Diecisiete

J. Harris Mayer tenía una casa blanca de ladrillo con contraventanas negras en una calle estrecha y prestigiosa de Georgetown. De pie en la sala de estar, Rook podía ver el rododendro que subía hasta más allá de la ventana del primer piso.

Los vecinos de Harris seguramente deseaban que se hubiera trasladado o apostado la casa en el juego. Rook y T.J. habían hablado con ellos y estaba claro que esperaban que el FBI o la policía lo encontraran muerto de un infarto. El problema no era tanto su deshonra como el estado de la casa. Necesitaba pintura, reparaciones y un par de jardineros armados con buenas tijeras de podar. Los cristales no se habían lavado en años y las avispas se habían instalado en varias grietas y hendiduras.

Pero ni Rook ni T.J. ni los otros dos agentes habían encontrado a Mayer muerto en la cama ni desvanecido en el suelo de la cocina. Habían llegado una hora antes, en el calor de la tarde, después de conseguir una orden judicial para registrar la casa en su busca. La orden se limitaba a registrar los lugares donde una persona podía haber caído enferma o estar escondida: alacenas o la ducha, pero no los cajones de un escritorio.

– Se ha largado -T.J. entró desde el vestíbulo-. Aquí no está.

Rook estaba de acuerdo. Habían revisado la casa desde el desván hasta el sótano, atentos a todo lo que pudiera llevarlos de vuelta al juez para pedir permiso para realizar una búsqueda más concienzuda.

T.J. observó un escritorio elegante de patas curvadas en un rincón de la sala. Todo estaba lleno de polvo. La casa olía a rancio, el aire acondicionado llevaba tiempo sin usarse y el calor y la humedad habían ganado la batalla. Las antigüedades de la casa sólo conseguían enfatizar que Harris había estropeado su vida. Hacía tiempo que se había salido del camino marcado, mucho antes de su caída pública. Simplemente le había llevado un tiempo estrellarse.

– Me gustaría que hubiéramos encontrado el recibo de un billete para las islas Fiji sobre la mesa -comentó T.J.-. Así podríamos peinar esto a conciencia. No tengo un buen presentimiento sobre nuestro amigo Harris.

Rook suspiró.

– Yo tampoco. Tendremos que seguir buscándolo. No sé si nos ayudaría registrar esto, pero veré lo que puedo hacer para que nos amplíen la orden judicial.

– Si Mayer nos hubiera dicho algo más…

– Tendría que haberlo presionado más.

T.J. se encogió de hombros.

– Por lo que sabemos, quizá inventaba cosas, se cansó y se largó a la playa… o decidió que no quería estar delante cuando te dieras cuenta de que eran todo fantasías.

– Tal vez -musitó Rook, decidido a mantener la mente abierta.

Salieron de la casa. Fuera, unos agentes de uniforme daban un aire oficial a la escena por si algún vecino sentía curiosidad por los hombres que merodeaban por la casa del desacreditado juez. No se había congregado gente. Hacía demasiado calor o los vecinos no querían mostrar a las claras su curiosidad.

– ¿Ésa es tu agente pelirroja? -preguntó T.J.

– La misma -contestó Rook entre dientes.

Mackenzie, en su calidad de marshal, se había abierto paso ante los policías y se hallaba al pie de los escalones. Rook recordó que la había besado la noche anterior. ¿Cómo se le había ocurrido hacer eso?

T.J., que era famoso por su atractivo, bajó los escalones hasta el camino de adoquines.

– Agente Stewart, ¿verdad? Soy T.J. Kowalski.

– Agente especial Kowalski, encantada de conocerlo. Andrew me ha hablado de usted. Todo bueno, por supuesto.

Rook sabía que usaba su nombre de pila, no como una muestra de afecto hacia él, sino para conquistar a T.J. Y al parecer funcionó, pues éste le sonrió.

– Encantado también de conocerla, agente…

– Mackenzie -corrigió ella-. No esperaba encontrar al FBI aquí. ¿Le ha ocurrido algo al juez Mayer?

– No que sepamos. ¿A qué has venido aquí, Mackenzie?

