Doce

Rook sacó una cafetera de aluminio de un armario de la cocina de Bernadette Peacham y la colocó sobre la cocina de gas. Necesitaba café y lo necesitaba ya. Había pasado una mala noche en un dormitorio pequeño de arriba en el que sólo cabían una cama doble y una cómoda. Estaba al lado del cuarto en el que había dormido Mackenzie. Había oído todos sus movimientos, sus gemidos suaves de dolor y a un somorgujo. El grito del pájaro lo había despertado cuando al fin había conseguido adormilarse y había tardado mucho tiempo en volver a dormirse.

Mackenzie bostezó sentada ante la mesa rectangular situada a lo largo de un ventanal a través del cual se veía el lago, donde el sol de la mañana empezaba a disipar la bruma.

Ella señaló la cafetera. Se había puesto pantalones cortos y sudadera, pero tenía aspecto de desear volver a la cama.

– Beanie tiene ese cacharro desde que puedo recordar.

– Debe de tener cien años.

– Cincuenta sí.

La cafetera era de las que se desmontan. Rook lo hizo y dejó las piezas en el mostrador viejo de fórmica. La luz del sol entraba por las ventanas. Era una hermosa mañana de verano, un buen día para remar en canoa o dar un largo paseo por un sendero del lago.

Echó agua y café en la cafetera, volvió a montarla y encendió la estufa de gas.

– ¿Cuánto tiempo tengo que dejar el café?

– Ocho minutos exactos, según Beanie. No queremos que hierva mucho o se estropeará -Mackenzie se levantó con rigidez y abrió el frigorífico-. ¿Alguna vez has estado en una pelea de cuchillos? -preguntó.

– No. De cuchillos no.

Ella lo miró.

– ¿Otra clase de peleas?

– Ninguna de la que no haya salido andando.

– Y apuesto a que no todas por trabajo -ella sacó una botella de leche del frigorífico y la dejó en la mesa-. No me gustan los cuchillos, pero al hombre de ayer sí le gustan. Le gusta tener que acercarse tanto a la víctima -volvió al frigorífico a por zumo de naranja-. Le gustó verme herida.

El café empezó a subir y Rook bajó un poco el fuego.

– Apuñaló a la senderista y salió huyendo. No se quedó para ver si estaba muerta o saborear el momento. Contigo no tuvo más remedio que huir.

– No sé. Yo estaba mareada después de haberle golpeado. Podía haber buscado el cuchillo o agarrado un martillo del cobertizo; no sé si habría podido pararlo.

– Habrías encontrado el modo y seguro que él se dio cuenta.

– No creo que yo diera tanto miedo.

Rook no se dejó engañar por su tono tranquilo. Ahora que estaba a salvo, empezaba a comprender la realidad de lo que había pasado.

– Quizá deberías hablar con alguien -sugirió.

– Quizá deberíamos encontrar a ese tipo.

– En eso estoy de acuerdo, pero tú estás herida. Por lo menos date hoy de descanso.

– Me va mejor cuando estoy ocupada.

Él no contestó. Ella sirvió zumo de naranja en un vaso pequeño y lo bebió de un trago. Él recordó cómo había mirado aquella noche lluviosa en Georgetown sus rizos cobrizos, sus ojos azules y sus pecas. Y su figura. Ella corría, levantaba pesas y hacía artes marciales. Tenía un nivel muy bueno de forma física, pero jamás tendría muchos músculos.

No había pensado ni por un segundo que pudiera ser marshal. Esa noche cálida de verano en la que conversaban mientras llovía fuera de la cafetería, sólo había pensado que la pelirroja había estado destinada a entrar en su vida. Y en cierto modo, lo seguía pensando.

– Tengo una cita con el médico esta tarde -ella parecía ya resignada-. ¿A que hora sale tu avión?

– Esta noche -él podía cambiar el vuelo, pero ella ya lo sabía-. Suponía que el viaje aquí sería tranquilo.

– Eres libre de dedicarte a tu trabajo.

