Bernadette Peacham odiaba que su marido la hubiera sorprendido cenando lasaña congelada. Ni siquiera se había molestado en colocarla en un plato o en hacer una ensalada, simplemente había metido el envase en el microondas, apartado el plástico que lo cubría y acababa de empezar a comérsela, cuando entró Cal en la cocina tan atractivo como siempre.
Y era su cocina, no la de él. A pesar del divorcio, había conseguido conservar tanto su casa de Washington, en la Avenida Massachusetts, como la casa del lago en New Hampshire. Su primer matrimonio le había enseñado a proteger sus intereses económicos, aunque no a mejorar su gusto sobre los hombres.
– Acabo de saber lo de Mackenzie -dijo Cal-. Ha pasado un agente del FBI por mi despacho y he venido directamente. ¿Has hablado con alguien?
– El FBI acaba de irse.
Él parecía muy afectado.
– Bernadette, gracias a Dios que no has ido al lago el fin de semana. La policía dice que el hombre que ha atacado a Mackenzie puede haber acampado en tu propiedad.
Ella tiró el recipiente de lasaña a la basura.
– Yo no le he dado permiso -repuso.
– ¿Sabes quién ha sido?
– No.
Cal pasó un dedo por la mesa redonda pintada de blanco, una costumbre que tenía cuando estaba estresado e intentaba no mostrarlo. Había perdido los cinco kilos que había ganado en los seis últimos meses de su matrimonio y tenía buen aspecto. El pelo era más bien escaso en la parte superior y el poco que quedaba estaba ya gris sin rastros del tono rubio oscuro que tenía antes. Bernadette lo había conocido tres años atrás y había tenido la sensación de que llevara toda su vida esperándolo, pero ahora apenas podía soportar verlo.
Y estaba segura de que la sensación era mutua.
Él se disponía a mudarse a un dúplex que había comprado en un edificio caro del Potomac y ella le había permitido quedarse hasta entonces en una suite de invitados de la casa que habían compartido antes. Era un abogado de éxito que no necesitaba nada de ella, pero jamás lo vería así. Bernadette sabía que Cal era un hombre que siempre querría más y más.
No siempre había sido así. Cuando se conocieron, él hablaba de vivir siempre en el lago. De pescar, remar, cultivar un huerto. Pero su matrimonio le había abierto algunas puertas y Bernadette había visto cómo aumentaban sus ingresos, su nivel de estrés, su tolerancia al riesgo y su amor por la aventura. El lago había perdido su atractivo para él. Ahora le parecía un desperdicio cuando ella podía vender parcelas, ganar una fortuna, derruir la casa y construir una urbanización. Tenía muchos planes para lo que podía hacer ella con la propiedad que llevaba generaciones en su familia.
Bernadette sencillamente no había visto el cambio en él hasta que había sido tarde y su matrimonio ya no tenía arreglo.
– Tú y tus cachorros de tres patas -dijo él.
– Ya te he dicho que yo no le he dejado…
– Me refiero a Mackenzie.
Bernadette dio un respingo, sorprendida.
– No puedo creer que digas eso. Te has convertido en un bastardo. Mackenzie ha estado a punto de morir hoy. Por lo menos espera a que se cure antes de empezar a despreciarla.
– No la desprecio, sólo digo la verdad. ¿Dónde estaría ahora sin ti?
– Imagino que haría lo mismo que hace.
– No, no es cierto. Tú sabes lo que hiciste por ella.
– ¿Qué hice? Contraté a su padre para que me construyera un cobertizo y por poco se mata. Eso fue lo que hice.
Cal hizo una mueca.
– Fue un accidente, tú no tuviste la culpa. Se descuidó, estaba preocupado por su salvaje hija…
– ¡Por el amor de Dios, Cal! Mackenzie tenía once años. No era salvaje. Se volvió un poco salvaje más tarde, pero… Por favor, no quiero hablar de esto. Sé que no te gusta que haya ayudado a gente, pero es parte de lo que soy. Yo no pienso en ello ni busco nada a cambio, así que olvídalo.
– Yo no soy tan bueno como tú -la voz de él era condescendiente-. Nunca ha sido fácil vivir a tu sombra.
Bernadette suspiró.
– No me culpes a mí de tus inseguridades -comentó con cansancio.
