el cuchillo metido en el cinturón. Si Cal hacía un movimiento en falso, lo apuñaría y disfrutaría con ello. Aquel tipo era escoria.
– No creas que no te conozco, Cal. Soy un gran observador de la gente. Así es como me gano la vida. Estás aburrido.
– ¿Estoy luchando por mi vida y crees que estoy aburrido?
– Te traías mujeres a New Hampshire porque estabas aburrido con el status quo. Aburrido contigo mismo. Dejaste que tu aburrimiento se convirtiera en rabia e imprudencia. ¿Por qué crees que te asociaste conmigo? Por aburrimiento.
– No, Jesse. Me asocié contigo porque Harris y tú me hicisteis chantaje. ¡Ojalá no hubiera cedido! Tú no querías dinero, querías información. Llevas años extorsionando a Harris, pero la misma debilidad que explotaste en él acabó por llevaros a la ruina y lo presionaste para que te buscara a otro -Cal se llevó un dedo a la comisura del labio, donde había aparecido una gota de sangre-. Yo…
Jesse negó con la cabeza.
– Tú no te retiraste, ¿verdad? ¿Y sabes por qué? Por aburrimiento.
– ¿Aburrimiento? -Cal hizo una mueca-. No estoy aburrido, hijo de perra, estoy asustado. Si tú no me matas, el FBI me meterá en la cárcel.
– Ten un poco de fe -la sonrisa de Jesse se volvió distante, desagradable-. Por suerte para ti, no has intentado negociar con el FBI.
– Harris… -Cal palideció-. ¿Qué le has hecho?
Jesse no contestó. La traición de Harris y Cal había hecho saltar un resorte en su interior. Pero eso no era todo. Estar en Cold Ridge le había recordado la primera vez que había ido a las Montañas Blancas cuando era un joven solitario y asustado que había tenido que controlar la violencia que hervía en su interior. Había tenido que encontrar el modo de que funcionara para él.
Y allí estaba de nuevo, corriendo riesgos, diciéndose que tenía que ser osado… que la osadía siempre le había salido bien.
Pensó en Mackenzie Stewart y sintió el impulso de verla, hablar con ella, oír su voz. Imaginó sus ojos azules, su piel cremosa, las pecas de la nariz. ¿Cómo podía haberse hecho marshal?
– No importa -musitó Cal-. No quiero saber lo de Harris.
Harris había acabado por reconocer la capacidad de violencia de Jesse, pero Cal no. El dosier que había montado con Harris sobre su socio en el mal no incluía ese aspecto de la vida de Jesse.
Incluso después de pasar una noche atado y amordazado, Cal era todavía capaz de creer que lidiaba con un hombre que podía hacer un trato con él.
– Tienes que retirarte -dijo Cal-. Vuelve a México y deja que te envíe el dinero. Ahora es demasiado peligroso obligarme a hacer algo. Tienes al FBI, a los marshals y a la policía estatal detrás de ti. Te aseguro que cumpliré mi parte de trato.
– Tu trato. Yo no he aceptado nada.
– Vamos, Jesse. Es un millón fácil para ti.
– Fácil no. He trabajado por ese dinero. Es mío.
Cal respiró con fuerza.
– Las cosas han cambiado para los dos. Tenemos que reconsiderar la situación.
– Eres arrogante, pero no eres tan listo como te crees. Te gusta la acción, Cal -Jesse bebió un trago de agua de su botella-. En muchos aspectos te pareces a mí.
– Lo que haces ahora nos destruirá a los dos. Jesse, tú eres un hombre listo. ¿Por qué arriesgarlo todo?
– Mi millón está aquí en New Hampshire, ¿verdad?
Cal no contestó. Miró las montañas.
– Hice bien en venir aquí la semana pasada.
Cal volvió la vista hacia él.
– ¿Qué?
Jesse se levantó. Deseó haber dormido más la noche anterior, pero tendría que bastarle con tres horas.
– Ponte en pie. Tenemos una marcha interesante hasta llegar al lago.
– Jesse… ¿Harris tenía razón?
– ¿En si soy el diablo?
– Fuiste tú el que atacó a Mackenzie.
– No te sorprendas tanto, Cal. Ella se defendió bien. La subestimé. De hecho, si no fuera porque acababa de salir del lago, me habría capturado.
Cal palideció aún más.
– Entonces eres violento.
Jesse sonrió.
– Todos somos violentos.