Cinco

Mackenzie dejó una linterna nueva y un paquete de pilas en el mostrador de madera de Smitty, una tienda de Cold Ridge. Su dueño, Gus Winter, nunca había tenido mucha paciencia con ella, pero la joven le sonrió.

– No quiero correr riesgos si nos quedamos sin luz en el lago.

Gus miró la etiqueta del precio de la linterna. Era un hombre alto y delgado de cincuenta y muchos años, ampliamente respetado por su conocimiento de las Montañas Blancas y por el coraje que había demostrado primero como soldado en Vietnam y luego criando a sus sobrinos cuando los padres de éstos habían muerto en Cold Ridge, cuya cima colgaba sobre la ciudad y le daba su nombre.

Sacó una estilográfica de su funda.

– ¿Beanie no tiene linternas?

– De 1952.

– Siempre ha sido agarrada -él tomó una libreta y anotó los precios de las compras-. Carine y tú tendréis buen tiempo el fin de semana. Beanie vendrá a finales de la semana y se quedará hasta el Día del Trabajo, como siempre -gruñó-. Al menos este año no traerá a ese marido avaricioso con ella.

Mackenzie sonrió.

– Me parece que no eres neutral con Cal.

– Lo que yo piense no importa. Importa lo que piense Beanie -él levantó la vista de la libreta-. ¿No necesitas nada más? Puedes pagarme más tarde.

Parecía más gruñón que de costumbre y Mackenzie lo miró con el ceño fruncido.

– ¿Sucede algo?

– No pretendía ser grosero -arrancó su copia del recibo de compra y metió la de ella en la bolsa con las pilas y la linterna-. Ha desaparecido una senderista en las colinas encima del lago.

– ¿Hay equipos de búsqueda…?

– Voy a reunirme con el mío en cuanto termine de despacharte -Gus era experto en rescate de montaña y conocía mejor que nadie las cumbres que rodeaban Cold Ridge-. Con suerte, la mujer habrá vuelto antes de que salgamos. Es veinteañera y está en buena forma. Sus amigos dicen que han pasado la noche en un refugio pero que ella se ha marchado sola esta mañana temprano. No pueden localizarla por el móvil ni encontrar su rastro.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Él negó con la cabeza.

– De momento no. Carine ha ido ya a casa de Beanie. Quizá la mujer haya conseguido bajar hasta el lago, no sabemos. Espera que recoja mis cosas y te llevaré allí.

El plan original era que Mackenzie se reuniera con Carine, una fotógrafa de la naturaleza, en su estudio y se quedaran allí hasta que Gus terminara de trabajar y pudiera hacerse cargo del niño. Luego ellas se irían al lago. Pero a Mackenzie no le importaba ir temprano. Esperó a Gus fuera, donde el sol brillante de la tarde caía con fuerza sobre el pueblo de Cold Ridge, situado en un valle en forma de tazón entre las Montañas Blancas.

Comparado con Washington, el clima era cálido y agradable, pero para Nueva Inglaterra, era una tarde de calor. Mackenzie se sentía rara sin coche, pero había ido en avión hasta Manchester y otro marshal del distrito la había llevado hasta allí desde el aeropuerto.

Gus se reunió con ella. Subieron a la camioneta y se adentraron en la pista de tierra que llevaba a la casa de Bernadette Peacham, construida cerca del agua entre pinos, robles y arces. Enfrente del lago, Mackenzie podía ver la casa de sus padres. Hablaba con ellos una vez a la semana en su casita de Irlanda y había visto varias veces a la pareja irlandesa con la que hacían intercambio. No sabía si Bernadette los había visto o si ellos habían visto a Cal y a su joven novia morena. Había pocas casas en el lago. Bernadette era propietaria de la mayor parte del terreno y no tenía planes para construirlo.

– ¿Necesitas una mano? -preguntó Gus cuando paró el coche.

– No, gracias. Voy ligera de equipaje.

– Te echamos de menos por aquí -él sonrió un instante-, agente.

Ella se sonrió. Gus Winter encabezaba la lista de todas las personas que no habían creído que podría superar el entrenamiento para ser agente federal.

– Nunca te acostumbrarás a llamarme así, ¿verdad?

Él se echó a reír.

– Claro que sí. Mientras tú seas feliz…

– Lo soy -ella tomó su mochila de detrás de su asiento-. Buena suerte con esa mujer perdida. ¿Quieres hablar con Carine?

– No. Si se hubiera tropezado con ella, habría llamado. Creo que volveré a tiempo de recoger al niño. Vosotras dos pasadlo bien -examinó un momento a Mackenzie-. Pareces estresada. Cuando eras profesora de universidad, nunca parecías estresada.

– Sí lo parecía. Pero tú no te fijabas.