– Nunca te he pedido que seas menos buena de lo que eres -dijo Cal-. Pero me cansé de que me recordaran todos los días que no estaba a la altura, si no tú, tus amigos o tus colegas. Mis propios clientes.
Bernadette reprimió su impaciencia. Estaban divorciados, no tenía que agotarse intentando animarlo.
– Vamos a dejar a un lado tus problemas. ¿Qué quieres? ¿Esperas beneficiarte de algún modo de lo que ha pasado hoy en New Hampshire?
– Eso no es justo.
Ella suspiró.
– No, no lo es.
– ¿Eres feliz como jueza federal? -preguntó Cal.
– ¿Qué tiene que ver eso?
– Contesta a la pregunta.
– Ya no pienso en la felicidad. No estoy segura de saber lo que es. ¿Una buena comida? ¿Un atardecer bonito? ¿Los pocos momentos en los que la vida es hermosa? Ni siquiera creo que la felicidad importe en nuestra vida. No es lo que busco.
Él apartó la vista.
– Soy un hombre decente, Bernadette. No soy perfecto. Espero que lo recuerdes.
– Nunca he pedido ni querido perfección, Cal.
– Tal vez no. Me alegro de que no le haya ocurrido nada peor a Mackenzie. Sé cómo la aprecias. Siento haberme mostrado insensible. Ha hecho muchas cosas con su vida y se culpa por lo de su padre, ¿sabes? Aunque haya pasado mucho tiempo, todavía se culpa.
Bernadette asintió.
– Lo sé.
– También se culpará por no haber atrapado hoy a ese hombre. Por lo menos no le ha pasado nada irremediable -se acercó a Bernadette y le tocó el pelo-. Estás agotada -apartó la mano-. Pasamos buenos tiempos juntos, Beanie.
– Desde luego.
– ¿Piensas volver a salir con hombres cuando me vaya de aquí? Sé que no es asunto mío, pero deberías. Eres una mujer atractiva y tienes mucho que ofrecerle a un hombre.
Ella sonrió con frialdad.
– ¿Y qué tiene que ofrecerme ese hombre a mí? Me gusta mi vida en este momento. No seas paternalista, no me sugieras que necesito un hombre para ser feliz.
– Dios no permita que nadie te sugiera nada. Quizá si me hubieras necesitado un poco más… -él se interrumpió sin terminar la frase-. No importa. Atraparán al atacante de Mackenzie. Y debo decir en su favor que ella es indestructible.
Retrocedió al pasillo y un momento después, Bernadette le oyó subir las escaleras. Ella se sentó en la mesa de la cocina imaginándose a Mackenzie luchando con su atacante. Pensó en veinte años atrás, en la niña de once años, enfadada, llena de culpa, descuidada y aterrorizada. La recuperación de su padre había sido larga, dolorosa e incierta, agotándolos a todos. Todavía tenía cicatrices terribles de sus heridas.
Y la pobrecita Mackenzie lo había encontrado casi muerto con todo el cobertizo manchado por su sangre.
Mackenzie Stewart era entonces una niña apasionada, llena de humor pero traumatizada por el accidente de su padre. Bernadette no se había considerado capaz de ayudarla. Era una adicta al trabajo con un divorcio a sus espaldas y cero interés por los niños.
No era ni mucho menos tan buena como creía Cal.
Hubo una llamada a la puerta lateral. Todo el mundo la instaba a mejorar su seguridad, tanto allí como en New Hampshire, pero no lo había hecho. Se levantó con la cadera doliéndole de fatiga y de pasar años sentada en el juzgado.
En los escalones vio a Nate Winter y pensó que cada día se parecía más a Gus, su tío, que ella sabía que cuidaría de Mackenzie como había cuidado de sus sobrinos huérfanos más de treinta años atrás.
Nate también lo haría. Era uno de los agentes federales más respetados de Washington y no era ningún secreto que se sentía responsable por la decisión de Mackenzie de entrar en los marshals.
Bernadette abrió la puerta.
– Nate, me alegro de verte.
El llevaba un traje oscuro y debía ir directamente desde el trabajo. La vida le sonreía en ese momento, con una esposa, una casa nueva y un bebé en camino. Pero Bernadette veía la tensión alrededor de la boca, única señal de alguna emoción.
Entró en la cocina.
– Tenemos que hablar.