Mackenzie, que sólo tenía encendida la lámpara del escritorio en su sala de estar, miraba los ojos del hombre en el dibujo de la policía. No podía dormir. No dejaba de pensar en Rook.
Decidió que se arrepentía de lo ocurrido. No por ella, ella estaba bien, aunque todavía le palpitara el cuerpo por los efectos del encuentro físico con él.
Su arrepentimiento, su miedo, era por él. Resultaba evidente que se hallaba en plena investigación de algo que envolvía a personas que ella conocía. Era ambicioso y bueno en su trabajo.
Mackenzie suspiró con frustración.
– Rook sabe lo que hace -dijo en voz alta.
Eso era algo que no debía olvidar.
Volvió su atención al dibujo. El boceto no transmitía lo extraño de los ojos de su atacante.
Intentó entender por qué se concentraba en ellos. ¿Eran la clave de por qué él le resultaba familiar?
¿Por qué la había atacado a ella y no a Carine? ¿Era porque sabía que Carine no lo reconocería? Pero no había parecido preocuparle que ella lo hiciera. Se había burlado, la había llamado por su nombre.
¿Por qué?
Sonó el teléfono fijo de la casa. Como sólo pensaba estar allí temporalmente, Mackenzie no se había molestado en cambiar la línea a su nombre y usaba el móvil para las llamadas personales. Levantó el auricular.
– Hoy no tienes sueño, ¿eh?
Era una voz de hombre, ronca e irreconocible.
– ¿Quién habla?
Colgaron.
¿Sabía ese hombre que estaba levantada o había marcado su número al azar? Recordó la llamada del número equivocado que había recibido en la casa del lago de Bernadette durante el fin de semana. Otra coincidencia que no le gustaba.
Tomó la pistola y salió al porche. ¿El que había llamado la estaba vigilando? El aire olía a lluvia y hierba mojada y las nubes creaban una noche oscura. Bajó los escalones, resbaladizos por la lluvia, y salió al camino de la entrada atenta al ruido de un coche o de un hombre escondido en los arbustos. Esa noche no pensaría en ardillas ni en pavos salvajes.
Fue hasta el final del camino de entrada. La luz de las farolas creaba sombras tétricas y las casas cercanas tenían encendidas luces en la sala de estar. Los únicos coches visibles estaban aparcados delante de las casas.
¿La observaba ese hombre desde un coche oculto y a oscuras?
Volvió a la casa y, cuando se sentó en la mesa de la cocina, tenía las zapatillas empapadas. Se las quitó, sacó el móvil y marcó el número de Nate.
– ¿Sarah y tú recibíais llamadas raras aquí? -preguntó cuando contestó él.
– No. ¿Qué sucede?
Ella le habló de la llamada. Cuando terminó, decidió que no quería parecer paranoica y añadió:
– Puede haber sido cualquiera. No pretendo insinuar que fuera el hombre que me atacó.
Nate guardó silencio un momento.
– ¿Quieres que vaya?
– ¿Para qué? Aquí no hay nada que hacer ahora. No me ha llamado por mi nombre de pila. En otro momento ni siquiera me habría resultado raro.
– Mackenzie…
– Estoy bien. Perdona la molestia.
– Cuando quieras -contestó él con suavidad-. Ya lo sabes. Pero has tenido una semana difícil. Tienes que darte tiempo…
– Sólo quiero recordar dónde he visto al hombre que me atacó. Tenemos que encontrarlo antes de que repita sus ataques. Porque lo hará, Nate. Sé que lo hará.
– Si lo hace, no será culpa tuya. Será sólo suya.
– Yo lo tenía. Lo tenía y se me escapó.
– Entonces no lo tenías, ¿verdad?
Mackenzie suspiró.
– No, supongo que no.
– No tengas miedo de pedir ayuda. No estás sola en esto. ¿Entendido?
– Sí, entendido -pero sabía, como sabía Nate, que dar la voz de alarma por una llamada tan dudosa como la que acababa de recibir, no inspiraría confianza en ella-. Saluda a Sarah de mi parte. ¿Se encuentra bien?
– Mañana irá allí a revisar unas cosas.
– ¿Sola?
Nate no contestó de inmediato.
– No -dijo al fin-. No irá sola.
Cuando Mackenzie colgó el teléfono, se dio cuenta de que tenía los pies fríos, cosa sorprendente teniendo en cuenta el calor implacable. Fue al dormitorio preguntándose si su reacción a la llamada había sido exagerada. En ese momento estaba estudiando el dibujo del atacante y eso la habría influido.
Se metió en la cama e imaginó un instante a Rook con ella. Haber estado a punto de hacer el amor con él no la había ayudado a centrarse precisamente. ¿Qué debía pensar de su relación?