Ella miró a Rook, que seguía en los escalones.

– Harris Mayer y la jueza Peacham son amigos desde hace tiempo. Yo lo conozco muy poco.

– Eso no explica tu presencia aquí.

– No -ella señaló la casa-. ¿No hay ni rastro de él?

T.J. vaciló un instante, como si esperara que interviniera Rook, pero éste no tenía intención de hacer tal cosa. Que Mackenzie se las arreglara para salir sola del lío. T.J. podía lidiar perfectamente con ella.

– No. Ni rastro de él. No está en la casa. ¿Tú sabes dónde está?

– Ni idea -ella entrecerró los ojos-. Bien. Gracias por contestar, T.J. Encantada de conocerte -miró a Rook-. Cuidado con el calor. Ataca por sorpresa.

Volvió a la calle y subió a su coche.

T.J. miró a Rook.

– ¿Quieres que busque una razón para esposarla?

– Tentador -Rook se reunió con él en la acera. Sentía más calor todavía. Antes de salir a la calle, Mackenzie los despidió con la mano y a continuación pisó el acelerador y se largó.

– ¿Crees que sabía que estábamos aquí? -preguntó Rook.

– Cuesta decirlo. No parece muy destrozada por lo del fin de semana.

– Dice que cicatriza deprisa.

– La agente Stewart es una listilla -musitó T.J. con regocijo-. Siempre he sabido que acabarías con una listilla, Rook.

– Sí. Lo que tú digas. Vámonos.

– Tu pelirroja parecía encantada de hablar conmigo. Aunque, por otra parte, yo gusto a la gente. Tengo sentido del humor.

Rook no le hizo caso; echó a andar hacia el coche.

– No te vas a permitir confiar en ella, ¿verdad? -insistió T.J.-. No voy a decir que la culpe por querer saber lo que hacemos. Ella no es sospechosa ni está bajo vigilancia, sólo es amiga de Bernadette Peacham, nuestra jueza federal favorita estos días. Que tampoco es sospechosa. Su ex marido…

– No es un sospechoso -terminó Rook.

– Oficialmente.

– Harris Mayer tampoco lo es, pero no podemos encontrarlo.

– Sí. Eso no me gusta -T.J. abrió la puerta del conductor y miró a Rook a través del techo ardiente del coche-. La agente Stewart se mueve bien para tener una puñalada en el costado. Yo no la infravaloraría.

– No lo hago -murmuró Rook, entrando en el coche. T.J. y él tenían un largo día por delante y ya era hora de ponerse en marcha.


Era ya de noche cuando Rook dejó de trabajar al fin y fue hasta Arlington, dando un rodeo por la casa histórica donde vivía Mackenzie. Aparcó detrás del coche de ella y salió, recordando su optimismo la primera vez que había ido allí unas semanas atrás. La había recogido para ir a cenar en Washington; nada lujoso, sólo una velada para aprender a conocerse.

En el porche de atrás brillaba una luz y había empezado a caer una lluvia fina que formaba una película delgada en los escalones. Rook pensó en volverse e irse a su casa. ¿Qué iba a hacer allí aparte de meterse en más honduras con una mujer a la que había conocido por todas las razones equivocadas?

Se abrió la puerta del porche y salió Mackenzie con el pelo recogido en una coleta alta, como si quisiera domarlo de una vez por todas en aquella humedad. Iba descalza, con pantalón corto y camiseta, y en conjunto parecía aún más pequeña de lo que era.

Echó atrás la cabeza y miró a su visitante.

– Podría haberte disparado y nadie me habría dicho nada. Estoy aquí, herida y sola en una casa aislada, y llegas tú en plan furtivo.

– ¿Te he asustado?

– No, pero por un segundo he pensado que podías ser un fantasma.

– Tú no crees en fantasmas.

– Quédate un par de noches aquí y creerás en ellos -ella se sonrojó y respiró hondo-. Quiero decir a solas. Quédate aquí un par de noches solo y luego me hablas de fantasmas.

– A Nate y su esposa no parecían importarles los fantasmas.

