Harris salió tambaleándose del bar de mala muerte de Georgetown, un viejo favorito suyo donde podía hacer una apuesta sin tener que preocuparse de que nadie lo mirara con desaprobación. Estaba cansado y había bebido mucho. Después de veinticuatro horas, ya no podía hacer acopio de energía para esquivar a amigos o enemigos. No le quedaban facultades para esconderse.
Además, era ya muy tarde por la noche. ¿Quién narices se iba a molestar en darle caza?
Cuando llegó a la calle M, reconoció a un columnista del Washington Post y un prominente senador que entraban en un coche privado y les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón, odiándolos por la vida que él había dilapidado. En otro tiempo había tenido chófer privado y ahora se veía reducido a los taxis, autobuses y un Honda antiguo al que costaba mantener en la carretera. No era tanto cuestión de finanzas como de prestigio.
La gente que no tenía a donde ir no necesitaba chóferes ni coches de lujo.
Olía a humo de tabaco rancio, sudor y alcohol. Pasó al lado de bares buenos, restaurantes buenos, oyó música y risas y vio a personas que parecían buenas, que eran buenas. Él había sido como ellos, lleno de esperanza, ambición… y aburrimiento. Había sabido que era más listo que la mayoría de la gente y creído que no podía fallar.
Ahora lo perseguía el FBI.
Y algo peor.
El calor y la humedad pegajosa le hicieron empezar a sudar de nuevo. Tenía la camisa pegada a la espalda y le picaban los ojos. Quería vomitar, pero no en la calle M. No delante de personas que antes lo respetaban.
Por otra parte, ¿por qué narices no? ¿Quiénes se creían que eran? Ellos tenían también sus secretos y sus compulsiones. Todo el mundo los tenía.
– Harris, por el amor de Dios.
Por un momento, Harris no se dio cuenta de quién le hablaba, pero levantó la vista y vio a Cal Benton.
– ¿Cal?
Éste le agarró el brazo justo debajo del codo.
– Estás borracho.
– Mareado.
Cal olía a desodorante. Sudaba también, pero había que ser inhumano para no sudar en una noche así.
– Ven aquí -tiró de Harris hacia una cafetería casi vacía.
– Si nos ven…
– No nos verán -Cal abrió la puerta de cristal y se detuvo a mirar a Harris-. A menos que tu nuevo amigo el agente especial Rook esté por aquí.
Harris se lamió los labios. Después de tres cervezas, se sentía todavía deshidratado, seco.
– ¿Quién?
– Eres un arrastrado, un hijo de perra corrupto, Harris.
La reacción de Cal era una muestra de pánico.
De miedo incipiente.
– Le dijo la sartén al cazo.
– ¡Vete al infierno!
Harris no contestó. ¿Para qué? En los últimos cinco años, se había acostumbrado a que la gente lo mandara al infierno. Cal lo empujó sobre una silla destartalada y se acercó a la barra, de donde volvió con dos cafés.
– Esos vasos de plástico me queman los dedos -protestó Harris-. ¿No tienen de esas tazas con asas de cartón?
– No. Empieza a beber. Tienes que ponerte sobrio.
– Estoy sobrio -Harris se inclinó para inhalar el vapor de su café-. Demasiado sobrio.
– ¡Maldita sea, Harris! -siseó Cal-. Te estoy buscando desde anoche. Te vi en el hotel con tu agente del FBI. ¿Qué narices hacías? Podría haberte visto alguien.
– El agente Rook y yo sólo tomábamos una copa en paz. Conozco a muchos agentes del FBI.
– Lo he investigado. Rook es un tipo duro. No habla contigo por la bondad de su corazón -Cal apoyó los codos en la mesa y cerró y abrió los puños. Miró a Harris con más desdén que hostilidad.
– Te arrojará debajo del autobús, estúpido bastardo.
– No le he dicho nada de ti. No lo haría. Tú no eres el único…
– A Rook no le importas nada -Cal no alzó la voz-. Le importa la información que puedas darle para progresar en su carrera. Nada más.