Suspiró.
– Nada. Eso es lo que debes pensar de la relación.
Porque otra cosa la distraería a ella, lo distraería a él y se arriesgaría a otro plante por teléfono. Había demasiadas cosas en el aire. Esa noche se habían dejado llevar por las hormonas y emociones, pero había llegado el momento de ser sensatos. Ella tenía que concentrarse en su trabajo y en curarse. Y en ayudar a los investigadores todo lo que pudiera para encontrar al acuchillador de New Hampshire. Sin cruzar demasiadas líneas en el proceso. Aunque presentarse en casa de Harris cuando el FBI la estaba registrando no había sido cruzar una línea. Ella no sabía que había un registro en marcha, ¿verdad? Cal Benton había ido a su casa a preguntar por Harris y Rook había ido a New Hampshire a buscarlo.
Estaba más que justificado que se hubiera pasado por su casa después del trabajo.
En cuanto a Rook… trabajaba en una investigación. Era un agente de la ley concienzudo y centrado. Si creía que ella poseía información que él tenía derecho a saber, la interrogaría sin piedad.
Cal.
Pero el fin de semana ilícito de Cal era un asunto personal sin relación con la investigación de Rook.
Aun así, quizá debería reconsiderar su decisión de guardarle el secreto a Cal. ¿A quién protegía con su silencio? De haber sido una investigación suya, habría querido saber todos los detalles de las personas implicadas y decidir por sí misma cuáles eran importantes y cuáles no.
Y probablemente Rook también querría.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, Mackenzie llamó a Gerald Mooney, el policía estatal que era su contacto en New Hampshire.
– Ha venido a vernos un granjero de agricultura orgánica -le dijo él-. Cree que recogió a nuestro hombre en autostop.
– ¿Dónde?
– Lo siento, no puedo darte detalles hasta que tengamos más información.
O sea, hasta que hubieran investigado al granjero y comprobado dónde había recogido y dejado la autopista y seguido cualquier sendero que hubiera podido tomar éste. En otras palabras, no le dirían nada más hasta que estuvieran seguros de que eso no comprometería la investigación. Sobre todo, Mooney no quería decir nada que pudiera acabar alertando al atacante y provocando que atacara a alguien más.
Pero ella era la «víctima» y no le gustaba.
– ¿Se ha hecho pública la noticia del granjero? -preguntó.
– En parte. Digamos que es una pista interesante. No tiene televisión y no vio el dibujo hasta que no fue al pueblo a comprar suministros y lo vio en un tablón del boletín de la comunidad.
– ¿Y qué tal está la otra víctima?
– Ha salido del hospital. Le espera una larga recuperación. ¿Y tú?
– Me quitan los puntos mañana. Estaré dando volteretas antes de que te des cuenta.
– Te tendré informada -dijo Mooney.
Un granjero de agricultura orgánica y un autopista que respondía a la descripción de su atacante. Mackenzie consideró inventar una excusa para volar a New Hampshire, pero cuando llegó a su mesa, su jefe, un hombre robusto cincuentón, dejó un montón de carpetas sobre su mesa.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella.
– Tú tienes un doctorado, Stewart. Repasa las carpetas a ver lo que sacas en claro. Reunión a la una.
– No lo tengo.
– ¿Qué?
– No tengo el doctorado. Me hice marshal para no tener que escribir la tesis.
Él la miró de hito en hito.
– La reunión es aquí. Que disfrutes de la lectura -dio dos pasos, se detuvo y se volvió hacia ella-. La próxima vez que tengas una llamada de teléfono rara, me llamas a mí, no a Nate Winter.
Ah, conque era eso.
– Entendido, jefe.
Pero él no había terminado.
– Y si sientes ganas de visitar a un viejo amigo con el que quiere hablar el FBI, te aguantas.
– Harris Mayer no es un amigo…
– En esta oficina trabajamos con el FBI, no contra ellos.
Mackenzie iba a hablar, pero lo pensó mejor y decidió tener la boca cerrada.
El jefe se ablandó un tanto.
– Si no creyera que eres lista, te habría dado más tiempo para repasar esas carpetas.
– Gracias, jefe. ¿Ha oído lo del granjero orgánico y el autostopista?
– ¿Eso es un chiste?
Ella pensó que quizá su jefe le daría cincuenta carpetas más si le hablaba de su contacto con el inspector de New Hampshire. Pero ella no había hecho nada malo ni Mooney tampoco.
Delvecchio la miraba, esperando al parecer una respuesta, o quizá un chiste gracioso. Ella le contó lo que le había dicho Mooney.