Él miró el reloj que estaba encima de la cocina. Faltaban dos minutos para que el café estuviera hecho.

– ¿Quieres librarte de mí?

– No tiene sentido que pierdas más tiempo aquí, y si todavía quieres encontrar a Harris, bueno, está claro que no se esconde en casa de Beanie.

– ¿Y qué pasa con el hombre que te atacó?

– Si es un desequilibrado, quizá ya haya olvidado que me atacó -ella miró por la ventana-. No estoy tan débil como ayer. Si vuelve por aquí, puedo defenderme.

Cuando el café estuvo listo, Rook llenó dos tazas y le pasó una. Ella le dio las gracias y salió al porche, donde vaciló un momento antes de bajar hacia el muelle.

Rook consideró sus opciones. ¿Le dejaba espacio? ¿La seguía?

Hacía una mañana hermosa y ella necesitaba unos días de descanso para recuperarse. Pero no querría tomárselos. Querría meterse en el bosque y buscar al hombre que la había atacado.

Rook salió detrás de ella con la taza de café en la mano. No había dormido bien y necesitaba una ducha, además de media cafetera.

– Este café es horrible -murmuró cuando se reunió con Mackenzie en el extremo del muelle.

Ella sonrió.

– Es bastante malo.

– ¿Hay serpientes en el lago?

– Venenosas no -ella tomó un trago de café y miró el agua-. Rook, ¿yo formo parte de una investigación del FBI?

– Mac…

Ella volvió a mirarlo.

– Lo digo en serio. ¿Formo parte?

Él negó con la cabeza.

– No.

– ¿Y Bernadette?

Él tomó un sorbo de café y se preguntó cuánto tiempo llevaría allí la lata.

Mackenzie suspiró audiblemente.

– No contestas. Vale, bien, lo comprendo. Gracias por haberte quedado esta noche, pero ya puedes volver a Washington. Aquí no tienes nada que hacer.

– Tengo que ver a algunas personas antes de irme.

– ¿Colegas del FBI? -ella tiró los últimos restos de café al lago-. Quizá sólo tenías que haberlo dejado seis minutos. No me acuerdo bien.

Volvió al porche y cuando Rook regresó a la cocina, la encontró friendo huevos.

– Carine trajo comida suficiente para una semana. Si hay una cosa positiva en lo de ayer es que fuera yo la que estaba aquí y no ella y Harry.

– Puedo terminar yo de hacer el desayuno.

– Me toca a mí servirte -contestó ella.

Se lavó las manos en el fregadero y se las secó con un paño de cocina. Rook se colocó detrás de ella y le tomó la muñeca derecha, evitando su lado izquierdo herido.

– Mac, lo siento. Fui una sanguijuela.

Ella respiró hondo, lo cual le arrancó una mueca de dolor.

– Disculpas aceptadas -lo miró y sonrió con malicia-. Bastardo. ¿Dónde estabais Harris y tú el miércoles? Supongo que en el bar del hotel y que me viste con Bernadette, te diste cuenta de que éramos amigas y decidiste entonces que tenías que dejarme.

Rook le besó la cabeza.

– Vas a quemar los huevos.

– Te voy a quemar a ti -replicó ella-. ¿Fue eso lo que pasó? Si no hubiera ido a esa maldita fiesta, habríamos cenado juntos. Y probablemente no habría estado aquí ayer para que me atacaran.

– Estás especulando.

– ¿Y qué? Estoy tomando analgésicos, tengo derecho. Y tú no vas a confirmar ni negar que cancelaste la cena porque descubriste que Beanie y yo somos amigas -apartó los huevos-. ¿Por qué no cambias tu vuelo y te marchas antes?

– No me vas a dejar en paz, ¿verdad?

Ella sonrió.

Rook hizo tostadas para acompañar los huevos, que eran al menos tan malos como su café. No se marcharía antes de tiempo. Hablaría con los investigadores por si había alguna pista nueva sobre el apuñalador fugitivo. El día anterior había dicho que le avisaran si J. Harris Mayer aparecía por alguna parte; pero no había muchas probabilidades de eso y ellos tenían que analizar las pruebas. Harris no era su prioridad.