– Es ambicioso, pero no es deshonroso.
– ¿Deshonroso? -Cal hizo una mueca de incredulidad-. A la gente ya no le importa el honor. Le importan los resultados.
A Harris le habría gustado pensar con claridad, pero los pensamientos flotaban a su lado, fuera de su alcance. Era como si estuviera en una corriente de aire que lo llevara a donde quisiera y él no pudiera controlarla.
Se inclinó sobre su café, con el vapor subiéndole a los ojos.
– Rook puede salvar a Bernadette.
– ¿De qué?
– De ti, Cal -Harris alzó la vista al hombre situado enfrente-. Y de Jesse.
Ya estaba. Había dicho el nombre. Jesse Lambert. El diablo.
Harris conocía a Cal desde antes de que empezara a salir con Bernadette, pero sus destinos sólo se habían cruzado en los últimos tres meses. Cal era ambicioso, un mujeriego que había parecido, al menos en los primeros tiempos de su matrimonio con Bernadette, preparado para echar raíces.
Jesse Lambert había percibido que Cal estaba maduro para la recolección y lo había atacado en su momento más débil.
Y Harris le había ayudado.
– Deberías darle el dinero -dijo-. Créeme, Cal. Sé lo que digo. Dale el maldito dinero ahora y salte de eso.
Cal apartó la vista.
– Si le doy el dinero a Jesse, no habrá forma de salir. Nunca -miró a Harris-. Me convertiré en ti.
– Si no le pagas, nos matará a los dos.
– Es un negociante, no un asesino. Le ofreceremos un trato. No te ablandes ahora.
Harris percibía el desdén en la voz de Cal. Después de todo, era él el que había metido a Jesse Lambert en la vida de Cal. En la vida de Bernadette. Eso era lo que le corroía el alma. Al utilizar a Cal, Harris sabía que utilizaba también a la única amiga que le quedaba en el mundo.
– Jesse es el diablo -dijo Harris con calma-. Y hemos hecho un trato con él.
Cal no respondió enseguida. Bebió su café y miró a Harris con expresión indescifrable. Jesse Lambert había entrado en la vida de Harris cinco años antes, aprovechando sus inseguridades y compulsiones, y Harris se había dejado victimizar. El escándalo del juego que había acabado con su carrera había sido el menor de sus pecados. Por culpa de Jesse había traicionado a sus amigos y la confianza del público.
Había dejado que el diablo hiciera lo que quisiera con él.
Tres meses atrás, Jesse había regresado a Washington y buscado carne fresca a cambio de su silencio sobre las transgresiones de Harris.
Y éste le había entregado a Cal Benton.
El trabajo de Cal y su matrimonio con Bernadette Peacham le proporcionaban el tipo de acceso e información que Jesse podía usar. Él se quedaba en un segundo plano maniobrando y manipulando. Pero cuando había ido a cobrar, Cal se había negado a darle nada.
– Es hora de pagarle al diablo su diezmo, Cal.
– Lo haremos, pero en nuestros términos. No le vamos a robar, sólo retrasamos el pago hasta que Jesse salga de nuestras vidas.
– ¿Nuestras?
Cal se inclinó hacia delante.
– No creas que Jesse no sabe que me has ayudado.
Harris palideció. Unas semanas atrás había dado a Cal información sobre Jesse Lambert y Cal la había usado para descubrir la verdadera identidad de Jesse. Cal tenía un dossier completo sobre aquel diablo. Nombres, direcciones, cuentas bancarias… Su póliza de seguros, como él lo llamaba. Su juego era directo pero peligroso. Jesse chantajeaba a personas usando información procedente de Cal. Entre esas personas había un popular congresista, un poderoso ayudante de un senador y una viuda de Washington muy bien relacionada. Jesse permanecía al fondo, anónimo. Cal y Harris eran los que organizaban los pagos. En tres meses habían amasado un millón y medio de dólares en metálico. Ellos dos tenían que repartirse quinientos mil y Jesse se quedaría un millón.