– Avanza la investigación -dijo él-. Es una buena noticia.
– Ese hombre tiene agallas si se jugó la libertad al hecho de que lo recogieran haciendo autostop.
– ¿Crees que fue eso lo que hizo?
Ella pensó un momento. Negó con la cabeza.
– Tenía planes alternativos. Podía secuestrar o robar un coche y probablemente tendría otro cuchillo escondido cerca -hizo una pausa, pero Delvecchio no comentó nada-. Lo cual no le hace parecer un lunático que ataca al azar.
El jefe la miró con cierta satisfacción.
– Lo encontraremos -señaló el montón de carpetas-. Tú léete eso.
– No tardaré hasta la una -dijo ella-. Cuando preparaba exámenes tuve que leer cuatrocientos libros en cinco meses.
Delvecchio no respondió al intento de humor de ella, aunque lo que había dicho era cierto. Por un segundo, creyó que había ido demasiado lejos, pero él suspiró.
– ¿Lo ves? Lista. Es lo que dicen todos de ti, Stewart. Eres lista. Si consigues orientar bien la cabeza, dentro de diez años estarás dirigiendo todo esto.
– Mi cabeza…
Pero él se alejó y Mackenzie abrió la primera carpeta. Era de un caso viejo de un fugitivo. Todas eran sobre casos viejos de fugitivos.
¿Por qué pensaba Delvecchio que su cabeza no estaba bien orientada?
Suspiró.
Había salido con un agente del FBI ambicioso y bien considerado que le había hecho violar su norma de no salir con agentes de la ley y que además investigaba a una jueza federal que era amiga suya. Aunque Bernadette no fuera sospechosa de nada, a Delvecchio no le gustaría tener a una de sus agentes mezclada en una investigación del FBI.
Y se había visto envuelta en una pelea con cuchillo vestida con un bikini rosa. Había bloqueado un ataque con una toalla de playa.
Reconocía al atacante, pero no podía decir de qué.
Y, para colmo, había recibido una llamada rara en plena noche y no había llamado a Delvecchio.
Demasiadas faltas en su contra. Había llegado el momento de remediarlo. Lo mejor que podía hacer ahora era ir a la reunión de la una preparada y sabiéndose todas las malditas carpetas que le había dado a leer.
La reunión duró una hora, pero se prolongó con otra que duró dos horas. Cuando Mackenzie volvió a su mesa, le daba vueltas la cabeza. Pero era un buen trabajo, el comienzo de una fuerza conjunta para detener fugitivos que llevaban demasiado tiempo sueltos.
– Buen trabajo -le dijo un agente más mayor cuando pasó al lado de su mesa.
No le dio ocasión de darle las gracias. Pero ella no quería hacerse una reputación por investigación y análisis… quería hacer trabajo de campo.
Iría a práctica de tiro. Al día siguiente le iban a quitar los puntos y le sentaría bien disparar varias rondas.
Pero como todos sus planes del día, aquél se evaporó cuando apareció Juliet Longstreet. Juliet, que acababa de regresar de un entrenamiento especializado, era alta, rubia y muy en forma, una marshal de Vermont, que tenía experiencia con un caso que había afectado a su vida personal.
Además, había trabajado un tiempo con Nate en Nueva York.
– Ethan y yo queremos llevarte a buscar casa esta noche -Ethan Brooker era un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales y ahora consejero de la Casa Blanca; Juliet y él estaban prometidos y se casarían en el otoño-. Comeremos algo por el camino.
– ¿Yo no tengo opción? -preguntó Mackenzie.
Juliet sonrió.
– No.
– Entonces estaré encantada.
– Me alegro. Nos vemos aquí dentro de una hora.
Mackenzie se dio cuenta de que ni siquiera tendría ocasión de ir a casa a cambiarse de zapatos. Veía la mano de Nate en todo aquello.
O quizá Juliet y Ethan sólo querían mostrarse amables con una agente nueva que acababa de sobrevivir a una puñalada.
Probablemente no.
Pero antes o después tendría que encontrar un lugar donde vivir. Arreglarían las filtraciones y la casa acabaría abriéndose al público.
Y si las filtraciones eran obra de los fantasmas que residían allí, Mackenzie no quería estar en la casa cuando planearan otra cosa.
– Estaré preparada -dijo a su nueva amiga.
Juliet asintió, obviamente satisfecha.
– ¿Tienes bastante para estar ocupada la próxima hora?
– Desde luego. Si se me ocurre mostrar algo de aburrimiento, llegará alguien y me dará un montón de carpetas.
– Estás aprendiendo -sonrió Juliet-. Nos vemos luego.