– A Sarah no. Y a Nate le costaría mucho creer que estaba en presencia de algún fantasma -Mackenzie se cruzó de brazos-. ¿Quieres entrar un momento?

Rook dio un paso hacia ella.

– No me quedaré mucho.

La siguió a la cocina. La pequeña mesa estaba llena de platos y distintos objetos, como si ella acabara de abrir una de las cajas amontonadas a lo largo de la pared. Se preguntó si tendría planes para la velada o si pensaba quedarse allí a solas con sus fantasmas.

– Mac, lo de esta tarde en casa de Harris…

– No hay mucho que decir, ¿verdad?

– Queremos encontrarlo.

– Entendido. Si supiera dónde está, te lo diría. Si tuviera alguna idea, te lo diría. Supongo que tampoco lo encontraste en New Hampshire -sacó una silla de debajo de la mesa y se dejó caer en ella-. Oficialmente no se le busca. ¿Te está ofreciendo información? Es tan arrastrado que seguro que sabe muchas cosas.

– No tenemos motivos para creer que tenga nada que ver con tu ataque.

– Me alegra oírlo -ella suspiró-. ¡Maldita sea, Rook! ¿Qué está pasando?

Él vio un rollo de cinta de embalar en el suelo, lo tomó y lo echó en una caja vacía apoyada contra la pared, al lado de las llenas.

– Anoche en casa de la jueza, tú le ocultabas algo. Ella lo sabía, pero no quiso presionarte delante de mí.

– Los del FBI leéis la mente.

– Si es algo que yo deba saber, dímelo. Éste puede ser un buen momento.

Mackenzie se levantó de un salto, pero soltó un gemido y se llevó una mano al costado.

– Vale, todavía no puedo hacer movimientos bruscos para esquivar a agentes del FBI. Dame un par de días más.

– Mac…

– Lo que no le dije anoche a Beanie es personal.

– ¿Estás segura?

– Cal vino aquí y me preguntó por Harris antes de que saliera para New Hampshire. ¿Esos dos han montado algo que haya atraído la atención del FBI?

– Mac -suspiró Rook-. No debería haber venido.

Se hizo un silencio incómodo.

Ella echó a andar hacia la puerta, posiblemente para abrirla para él, pero Rook le tocó el brazo y sintió la misma atracción que había sentido la primera vez que se vieron, cuando la invitó a salir. Le puso la mano bajo la barbilla y le acarició el labio inferior con el pulgar.

– Mac -suspiró de nuevo, moviendo la cabeza-. ¡Maldita sea! No pensaba volver a besarte.

Ella no se resistió ni le dijo que se largara, sino que le devolvió el beso. Rook podía sentir su fogosidad, la chispa de deseo en ella. De no haber sido por el costado vendado, la habría abrazado y dejado que sintiera su reacción al beso.

– Me estás complicando la vida -musitó ella, y volvió a besarlo.

– No se puede decir que tú simplifiques la mía.

Ella se apartó y lo miró a los ojos.

– No me gusta exponerme a que me hagan daño.

Él sonrió.

– Eso no te ha dolido, ¿verdad?

Mackenzie le abrió la puerta. Fuera llovía con suavidad, sin viento, truenos ni relámpagos. No había llegado un frente que acabara con el calor y la humedad. La luz del porche iluminó el rostro de ella y resaltó sus oscuras ojeras. Sólo hacía cinco días que Mackenzie había tenido que luchar por su vida y Rook pensó que no era tiempo suficiente para que nadie esperara que hubiera vuelto a la normalidad, y menos con su atacante todavía suelto.

Pasó a su lado y salió al porche.

Ella permaneció en el umbral.

– He conocido a Beanie Peacham toda mi vida. No confío en muchas personas, pero en ella sí.

– ¿Qué harías por ella? -preguntó Rook.

– Nunca me ha pedido que haga nada.

– Puede que sepa que no tiene que pedírtelo.

Esperaba una reacción acalorada, pero Mackenzie no mordió el anzuelo.

– ¿Quieres decir porque yo anticipo sus deseos? Ése no es el caso. Sencillamente no lo es.