Rook no sabía si el juez desaparecido era prioritario para él. Pero Harris había dejado muchos cabos sueltos y su trabajo no era investigar los ataques del día anterior, era localizar a Harris.

Era hora de volver a Washington y montar una búsqueda del juez perdido.


Mackenzie ignoró la punzada de dolor en el costado y siguió cruzando los helechos hasta un sendero estrecho que debía haber seguido el día anterior su atacante. La policía ya había estado por allí con perros, pero quería hacerlo personalmente; no podía quedarse tranquila en el porche espantando a los mosquitos.

Rook, por supuesto, iba justo detrás de ella. Todavía no había salido para Washington. Y tampoco había explicado sus razones para estar en New Hampshire.

– Sabía que eras poco hablador ya antes de saber en qué trabajabas -dijo ella sin volverse a mirarlo-. Un tipo recto como una flecha. No alguien que viole las reglas.

– ¿Tú sí las violas, Mac?

– No llevo el tiempo suficiente en este trabajo para saberlo.

– Me refiero a tu personalidad.

Ella lo miró al fin. Si había un hombre más sexy en el planeta, ella no quería conocerlo. Pero si no le pisaba los talones Rook, lo haría Gus Winter. Le daría la lata sin cesar para que descansara… y él no era tan guapo.

– Soy creativa y resolutiva. ¿Te basta con eso?

Rook le sonrió.

– Parece el lema de una academia.

¿Por eso la había dejado? ¿Porque había oído que no era de las que siguen las reglas al pie de la letra? Pero ella no se había metido en líos en las seis semanas que llevaba en Washington. Nate. ¿Le habría sugerido él a Rook que quizá ella no era su tipo? ¿Tal vez su relación con Bernadette no era la razón de la ruptura?

¡Ojalá Rook hubiera sido sólo un hombre sexy con el que había salido unas cuantas veces y había decidido que no podía salir bien! Pero era algo peor. A ella le gustaba. Disfrutaba en su compañía.

Pero eso era ya agua pasada.

Lo que quería ahora eran respuestas. ¿Por qué estaba en New Hampshire, por qué buscaba a Harris Mayer y quién era el hombre que la había atacado el día anterior?

¿Atacaría a más personas porque ella no había podido detenerlo?

Mackenzie se abrió paso entre otro grupo de helechos que crecían a la sombra de los abedules y otros tipos de árboles que bordeaban el lago. Le dolía el costado, pero estaba mucho mejor que cuando había salido de la cama. El desayuno la había ayudado y no tenía intención de derrumbarse delante de un agente del FBI y mucho menos de uno con el que había estado a punto de acostarse.

El sendero se fue haciendo suave y húmedo a medida que llegaban a un arroyo que desembocaba en el lago. Se detuvo cuando Rook se colocó a su lado y señaló a través del arroyo cruzado por rocas.

– Hay un claro al otro lado de esa colina. He pensado que podemos echarle un vistazo.

– ¿Necesitas una mano para cruzar? -preguntó él.

– No.

Saltó el estrecho arroyo, pero una de las deportivas aterrizó en un montón de barro negro mezclado con plantas podridas. Normalmente habría saltado medio metro más sin problemas. Sacó el pie del barro, lo que le causó una punzada de dolor, y se echó hacia delante con las manos en las rodillas y los dientes apretados mientras reprimía un juramento y esperaba que remitiera el dolor.

– Ya está -se enderezó lentamente y sonrió a Rook, que había esquivado el barro sin problemas-. Los puntos siguen intactos. Me falta práctica saltando arroyos.

– Esta mañana no has tomado analgésicos, ¿verdad?

– Los de codeína no. He tomado un par de paracetamoles.

– No deberías estar aquí fuera. No es tu trabajo encontrar al hombre que te atacó.

– El tuyo tampoco.

