Jesse entró en el auditorio del pequeño campus justo cuando terminaba un debate público sobre ética legal. Cuatro hombres de edad madura se levantaron de sus sillas en torno a una mesa barata. Calvin Benton estaba en el extremo izquierdo, enfrente de un público de unos cincuenta estudiantes y profesores de Derecho. Estrechó la mano de sus compañeros de debate mientras cesaban los aplausos corteses y la gente empezaba a salir.
A pesar de la intensidad con que lo buscaban en New Hampshire, Jesse no había hecho nada por ocultar su identidad. Sin barba, limpio, vestido con ropa cara y fuera de contexto, dudaba de que lo reconociera ni la propia Mackenzie Stewart, al menos no a primera vista. De cerca, tal y como habían estado el viernes, era otra cuestión.
Todavía la veía con su bikini rosa con el agua bajándole por la cara cuando intentaba averiguar qué era el ruido que había oído.
Apartó aquella imagen de su mente y se puso rígido, protegiéndose de futuras intrusiones de la marshal pelirroja. Ella lo había cautivado, pero le gustaría meterlo entre rejas y eso era algo que él no podía cambiar.
Bajó por el pasillo central y lo cruzó delante del escenario hasta una entrada lateral. Cal, visiblemente pálido, se reunió con él.
– Tienes mucho valor -su voz era baja como un susurro y miró tras de sí como para asegurarse de que no los veían juntos-. ¿Qué haces aquí?
Jesse se encogió de hombros, disfrutando de la incomodidad del otro.
– Perdona que me haya perdido el debate. ¿Ya has terminado? ¿No tienes que firmar libros?
– No tengo ningún libro.
– Tus compañeros sí.
– No estamos aquí para vender libros -Jesse suponía que el sarcasmo de Cal y su arrogancia eran un intento transparente por ocultar su miedo-. No has debido venir.
– Te he pillado por sorpresa, ¿eh? Sólo quiero unos minutos de tu tiempo. Tú y yo tenemos asuntos pendientes.
Otro miembro del panel de debate pasó ante ellos y felicitó a Cal por su intervención. Éste consiguió devolverle el cumplido, pero cuando el otro se alejó, gruñó a Jesse:
– Aquí no.
Éste, divertido por su incomodidad, se acercó a un rincón y se quedó de pie delante de una ventana que daba a un patio donde los estudiantes corrían bajo la lluvia.
– Hay bastante gente para una noche tan caliente -comentó-. ¿Todos son estudiantes de verano?
– Todos no, la mayoría. Participan en un programa especial de seis semanas. ¿Dónde está Harris? Hace una semana que no lo veo.
– Lo echas de menos, ¿eh?
– Es un cobarde. Probablemente se habrá escondido hasta que tú y yo resolvamos esto. A menos que tú… -Cal achicó los ojos-. Quizá debería llamar a la policía y pedir que lo busquen.
Jesse sacó el móvil del bolsillo del pantalón y se lo tendió.
– Adelante. Esperaré.
Cal inspiró hondo y soltó el aire con un soplido.
– Bastardo. Ya puedes confiar en que nadie nos esté haciendo ahora una foto con un móvil. Un extraño que se me acerca. Tentador.
– Washington es especial -musitó Jesse-. ¿Tienes miedo de que te estén vigilando?
– ¿Quién? Yo no he hecho nada.
– Sabes que Harris fue a los federales.
Cal palideció. Carraspeó y miró por la ventana con aire evasivo.
– Yo no tengo control sobre él. Es tan escurridizo como tú. Quiero librarme de los dos.
– Hacemos un buen trío, ¿verdad? Nuestro amigo mutuo se vio con el FBI la semana pasada. Con el agente especial Andrew Rook.
– Si Harris le hubiera dicho algo al FBI, ya los tendríamos encima.
– Me han dicho que hoy han registrado su casa.
Cal lo miró con curiosidad.
– ¿La casa de Harris?
– Al parecer, están preocupados por él.
– Pues si le ha entrado miedo y se ha largado, eso nos da más tiempo para concluir nuestros acuerdos. Los federales pueden buscarlo todo lo que quieran, pero no tienen motivos para hurgar en mis asuntos y no saben que tú existes.
Jesse acercó un dedo a la ventana como si intentara tocar una gota de lluvia.
Cal respiró con fuerza.
