Mackenzie tenía llave de la casa de Bernadette; la había tenido desde la universidad, cuando se la dio Bernadette antes de partir para un viaje de seis semanas por Asia.
– Ven cuando quieras, pero nada de fiestas salvajes -le dijo.
Como nadie abrió la puerta, entró con su llave y anunció su presencia.
– ¿Hay alguien? Soy Mackenzie.
Sonó un trueno y, debido a la tormenta, la luz en la casa era más propia del crepúsculo que de media mañana. El aire acondicionado estaba apagado. Mackenzie fue a la suite de invitados del primer piso. La puerta no estaba cerrada con llave y las cortinas seguían corridas.
– ¿Cal? -llamó, por si las moscas.
La ropa de la cama estaba muy revuelta, como si hubiera pasado una mala noche. Miró el baño. Había toallas en el suelo y el lavabo y el espejo tenían salpicaduras de jabón. ¿Limpiaría Cal antes de mudarse o dejaría aquello así?
Mackenzie suspiró. Bernadette era un modelo en muchos sentidos, pero no en lo referente a relaciones. Oscilaba entre perdonar demasiado o no lo suficiente, con lo que se confundía a sí misma y a los hombres de su vida. No había encontrado a nadie que comprendiera de verdad su inteligencia, su ambición, su generosidad y su naturaleza contradictoria. Pero tampoco había esperado encontrarlo.
Mackenzie no vio nada en la habitación de Cal que indicara que fuera víctima o autor de un chantaje o que supiera dónde estaba Harris Mayer o quién era su atacante. Nada que indicara que estuviera metido en líos.
Entró en el estudio de Bernadette. Territorio prohibido. Bernadette odiaba que invadieran su espacio, pero no cerraba la puerta con llave. Los archivos sí. Su ordenador estaba protegido con contraseña, pero Mackenzie lo comprobó para asegurarse.
¿Sería la jueza víctima de un chantaje?
¿Y qué podía tener que ocultar?
Su amistad con Harris era de dominio público. No había tenido mucha relación con él en los últimos cinco años, pero tampoco lo había abandonado por completo.
– ¿Allanamiento de morada, Mac?
La joven se volvió al oír la voz de Rook. Estaba apoyado en la puerta del estudio, como si llevara allí un rato.
– He venido a dar de comer al gato.
– No hay gato.
– Habría jurado que Bernadette me dijo que había adoptado un gato. Tengo llave -se la mostró-. Parece que esta mañana estamos en la misma longitud de onda.
– He pasado a ver si estaba Cal.
– No está. ¿Has mirado en su despacho?
– No ha ido. Ha dicho a su secretaria que tenía una urgencia con un cliente. No contesta al móvil.
– ¿T.J. está contigo?
– No.
Mackenzie miró el estudio, dominado por el escritorio sencillo de Bernadette. Tenía un sillón ergonómico y estanterías con puertas de cristal que cubrían una pared entera. Libros de leyes y de Historia del Arte se alternaban con novelas de bolsillo y libros sobre pájaros o senderismo.
En el suelo, delante de las estanterías, había varios álbumes de fotos esparcidos. Mackenzie se acuclilló y abrió uno, en el que había fotos de Harris y Bernadette en el lago.
– Son de hace tiempo -comentó Rook, de pie a su lado.
Ella lo miró.
– Recuerdo esa visita -dijo-. Fue un verano en el que yo estaba en la universidad. Trabajaba media jornada en un museo de la zona y limpiaba habitaciones en una de las posadas del pueblo. Bernadette nos invitó a cenar a mis padres y a mí y recuerdo que me fascinó oírlos hablar a Harris y a ella. Es un hombre listo.
– La jueza Peacham debió llevarse una gran decepción con la deshonra de él.
– Sí -Mackenzie cerró el álbum y se levantó-. Al principio le preocupaba que se suicidara. Yo estaba aquí una vez que él la llamó, justo después de que estallara el escándalo. Harris estaba borracho y furioso consigo mismo por haberse dejado pillar. No entendía que hubiera hecho algo mal ética o legalmente. Beanie lo convenció de que le dijera dónde estaba.
– ¿Dónde?
– En una pensión. Era una especie de escondite secreto para él. Yo fui con Beanie a buscarlo. Ella lo dejó en su casa de Georgetown y le dio un ultimátum: nunca más.
Rook miró el álbum cerrado.
– ¿Cumplió su promesa?
– Que yo sepa, sí -Mackenzie pasó delante de él, pero se volvió desde la puerta-. ¿Quieres que miremos la pensión? No se me había ocurrido hasta ahora. No sé si Harris la usa todavía.