Mackenzie siguió por un sendero de madreselva japonesa invasiva que Bernadette llevaba años combatiendo. Caminar le ayudaba a despejar la mente. El día anterior había mirado docenas de fotos de detenidos en la comisaría después de pasar por Urgencias. Había hecho docenas de búsquedas de su atacante en el ordenador utilizando distintos criterios. Con barba, sin barba. Con ojos azules, sin especificar el color de los ojos. En distintas zonas geográficas o sin concretar ninguna.

No era inteligente mirar muchas caras. Tenía que limitarse a las fotos que tuvieran posibilidades reales. No quería que las caras de la pantalla del ordenador empezaran a confundirse con la que tenía en mente del atacante real. Estaba entrenada para reconocer rasgos que pudieran introducirse en una base de datos o ayudar con un boceto, pero las narraciones de testigos, incluida la suya, eran poco fiables.

Aunque seguía estando segura de que había visto antes a ese hombre.

La noche anterior había encontrado una libreta y un bolígrafo en la mesilla de noche y había anotado todo lo que pudo recordar del ataque sin censurarse a sí misma. Todo lo que le acudía a la mente terminaba en el papel. Colores. Pensamientos. Olores. Sabores. Dónde había sentido la brisa. Qué le había parecido oír pavos salvajes en la espesura.

El momento exacto en el que se dio cuenta de que la había pinchado.

El momento en el que sintió la sangre. El dolor.

Escribió una descripción de la saliva en la barba de su atacante. Los toques de gris en su pelo moreno…

Sus ojos.

¿Se había dado cuenta él de que le resultaba familiar?

¿Sabía dónde se habían visto antes?

Mackenzie tenía buena memoria, pero nada de lo que hacía le ayudaba a situar al hombre que la había atacado con un cuchillo de asalto. Comprendía que los investigadores sospechaban que el atacante le había resultado familiar debido a algún mecanismo de defensa de vida o muerte.

En otras palabras, que su subconsciente había inventado ese reconocimiento.

Pero no era así.

Cuando Mackenzie llegó al claro, el lago brillaba entre los árboles, una vista que siempre había amado.

– Yo venía a acampar aquí.

Rook se situó a su lado.

– ¿Sola?

– A veces. No tenía miedo. No sé por qué, porque oía animales salvajes toda la noche -sonrió-. Claro que mis padres y Beanie no estaban muy lejos.

– ¿Siempre quisiste ser policía?

– Jamás. Eso llegó más tarde, cuando trabajaba en la tesis y me di cuenta de que anhelaba hacer algo diferente. ¿Y tú?

– Siempre.

– Si me echan de los marshals, puedo volver a la enseñanza -suspiró-. Aquí no hay nada. Probablemente ese hombre esté ya en Wyoming.

Se volvió. Cuando llegaron al arroyo, no intentó cruzarlo de un salto, sino que utilizó una roca en el medio y desde ella pasó a la orilla.

Gus y Carine los esperaban en el porche de Bernadette. Carine llevaba a Harry sobre la cadera. Rook se excusó y se metió en la casa.

– Sólo venimos a verte -dijo Gus-. No hay nada nuevo. Beanie llamó anoche. No quería molestarte. Dijo que uses la casa todo el tiempo que necesites.

– Se lo agradezco, pero volveré a trabajar en cuanto me deje el médico.

– ¿Rook se marcha?

– Tiene un vuelo esta noche. El mío no es hasta mañana.

– No podrás volar mañana -declaró Gus.

Carine sonrió.

– Vosotros dos habéis discutido desde que Mackenzie empezó a hablar. No podemos quedarnos, pero si necesitas algo, dímelo.

– Ahora mismo no, pero gracias.

Cuando se marcharon, Mackenzie se sentó en un sillón de mimbre del porche, cerró los ojos y olió el aire limpio, disfrutando de la baja humedad. Su vida podía haber sido así: una casa en un lago tranquilo, un trabajo que le permitiera pasar tiempo allí. Pero se había alejado de eso y ahora se preguntaba si el ataque del día anterior significaba que su nueva vida se había cruzado de algún modo con la vieja.

Pero no pudo pensar mucho rato en eso, pues se adormiló enseguida.

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