Sólo que Cal retenía el millón hasta que Jesse saliera de sus vidas.
Y había conservado el dossier. Si Jesse volvía a respirar el aire de Washington, acabaría en manos de investigadores federales. Éstos no tenían por qué saber nada de la participación de Cal o Harris para detenerlo.
– Ir al FBI no te salvará -dijo Cal.
– No les he dicho nada. Sólo pensé que si investigaban… -Harris tomó un trago de café deseando poder entender sus motivos. Cuando se había puesto en contacto con Andrew Rook tres semanas atrás, el plan le había parecido muy lógico y sensato. Ahora ya no lo sabía-. Supongo que esperaba que Jesse se pensaría dos veces el matarnos si yo hablaba con el FBI.
– ¿Lo sabe él?
Harris negó con la cabeza.
– No lo creo.
– Eres un blando retorcido. Intentas salvar tu pellejo, eso es todo.
– Si le hubieras sido fiel a Bernadette… -Harris apartó el café y se hundió en la silla de madera barata. Se sentía viejo y apagado. Había violado muchas promesas a lo largo de los años… a su ex mujer, sus hijos, sus amigos. A sí mismo-. No quiero que la pillen en el fuego cruzado.
Cal apretó visiblemente los dientes.
– No la pillarán.
Cal miró la mesa.
– Pero no fue el miedo a la humillación lo que te metió en la órbita de Jesse, ¿verdad, Cal? -sonrió con amargura-. Buscabas acción. El riesgo. El mismo impulso que te hizo llevar a tu joven amante a la casa de Bernadette te metió en el lío en el que estás ahora.
– ¿Habrías preferido que capitulara y dejara que Jesse enseñara las fotos a todo el mundo? ¿Cómo habría ayudado eso a tu buena amiga Bernadette?
Las fotos eran muy descriptivas. Harris las había visto. Cal Benton copulando con una hermosa y joven ayudante del Congreso en el dormitorio que antes había compartido con su esposa. Eran el tipo de escena que no sólo lo arruinaría a él sino también a la ayudante y a Bernadette. La autoridad de ésta en el tribunal se vería mermada con aquellas imágenes en la cabeza de la gente.
Pero Cal no había cooperado con Jesse Lambert por razones nobles… ni para protegerse a sí mismo. Le gustaba vivir al límite. Jesse había visto eso en él y lo había aprovechado para arrastrarlo a su mundo de chantaje, extorsión y fraude.
– Yo le seguí el juego a Jesse -dijo Cal-. Y ahora presiono con fuerza porque eso es lo único que él entiende. Tú no me engañas, Harris. A ti te importa un bledo la santa de mi ex mujer.
– ¿Qué quieres de mí?
– Quiero que dejes de hablar con el FBI.
– No les he dicho nada importante.
– Mejor. No lo hagas -Cal lo miró a los ojos-. No puedes vacilar. Sigue conmigo. Sé lo que hago.
– No, no lo sabes -Harris no recordaba haberse sentido nunca tan cansado-. No tienes ni idea.
Cal hizo un gesto de impaciencia.
– Entonces escóndete; deja a Jesse de mi cuenta.
– Ya me he escondido. Sólo esta noche… -se interrumpió porque no quería explicar sus actos-. Nadie sabe dónde estoy.
– ¿Rook?
Harris negó con la cabeza.
– Nadie.
Cal se dejó caer en su silla aliviado.
– Eso está bien, Harris. Excelente.
– Pero mi consejo sigue siendo que le des a Jesse el dinero y el dossier que tienes suyo.
– Él no sabrá si he hecho copias de la información, o si la he guardado en la cabeza. No, lo que hemos hecho, hecho está, Harris. Tengo su dinero. Y tengo suficiente para encerrarlo décadas. Cooperará.
Harris no lo creía así. Pero Cal ya estaba en pie.