– ¿Puedes encontrarla?
– Creo que sí. Si no, puedo llamar a Beanie. Ella se acordará de dónde estaba.
Rook pensó un momento. Fuera, los árboles altos de Bernadette se agitaban al viento y la lluvia azotaba las ventanas.
– Iremos en mi coche -dijo.
Mackenzie asintió.
– De acuerdo -antes de salir del estudio le sonrió-. Procura que no se escape el gato.
– Alquiló ese sitio un mes -dijo el encargado, un hombre de edad madura y pelo ralo que había llevado a Rook y a Mackenzie hasta un ala apartada del destartalado edificio-. Nunca lo alquila tanto tiempo. Viene y va. Pero no da el nombre de Harris Mayer, sino el de Harris Morrison. Y paga en metálico.
Rook estaba en la acera al lado del encargado. Había dejado de llover pero todavía resonaban truenos en la distancia.
– ¿Cuánto hace que no lo ve?
– Una semana. Puede que más -metió la llave en la puerta y movió la cabeza-. ¿Oyen eso? Aire acondicionado. Lo pone a toda potencia. Pero es cosa suya, él paga la factura -abrió la puerta y retrocedió de un salto-. ¡Oh, cielo santo! ¡Oh, cielo santo!
Rook sacó la pistola y vio que Mackenzie hacía lo mismo. Dijo al encargado que retrocediera a la acera y abrió más la puerta de una patada.
El suelo de madera de la entradita estaba salpicado de sangre seca. Cuidando de no pisarla, Rook entró en el estudio y reconoció de inmediato el olor que el aire acondicionado no podía ocultar.
Miró a Mackenzie, que se hallaba detrás de él.
– Mac, esto no va a ser agradable. Tú nunca…
– Estoy bien, Rook.
– Tú conoces a Harris.
Ella asintió con la cabeza.
– Tú también. Vamos allá.
Entraron en la habitación adyacente, de muebles baratos y viejos pero servibles.
– Ahí -Mackenzie señaló el suelo delante de una puerta cerrada-. Más sangre.
Ella se colocó a un lado y Rook empujó la puerta.
El olor empeoró. Había sangre por todas partes. Harris Mayer estaba tumbado en la vieja bañera con el cuerpo cubierto en parte por una cortina de ducha estampada que había sido arrancada de la barra.
– Heridas de cuchillo -dijo Mackenzie desde el umbral.
Rook la miró.
– No se las ha hecho él. Lleva aquí tiempo. Días, no horas -movió la cabeza-. ¡Demonios!
Ella se volvió y salió deprisa. Rook no la siguió y tampoco podía hacer nada por Harris. A pesar de sus defectos, el antiguo juez no se merecía eso. Rook volvió a la habitación principal y miró la salida trasera al lado de la pequeña cocina, pero estaba cerrada con llave. Sacó el móvil y llamó a la policía, a sus superiores y a T.J. Su compañero fue directo al grano.
– ¿Mackenzie te ha llevado hasta él?
– Acabamos de llegar.
– Voy para allá.
Cuando Rook salió a la calle, Mackenzie hablaba con el encargado. Su piel tenía un color ceniciento, pero se recuperaba del shock de haber encontrado a Harris. Ya se oía una sirena. Primero llegarían los coches patrulla y los seguirían los inspectores de policía. El asesinato de Harris caía dentro de su jurisdicción.
Rook se acercó a Mackenzie.
– ¿Hay alguien a quien tengas que llamar?
Ella asintió. Él le pasó su móvil. A la joven le temblaban ligeramente las manos.
– He tenido náuseas -dijo mientras marcaba-, pero seguro que no las habría tenido si no estuviera tomando antibióticos -carraspeó-. ¿Jefe? Sí, soy yo. Esto no es agradable.
Lo había llamado de camino a la pensión y ahora le contó lo que habían encontrado. Hablaba con seguridad y sin emociones, pero cuando colgó el teléfono, echó atrás la cabeza y respiró hondo.
– Tenía que haberme acordado antes de este sitio.
Se movió el aire y les llevó el hedor a basura y excrementos de perro. No era de extrañar que nadie hubiera olido el cuerpo en el estudio. Ni tampoco que sí lo hubieran olido y no hubieran dicho nada.
– Yo no lo sabía -repitió el encargado por enésima vez.
– ¿Vio a alguien con el señor Mayer? -preguntó Rook.
– No, señor. Yo me ocupo de mis asuntos.
El primer coche patrulla paró delante del edificio, con T.J. justo detrás. Rook tenía que aceptar la realidad. Harris Mayer, su informador voluntario, no estaba escondido en la playa. Estaba muerto.