– Quizá porque no llevabas pistola.

Gus se marchó en cuanto ella salió de la camioneta. Mackenzie siguió el camino de piedra hasta la parte frontal de la casa. Las contraventanas de madera de cedro necesitaban una mano de pintura. Y las persianas estaban tan rotas que seguramente habría que cambiarlas enteras. Como con casi todo lo demás en el caso de Bernadette, el problema no era el dinero. Tenía fondos de sobra para todo lo que quisiera. Lo que le faltaba era tiempo, inclinación y una tendencia a comprometerse.

El lago brillaba a la luz del sol de la tarde y Mackenzie agradeció el aire fresco y las vistas y sonidos familiares. Se dirigió al porche, donde había una mesa de madera que sabía que Bernadette tenía intención de pintar, en el mismo estado en que la había comprado en un rastrillo dos años atrás. La jueza decía a menudo que su vida estaba tan llena de urgencias que agradecía tener un proyecto sin una fecha de entrega. A la mesa le tocaría cuando le tocara.

La puerta de la cocina estaba abierta. Mackenzie encontró una nota de Carine donde le decía que se iba a dar un paseo con Harry, su hijo de ocho meses.

Lo que implicaba que, como había predicho Gus, buscaba alguna señal de la mujer desaparecida.

Carine había dejado bolsas de papel llenas de comestibles en la mesa, suficientes para alimentar a dos mujeres una semana. Mackenzie abrió un paquete de malvaviscos y se metió uno en la boca de camino al armario de la ropa blanca situado en el pasillo. En su prisa por salir de Washington, no había metido traje de baño pero en el armario, lleno hasta arriba de toallas, sábanas y mantas, encontró un bikini color rosa fuerte y una toalla de playa con dibujos de delfines rosas contra un fondo turquesa, de sus días de antes de ser agente de la ley.

Entró en el baño que, como el resto de la casa, había cambiado poco con los años. Bernadette arreglaba las cosas del lago a medida que iba siendo necesario. No reformaba.

Después de ponerse el bañador, Mackenzie guardó su pistola Browning de nueve milímetros en una pequeña caja fuerte en la despensa y volvió al porche para dirigirse al agua. Pasó el cobertizo que había construido su padre para Bernadette, donde había tenido un accidente que casi lo mata, y salió al muelle de madera.

Se lanzó al agua sin vacilar y salió a la superficie casi inmediatamente; miró las nubes con ojos entrecerrados e intentó centrarse en lo que la rodeaba, en la sensación de la brisa en su cara y su pelo húmedos.

No debía pensar en Washington ni mucho menos en Rook.

En unos momentos se adaptó al agua fría y se colocó de espaldas. Ahora sólo veía el cielo casi sin nubes y pensó en la época en que el lago había sido su refugio y su inteligente y excéntrica vecina su salvación en los meses frenéticos de la recuperación larga e incierta de su padre, cuando él no podía volver al trabajo de carpintería que conocía y amaba. Mackenzie se enteraría más tarde de que entonces habían andado justos de dinero. Su madre, que antes trabajaba media jornada como profesora auxiliar, acabó trabajando jornada completa y dedicando toda su energía a llevar comida a la casa y a ayudar a recuperarse a su esposo.

Mackenzie había dicho entonces a sus padres que no se preocuparan por ella, que estaba bien. Siempre le había gustado merodear por el bosque y capturar ranas en la orilla del lago. Cuando su padre empezó a necesitar tanto a su madre, pensó que su propensión a deambular sola podía ser al fin una ayuda en lugar de un motivo de preocupación y llegó a disfrutar mucho de los momentos que pasaba a solas en el bosque.

Al final, sin embargo, había acabado por decidirse a hacer autostop hasta el pueblo y Nate Winter, entonces adolescente, la había recogido y llevado a la tienda de su tío, donde ella enseguida robó una navaja de bolsillo y dos cajas de cerillas.

Casi veinte años después, no conseguía recordar el impulso que la había llevado a hacerlo, pero sí la vergüenza profunda y la rabia, principalmente contra sí misma, cuando la pilló Gus.

Y el sermón de Bernadette. Eso sí lo recordaba. La jueza le explicó que la ley no era cuestión de ver lo que podías conseguir. Los semáforos en rojo no había que obedecerlos sólo cuando había un coche patrulla a la vista. Existían para el bienestar y la seguridad de todos.

Nunca le había hablado de sus padres ni de lo preocupados y abrumados que estaban. Pensándolo ahora, Mackenzie comprendía que ésa había sido la razón de que Gus la llevara con Bernadette y no con ellos.

Su vecina, brusca y directa, le había ofrecido que utilizara su biblioteca. Podía llevarse libros a casa o podía sentarse a leer en el porche o en el muelle. Cuando estaba en Washington, le permitía entrar en la casa a buscar libros.