– Vete, Harris. Deja que yo me ocupe de Jesse -sonrió; había recobrado su arrogancia y confianza-. Escóndete.
Harris no contestó y Cal se marchó. Harris recordó cuando estaba en los tribunales, donde tenía la atención y el respeto de todos los presentes. Se había jugado su reputación, esa vida, por debilidad, avaricia y la búsqueda constante de emociones. Pero había aprendido algunas cosas durante esos años. Podía reconocer a un hombre violento cuando lo veía.
Y creía que Jesse Lambert era un hombre muy violento.
Veinte minutos más tarde, Harris salía de un taxi enfrente de un bloque pobre de una calle pobre del sureste de Washington. Había ido allí la noche anterior después de su encuentro con Andrew Rook, aterrorizado de las consecuencias de sus propios actos. Había tenido una mala corazonada todo el día y eso era lo que lo había llevado al bar de Georgetown. Su miedo lo hacía descuidarse.
El olor a excrementos de perro impregnaba el aire húmedo de la noche. ¿Por qué la gente no podía limpiar lo que hacían sus animales? Con un siseo de desaprobación, Harris abrió la entrada separada a su pequeño estudio apartamento, en un ala lateral del ruinoso edificio. Oía a alguien vomitando calle abajo. Gracias a la buena administración de un fideicomiso familiar por un asesor financiero que lo odiaba, Harris seguía en posesión de una hermosa casa en una calle prestigiosa de Georgetown. Pero no podía volver allí, al menos de momento.
Abrió la puerta y la cerró con fuerza tras de sí para bloquear los vómitos, los coches, el calor y el hedor. Respiró hondo para dejar que el aire fresco y su aislamiento le calmaran los nervios tensos.
– ¿Sientes lástima de ti mismo, Harris?
La voz del diablo.
– Yo la sentiría en tu lugar -siguió diciendo el intruso con voz tranquila.
Jesse Lambert.
Harris reconoció la arrogancia, el acento duro. Ni en sus peores momentos podía él estar a la altura de la pura maldad de aquel hombre.
– ¿Qué haces aquí? -su voz le sonó chillona y asustada incluso a él-. Sal donde pueda verte.
– Desde luego -Jesse se situó en el umbral de la pequeña entrada. Detrás de él, el estudio apartamento, que se alquilaba por días y a veces por horas, estaba oscuro y dejaba su rostro en sombras-. No creas que el FBI vendrá a salvarte, Harris. No te han encontrado. No eres lo bastante importante para que te tengan vigilado.
– Porque no les he dicho nada. ¿Qué quieres?
Jesse vestía completamente de negro. Su pelo era negro entreverado de gris. Se había dejado crecer la barba. Era un hombre cuarentón y parecía salvaje, como si acabara de bajar de las montañas o de un barco pirata.
Pero sus ojos eran prácticamente incoloros, sin alma.
Jesse sostenía un cuchillo en la mano. Con aire casual, como si no quisiera que supusiera una amenaza.
Harris no era experto en armas, pero sabía que no era un cuchillo de cocina. Un lado de la hoja era de sierra y el otro liso. Los dos cortarían. Sin duda era un cuchillo de asalto de algún tipo.
– No necesitas eso -dijo.
– Me temo que sí -Jesse pasó el pulgar por el borde liso de la hoja como si quisiera probar, ver su propia sangre-. Un cuchillo es rápido y silencioso. En muchas situaciones es más útil que una pistola. Estás de acuerdo, ¿no es así, Harris?
Éste intentó ignorar los fuertes latidos de su corazón e invocó los últimos restos de su dignidad y de su honor. Se había dejado atrapar y manipular por ese hombre y por Cal Benton, por su propia avaricia y sus compulsiones, por su necesidad de melodrama.
– Para ti, juez Mayer -dijo con firmeza.
Jesse soltó una carcajada, un sonido hueco que no transmitía placer ni camaradería.
– Eso me gusta. Irás al patíbulo con la cabeza alta, ¿verdad?