– Vete a México, Jesse. No te arriesgues a que Harris te delate al FBI. Lo que yo sepa de ti no importa. Yo no puedo meterte en la cárcel, ellos sí. Vete de Washington -estaba ya lanzado, casi arrogante de nuevo-. En cuanto esté seguro de que cumples tu parte del trato, haré yo lo mismo, te envío el dinero y tú te quedas fuera de mi vida.
– ¿Y mi identidad, Cal? ¿Puedes enviarme eso?
– Tu «identidad» es mi póliza de seguros de que no volverás a llamar a mi puerta -Cal lo miró con frialdad-. ¿Has tenido algo que ver con d ataque a Mackenzie Stewart en New Hampshire?
– ¿Qué ataque, Cal?
El interpelado se sonrojó; la rabia se mezclaba ahora con su arrogancia.
– La policía dice que un pirado apuñaló a otra mujer y a ella en dos ataques separados.
– ¿A ti te parezco un pirado?
Cal hundió los hombros como si le costara mantener la interpretación de arrogancia y negó con la cabeza.
– Si Harris está jugando con el FBI, ¿por qué no retrocedemos tú y yo y nos dejamos en paz mutuamente? Considéralo un empate. Tú tienes cosas contra mí y yo contra ti.
– Yo no creo en empates -la voz de Jesse sonaba casi aburrida-. Creo en ganar. Y tú deberías saberlo. A menos que no hayas descubierto nada sobre mí después de todo.
Cal enderezó los hombros.
– ¡Ojalá no supiera nada de ti! Te quiero fuera de mi vida, nada más -hablaba en voz baja, pero estaba visiblemente tenso-. Ni siquiera quiero saberlo todo sobre ti. Sólo vete de Washington y sigue con tu maldita vida. Te daré el dinero, créeme; no tengo motivos para no dártelo.
– No funciona así. No me gusta que me amenacen.
– Tienes mucha imaginación -dijo Cal-. Yo jamás habría imaginado que algunas de las personas a las que te he ayudado a «amenazar» en los últimos meses serían capaces de hacer las cosas que han hecho.
Jesse no pensaba dejarse distraer.
– Quiero las pruebas que tengas sobre mí. Archivos de ordenador, discos duros, cuentas, grabaciones, vídeos. Sea lo que sea, lo quiero todo.
Un viejo grueso avanzaba por el pasillo con un cepillo de barrer. Cal se apartó de la ventana pero no dijo nada. Estaba sobrevalorando su poder. Si creía que Jesse era el hombre que había atacado a Mackenzie y la senderista la semana anterior, el hecho de que no hubiera habido muertes trabajaba en su favor. Cal lo confundiría con debilidad e ineficacia.
– Y quiero mi dinero -prosiguió Jesse con calma-. Ahora. No luego.
En la mandíbula de Cal se movió un músculo.
– ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Tendrás tu maldito dinero en cuanto me dejes en paz. Cuando yo no corra peligro de que todo esto me explote en la cara. No quiero tu millón de dólares, para mí no vale el riesgo de no cumplir mi parte.
Probablemente era cierto, pero Jesse no se dejó conmover.
– Si Harris decide salir de su escondite y hablar con los federales…
– Harris no me preocupa -declaró Jesse.
– Estafa, soborno, chantaje, extorsión, conspiración. No son cargos pequeños. Sé inteligente y vete de Washington ahora que puedes. Yo me he beneficiado de los pecados de otras personas y ni siquiera siento asco de mí mismo. Algunos de esos políticos y burócratas corruptos a los que hemos amenazado se han visto bajo una luz nueva y han dejado lo que estaban haciendo. Algunos se han reformado por miedo. Ahora miran hacia atrás, asustados de lo que pueda venir a continuación, de quién más pueda saber sus secretos.
Jesse casi se echó a reír.
– ¡Oh, qué noble eres, Cal! Tú me ayudaste porque no tenías opción. Te tenía pillado.
La frente de Cal empezaba a cubrirse de sudor.
– Y nos hemos chantajeado mutuamente. Lo que yo tengo de ti es más dañino que lo que tienes tú de mí. ¿Y qué si tuve una aventura cuando Bernadette y yo estábamos casados? ¿A quién le va a importar ahora que estamos divorciados? Ni siquiera a ella.
– Tuviste esa aventura en su casa de New Hampshire.
– No es algo de lo que esté orgulloso y no quiero que se sepa, pero no es nada comparado con el material que tengo sobre ti. Si los federales tuvieran que elegir entre detenerte a ti o a mí, te elegirían a ti.
Jesse metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía.