Mientras nadaba ahora en el lago, Mackenzie iba notando cómo la abandonaba la tensión de los dos últimos días.

Salió del agua y se estremeció cuando la brisa rozó su piel húmeda. Agarró la toalla y se secó rápidamente los brazos.

La puerta del cobertizo que había a la derecha del muelle estaba abierta. Bernadette a menudo no se molestaba en echar el candado. Allí no había nada muy importante… canoas, kayaks, chalecos salvavidas, el cortacésped y herramientas de jardinería.

Aun así, no era el lugar favorito de Mackenzie.

La puerta ancha crujió con un golpe de viento.

Se echó la toalla sobre los hombros y salió del muelle a un camino de grava y piedras que iba desde la casa.

Oyó ruido en los arbustos entre el cobertizo y la orilla del lago y se detuvo a asomarse al montón de pinos, helechos espesos y zarzamoras tan llenas de pinchos que nada podía atravesarlas.

¿Pavos salvajes? ¿Una ardilla?

Detrás del cobertizo había un bosque entrecruzado de senderos que llevaban a sus lugares favoritos, conectados por caminos que acababan alejándose serpenteantes por las montañas.

Mackenzie escuchó unos segundos, pero como no oyó nada más, se acercó a la puerta del cobertizo.

Un sonido gutural, un gruñido, surgió de los matorrales. Se volvió con rapidez justo cuando algo saltó de entre los arbustos y se lanzó sobre ella.

Un hombre de pelo oscuro y barba.

Mackenzie saltó hacia atrás, pero él se arrojó sobre ella blandiendo un cuchillo.

Reaccionó al instante. La adrenalina inundó sus sentidos y enrolló la tolla de playa en el brazo para parar la segunda cuchillada. Agarró rápidamente la muñeca de él, con el cuchillo apuntando al suelo, al tiempo que le hacía una llave en el codo con la otra mano. Tiró con fuerza de la muñeca para alejarla de sí.

Él gimió de dolor, pero no soltó el cuchillo.

Ella le dio una patada fuerte en la parte interna de la rodilla.

Él soltó el cuchillo y cayó al suelo gritando de dolor.

Mackenzie dio una patada al cuchillo y lo lanzó entre los matorrales. Su atacante olía a sudor rancio y su barba estaba descuidada. Llevaba el pelo salvaje y sucio, entreverado de gris. Iba ataviado con botas de montaña, pantalón caqui y una camiseta marrón manchada de sudor.

Unos ojos pálidos la observaban.

Ella había visto antes esos ojos.

Sintió algo caliente rezumando por su costado izquierdo, pero no se permitió mirar.

– Estás sangrando -le dijo él sonriente-. Te he pinchado.

No mentía. Ella sentía ahora el dolor superar la adrenalina que la había protegido en los primeros segundos de la herida. Pero ésta no podía ser profunda. Su contraataque le había impedido apuñalarla en el riñón y matarla allí mismo. En vez de eso, le había hecho un corte de unos quince centímetros en el costado, justo encima de la cadera.

En las comisuras de la boca de su atacante había saliva.

– Te vas a desmayar, agente Stewart. Y piensa en lo que te voy a hacer entonces.

Sabía su nombre… sabía que había atacado a una agente federal.

La atravesó una punzada de dolor. Tenía que inmovilizarlo, asegurarse de que no se levantaba aunque ella se desmayara. Sólo necesitaba un golpe fuerte en el cuello. Pero sentía la sangre del costado mezclándose con el agua fresca del lago en su piel. El modo en que lo agarraba se debilitó y la toalla cayó de su brazo al suelo.

Él aprovechó el momento y la empujó hacia atrás. Ella bloqueó el movimiento y consiguió seguir en pie mientras él gruñía, daba media vuelta y se alejaba corriendo entre los matorrales maldiciendo como un loco.

¿Tendría otra arma escondida en el bosque?

Mackenzie sabía que no podía perseguirlo. Estaba descalza y herida. Había tenido una posibilidad de capturarlo y había fallado. Necesitaba buscar la pistola, un teléfono y ponerse ropa seca.

El corazón le dio un vuelco. «Carine».

Su amiga estaba en el camino con el niño. ¿Y si se tropezaban con ese bastardo?

¿Y si ya lo habían hecho?

Apretó la herida con el brazo para comprimirla. No quería recoger la toalla y arriesgarse a desmayarse.

La puerta del cobertizo seguía abierta. ¿Su atacante había salido de allí? ¿O se dirigía hacia allí cuando la vio salir del agua y meterse en los matorrales?