– Preferiría no ir al patíbulo.
– Un poco tarde, juez Mayer.
– Supongo que sí -repuso Harris sin pestañear-. Hice un trato con el diablo.
– Oh, sí -los ojos incoloros y sin alma brillaron y su luz pareció bailar en la hoja del cuchillo. Jesse bajó la voz-. Es verdad.
Mayer respiró hondo.
– No tengo tu dinero ni sé dónde está. Es la verdad. Traicionarte no fue idea mía.
Fuera se oyó chirriar unos neumáticos, pero en la habitación había silencio. Harris se había hospedado allí otras veces. Era su refugio, su escondite. Había estado seguro de que a nadie se le ocurriría buscarlo allí.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.
– Eres una criatura de costumbres.
– El bar… me has seguido. ¿Me has visto tomando café con Cal? ¿Por qué no lo has seguido a él?
– Él no ha ido al FBI. No intentes hacerte el inocente ahora. Cal no habría podido traicionarme sin tu ayuda.
Harris pensó en el vestíbulo de su casa, con su espejo antiguo y la mesa de media luna. Una casa llena antes del sonido de niños corriendo y de la bienvenida de su esposa cuando llegaba a casa. Los había perdido a todos.
Pasaron unos segundos mientras Harris absorbía la realidad del grave problema que tenía. Al fin Jesse siguió hablando.
– ¿Cuánto sabéis Cal y tú de mí?
Harris no vaciló.
– Todo.
Tendría que habérselo contado todo al FBI desde el comienzo, pero, en vez de eso, había intentado jugar con Andrew Rook igual que había jugado con todos los demás que habían querido ayudarle, creer y confiar en él. El subterfugio y la traición eran sus armas. Su diversión. Rook estaba investigando, pero tenía poco en lo que basarse. Harris se había encargado de eso. Había mantenido sus revelaciones vagas, prometiendo detalles en encuentros futuros, manteniendo el interés de Rook sin darle nada concreto. Porque Cal tenía razón y a él, Harris, no le importaba ayudar al FBI, le importaba salvar el pellejo. El diablo había ido a cobrar su deuda, sí.
– Si lo supierais todo sobre mí, Harris, ni Cal ni tú os atreveríais a intentar traicionarme.
Jesse apretó el pulgar en la punta del cuchillo y sacó una gota de sangre.
– Eres un hombre violento, Jesse -Harris recuperó parte de su antigua presencia de ánimo en el tribunal, cuando nada de lo que veía ni oía en la sala le hacía parpadear-. Tú no usas la violencia como medio para conseguir lo que quieres. La violencia es lo que quieres.
– Ése es mi secreto, ¿vale?
– Es tu secreto y tu debilidad. Tu obsesión.
Jesse hizo una mueca y lamió la gota de sangre de su pulgar.
– Los tipos de Princeton leéis muchas tragedias griegas. Quiero mi dinero. Quiero todo lo que Cal y tú tenéis sobre mí. Quiero saber lo que sabéis.
– Yo jamás usaría lo que sé de ti y Cal tampoco lo hará. Es su póliza de seguros para mantenerte fuera de tu vida. Jesse… -Harris respiró con fuerza. ¿Se atrevía a esperar poder negociar un trato con aquel hombre?-. Jesse, puedes confiar en que no hablaré.
– Después de verte reunido con un agente del FBI, no, embustero hijo de perra, no puedo confiar en que no hables -Jesse saltó hacia delante y apoyó la hoja del cuchillo en un lado de la garganta de Mayer-. Quiero mi dinero.
– No puedo…
– Sí puedes. Puedes conseguir mi dinero -bajó el cuchillo y retrocedió-. Encontraremos el modo. Juntos. Entretanto -dijo con calma, con una sonrisa tan fría que sólo podía ser del diablo-, dime una cosa. Entre nosotros.
– ¿Cuál?
– ¿Quién era la pelirroja que estaba con la jueza Peacham anoche?