– Echa un vistazo. Verás que el de las piernas peludas y el trasero flojo eres tú. Cal frunció el ceño.
– ¿De qué estás hablando?
– Tú crees que sólo sé lo de la morena a la que te tiraste en New Hampshire en junio. Echa un vistazo, Cal. Ésa no es tu morena, es tu rubia, una ayudante del Congreso de alto nivel que tuvo un fin de semana de sexo salvaje contigo en la casa de verano de una respetable jueza federal. Pero dime tú lo que piensas.
Cal arrugó la foto con las sienes inundadas de sudor.
– Eres asqueroso.
– Puedes verle la cara. La reconoces, ¿verdad? Creo que chantajeamos a su jefe.
– Yo no, tú.
– Oh, tú me ayudaste. Harris y tú me disteis la información. Y es un hijo de perra muy rico. No sé cómo pudiste volver por New Hampshire después de que ya te hubieran pillado con la morena.
Cal no contestó.
– ¿Qué hacía la rubia? ¿Acostarse contigo a cambio de que no dijeras nada de ella? ¿O fue ella la que te dio la información sobre su jefe?
– Calla.
– Ella acabó muy mal hace dos semanas. Supongo que lo sabes.
– Jesse, calla. Fue una sobredosis de analgésicos. Tenía problemas de espalda. Su muerte fue un accidente.
– Se rumorea que fue un suicidio porque estaba muy decepcionada con un hombre.
Cal respiró con fuerza.
– Eres asqueroso.
– ¿Yo soy asqueroso? Eso me gusta -Jesse bostezó. El calor de Washington lo adormilaba. Le hubiera gustado poder quedarse más tiempo en la montaña-. La policía sigue investigando el accidente.
– ¿Cuántas fotos tienes?
– Fotos y grabaciones. Si las entrego a los federales, seguirán escarbando y acabarán contigo. Aunque no puedan probar que la chantajeaste.
– No lo hice.
– Mira a nuestro amigo Harris. Nunca lo procesaron. Quedarás arruinado, Cal. Y la jueza Peacham también. Aunque la gente crea que no tuvo nada que ver con tu traición, se preguntarán cómo pudo pasar delante de sus narices.
– Bernadette no se merece eso. Estábamos separados…
– ¿Importará eso? Tú caerás y tu ex mujer también. Y tus novias -Jesse hizo una pausa efectista-. La prensa las destruirá una por una.
Más que enfadado, Cal parecía torturado, pero enderezó los hombros y levantó la barbilla.
– Amenazarme no cambia nada.
– No es un farol.
– Húndeme a mí y te hundiré yo a ti. Es lo que hay.
– Traicionarme no ha sido inteligente.
– Lo mismo digo. Yo no iré a los federales con lo que sé de ti y tú no irás con lo que sabes de mí. Tú has hecho cosas peores. Has atacado a una agente federal.
– Buenas noches, Cal; estaré en contacto -señaló la foto-. Sólo quería que supieras lo que hay.
Cal abrió la boca, pero no dijo nada, sino que avanzó por el pasillo llevando todavía en la mano la foto arrugada de su amante rubia.
Jesse esperó en la penumbra hasta que desapareció Cal. Luego salió al aparcamiento, al calor y a los olores de la ciudad. Su BMW seguía todavía algo fresco. Se sentó al volante, recordando la noche que había tomado la foto de Cal Benton y la atractiva y corrupta ayudante. Probablemente no se le había ocurrido a Cal que lo sorprenderían en la cama con ella ni que fuera tan importante que se cobrara en sexo algún favor para con ella. Se había largado a la casa de campo de su pronto ex mujer para alejarse de la curiosidad y los cotilleos de Washington.
Aunque no se le pudiera vincular con la muerte de la ayudante ni el chantaje, el escándalo lo hundiría y hundiría a Bernadette Peacham.
Ese hombre era un tonto, pero Jesse odiaba haber perdido el firme control que había tenido en otro tiempo sobre sus operaciones.
El coche se enfrió a una temperatura más de su agrado. Miró por el espejo retrovisor y pensó en Mackenzie Stewart con su bikini rosa. La curva de los pechos, la forma de las piernas. ¿La habría matado el viernes de haber podido?
Oh, sí.
Miró su reloj. Las diez. Tiempo de sobra para un viajecito rápido a Arlington. Mackenzie había vuelto a la ciudad. Se preguntó si se habría acostado ya o si estaría levantada mirando el dibujo de él e intentando recordar dónde lo había visto antes.