Tenía que ver si había más víctimas en el cobertizo. Si su atacante hubiera tenido un cómplice, éste habría salido ya. Ella, con su bikini rosa, era un blanco fácil para dos hombres.

En el cobertizo no había nada fuera de su sitio. No había espacio para que se escondiera una persona; la canoa vieja estaba de pie y los kayaks ligeros apoyados en la pared. Mackenzie agarró una barra de hierro de las herramientas que colgaban de ganchos y clavos. Pero el peso tiró de la herida del costado y la hizo caer de rodillas. La barra cayó también al suelo de cemento y aterrizó a pocos centímetros de una mancha vieja… la sangre de su padre, que seguía allí después de veinte años.

Se obligó a levantarse, eligió un martillo menos pesado que la barra de hierro y salió del cobertizo guiñándole los ojos al sol. La brisa hacía que le castañetearan los dientes.

No podía desmayarse.

– Mac.

– ¿Qué?

Ella parpadeó intentando concentrarse, intentando impedir que le diera vueltas la cabeza. Debía de estar alucinando, porque no era posible que tuviera tan mala suerte. Primero la atacaban de pronto, la apuñalaban y humillaban, ¿y ahora se materializaba ante ella Andrew Rook, agente especial del FBI, con su pelo moreno y sus ojos oscuros y sin humor?

Él achicó los ojos al ver la sangre que caía por el costado de ella. Se mostraba controlado, centrado.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me han atacado. Y no ha sido un tiburón -señaló detrás del cobertizo con la mano ensangrentada-. El hombre que me ha pinchado está en el bosque. No lleva mucha ventaja. Puedes alcanzarlo.

– Necesitas un médico.

Ella negó con la cabeza.

– Mi amiga Carine está en el camino con su hijito. Yo no puedo ir a buscarlos -tosió. Un error, pues el dolor se hizo tan intenso que lo vio todo blanco y estuvo a punto de soltar el martillo-. Vete, ¿vale?

Rook metió la mano al bolsillo de la chaqueta.

– Llamaré a la policía.

– El móvil no funciona aquí. Hay un teléfono en la casa. Yo llamaré, tú vete -Mackenzie alzó la vista sujetándose el costado ensangrentado e intentó no estremecerse-. ¿Y se puede saber qué haces aquí?

Él suspiró entre los dientes apretados.

– Más tarde -sacó la pistola de su funda y se la tendió-. Voy a buscar a tu amiga. Quédate esto.

– No es necesario -ella levantó el martillo-. Estoy armada.

– Toma la maldita pistola, Mac -él le quitó el martillo y le puso la nueve milímetros en la mano-. Yo tengo otra.

Ella no discutió y se enderezó, súbitamente consciente de que llevaba un bikini rosa minúsculo.

Miró hacia la casa, pero después de dos pasos, el estómago le dio un vuelco. Se quedó inmóvil, mareada, con la mente confusa. ¿Cómo había ocurrido eso? Un rato antes estaba nadando y ahora se encontraba herida y discutiendo con el hombre al que había ido a olvidar a New Hampshire.

– Sabía mi nombre -dijo, cuando pasó la náusea.

Creyó oír que Rook maldecía entre dientes.

– Ponte presión en la herida y busca calor. No te arriesgues a una hipotermia.

Ella lo miró.

– ¿Intentas mosquearme o es que no piensas irte?

Rook no contestó y se alejó por el bosque.

Mackenzie se tambaleó hasta el porche de la casa y consiguió entrar en la cocina. Encontró el teléfono y marcó el 911. Contó a la operadora todo lo que sabía.

– Avise a los equipos que buscan a la senderista perdida de que el hombre que me ha atacado a mí puede haberla encontrado antes a ella.

– Señora, tiene que buscar un lugar seguro y tumbarse…

Ella había olvidado identificarse como agente federal. Lo hizo y ofreció el nombre de Gus como contacto.

Cuando colgó el teléfono, encontró un paño de cocina limpio y lo apretó en la herida, que seguía sangrando. Apartó bolsas de panecillos de hamburguesas y chocolatinas en busca de las llaves del coche de Carine. Iría a buscarla personalmente.

Temblaba, sudaba y se le doblaban las rodillas.

– Odio esto -dijo para sí; se puso las chanclas con el paño de cocina apretado en la herida.

Volvió al porche llevando la pistola de Rook en la mano libre. No tenía intención de desmayarse y estrellarse contra un árbol. No lo haría.

Pero cuando llegó al camino de grava, sabía ya que no iba a entrar en el coche de Carine. No iría a ninguna parte. No sólo por el riesgo para ella, sino porque podía acabar atropellando a alguien. Tal vez a Rook.

Se tensó para impedir que le castañetearan los dientes. Tendría que confiar en que Rook salvara a Carine y a su hijo.

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