– De acuerdo.

– A ti no te cae bien.

Rook la miró. Odiaba dejarla sola, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Cuando Harris Mayer se la había señalado en el hotel la semana anterior, había confiado en que no le resultara difícil alejarse de ella. Pero se había equivocado y desde que le dejara el mensaje en el buzón de voz cancelando la cena, sólo había conseguido sentirse aún más atraído por ella.

Y sin embargo, sabía que no debía subestimar a esa mujer; ni confundir con vulnerabilidad la herida del costado ni su respuesta a él.

– Creo que la jueza Peacham te mira y ve a una niña de once años traumatizada y llena de culpa por el accidente de tu padre -repuso-. Y quizá a la intelectual que esperaba que llegarías a ser. ¿Aprobaba ella tu cambio de profesión?

– No lo aprobaba nadie. Beanie no está sola en eso.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué me hice marshal? -Mackenzie sonrió tan de repente que Rook sintió como un puñetazo en el estómago-. Porque no quería hacer la tesis.

– ¿Tus alumnos siempre se ríen de tus bromas?

– Siempre. Los agentes de la ley no tanto -ella se puso seria-. Quería capturar a los malos y ayudar a que la gente se sienta segura, eso es todo. Por eso presenté mi solicitud.

– Es una razón tan válida como la que más.

– ¿Por qué entraste tú en el FBI?

Él se encogió de hombros.

– Nunca se me ocurrió hacer ninguna otra cosa. Mac…

– No puedo hacer el amor con estos malditos puntos -repuso ella con rapidez-. Así que dame las buenas noches.

Rook no se movió.

– Mac, hacer el amor contigo no es un asunto inacabado que tenga que finalizar antes de seguir adelante. No soy tan villano -se acercó a ella-. Podemos ir un poco más lejos a pesar de los puntos. No te haré daño.

– ¿Qué? -dijo ella.

Pero le tomó la mano y retrocedió a la cocina, donde llevó la mano de él a su pecho y lo miró a los ojos.

– ¿Cómo pude pensar que podía alejarme de ti? -preguntó Rook.

Ella sonrió.

– No pienses en eso ahora.

Él le levantó la camisa, desabrochó el sujetador y pasó las yemas de los dedos por los pezones endurecidos y la piel suave entre los pechos. Sus sentidos estaban inundados por el olor de ella. Mackenzie le puso la mano en el pelo y gimió con suavidad mientras él la acariciaba, le sacaba la camiseta y el sujetador por la cabeza y los tiraba al suelo.

– Rook -susurró ella-. Andrew…

Él miró la curva de los pechos, el estómago plano y las caderas. La deseaba mucho.

– Mac.

Su voz sonaba estrangulada y la estrechó en sus brazos, evitando la herida. La piel de ella estaba fresca y cremosa bajo su contacto. Todo en ella lo excitaba, lo absorbía. Le besó el cuello y bajó más, inmerso en su aroma, en su sabor, mientras exploraba con la lengua y los dientes y le provocaba suaves gemidos de placer. La sintió vacilar levemente, pero los dos siguieron de pie.

La piel de ella se iba calentando. Le clavó los dedos en los hombros y soltó un gritito, un respingo de necesidad y frustración. Cuando él alzó la cabeza, ella tenía los labios entreabiertos y él la besó con fuerza en la boca, transmitiéndole lo excitado que estaba. Pero ella lo descubrió por sí sola al bajar una mano entre ellos y abrir la cremallera del pantalón. Deslizó la mano dentro. Él estaba duro y palpitante bajo su contacto.

Rook gimió en su boca.

– Mac… demonios.

Ella sonrió con osadía.

– ¿Quieres que pare?

Pero su cuerpo respondió por él y ella contuvo el aliento, sin sonreír ya, con la boca en la de él mientras le acariciaba el pene. Él luchó por tomar aire sin dejar de besarla, de acariciarle los pezones con los pulgares al mismo ritmo que usaba ella con él. Cuando ella apretó el paso, él bajó la mano por la piel suave de su espalda y la deslizó en el pantalón a lo largo de la curva de las nalgas.

Él forzó una pausa y la miró a los ojos, que eran ahora de un azul tormentoso, cargados de necesidad y deseo.

– No quiero hacerte daño.

– No me… -ella se movió contra su mano-. Créeme.

Los dedos de él alcanzaron su centro caliente y húmedo y la mano de ella se detuvo un instante en su pene. Rook no se detuvo sino que acarició y exploró mientras ella respondía moviéndose contra él al tiempo que acariciaba también su pene cada vez más deprisa.

– Mac, no puedo más… -él no podía respirar ni casi hablar.

– Pues no esperes, porque yo tampoco puedo más.

Se estremeció y soltó un grito. Aflojó la presión en el pene pero no lo soltó. Se puso rígida contra él y Rook pudo sentir la fuerza de voluntad con la que continuó masturbándolo. Un instante después él tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para no explotar.

Todavía no. Por el momento le bastaba con darle placer a ella.

Ya llegaría su hora.

Deslizó los dedos en el interior de ella, tan insistente y brutal como se había mostrado ella con él y la vio cerrar los ojos y entregarse a las sensaciones. Se agarró a sus hombros mientras su cuerpo se estremecía con el orgasmo. Empapada en sudor, se derrumbó sobre él y respiró con fuerza en su cuello.

Al fin se apartó, agotada y tan poco avergonzada como él.

Tomó la camiseta y el sujetador y le sonrió.

– Eres un bastardo, ¿sabes? Por hacerme ser la única que… -no terminó.

– ¿Te arrepientes?

Ella lo golpeó con la camiseta.

– Para nada.

– Los puntos…

– Intactos. No me has hecho daño, Andrew -se puso la camiseta sin molestarse con el sujetador y le sonrió-. No he sufrido nada.

Él la creía.

– He pensado mucho en este momento.

Ella enarcó las cejas.

– O sea, que cuando tomábamos café resguardados de la lluvia, tú pensabas…

– Entonces no.

– Mientes muy mal.

Él la besó con suavidad, de un modo romántico.

– Ahora tenemos un asunto inacabado -dijo.

Ella respiró hondo.

– Creo que tienes razón.


De camino a su casa, Rook conducía demasiado deprisa y estaba tan agitado que casi pasó de largo.

Su sobrino leía una revista de juegos y escuchaba su iPod en la mesa de la cocina. Rook se sentó enfrente de él.

– ¿Cómo puedes leer y oír música al mismo tiempo?

– ¿Qué?

– ¿Cómo…? -Rook suspiró-. Quítate los malditos auriculares y podrás oírme.

– Oh. Sí -Brian sonrió, se quitó los auriculares y pulsó el botón de pausa-. ¿Un mal día?

– Ha tenido sus momentos. ¿Y tú?

– Aguantando aquí. He puesto el lavavajillas y ordenado mi cuarto -señaló el microondas con la cabeza-. Estoy calentando sobras.

Rook decidió no presionarlo con sus planes de futuro. Ya se ocuparía de eso su padre.

– ¿Qué sobras?

– No sé. He metido cosas que he encontrado en el frigorífico. Hay bastante para dos, si quieres.

De pronto Rook captó la soledad e incertidumbre de su sobrino. Sus amigos del instituto estaban en la universidad o tenían empleos y él estaba en Arlington, comiendo sobras con su tío.

Y Rook tampoco se sintió muy bien con su propia vida. Se había dejado llevar por los sentimientos con Mac y no sabía qué puñetas sería lo siguiente. Estaba preocupado por ella, pero también por sí mismo, porque lo de esa noche probaba que carecía de autocontrol con ella. Al verla con Bernadette Peacham la semana anterior y divisar un conflicto potencial entre su vida profesional y personal, había creído que podía pisar el freno.

Pero no era cierto. Y estaba en caída libre.

Se levantó y sacó una jarra de té con hielo del frigorífico. Al menos estaba fresco. Si hubiera estado rancio, se habría sentido patético.

Cuando llenó dos vasos y volvió a la mesa, Brian había vuelto a ponerse los auriculares y a su revista.

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