A Bernadette no le sorprendió encontrar la camioneta de Gus en su puerta cuando llegó al lago. El clima la había retrasado y era propio de él cerciorarse de que llegaba viva a casa. Cuando salió del coche sintió la tensión del largo viaje en la parte baja de la espalda y en la cadera derecha.
Encontró a Gus en el muelle, cuya madera era suave y húmeda bajo los pies.
– Me he quedado sin batería en el móvil o te habría llamado -dijo-. He parado durante la tormenta a tomar café y tarta -sonrió-. De melocotón.
Gus la miró con gesto impenetrable.
– Casi llamo a la policía.
A Bernadette le dio un vuelco el corazón al ver su seriedad. Lo conocía muy bien. Recordaba las lágrimas, la rabia y la esperanza que ella y sus amigas habían sentido cuando él se había ido a Vietnam. Creían que entendían el mundo pero no comprendían nada. Él no le había escrito durante los meses que estuvo fuera, pero ella tampoco a él, y hasta diez años más tarde no reconoció su falta en esa omisión. Simplemente había intentando no pensar en Gus Winter, en lo que hacía ni en dónde estaba. Y cuando él volvió y se dedicó a la montaña y a su trabajo, ella siguió con su vida y lo dejó en paz. Luego llegó la muerte de su hermano y su cuñada, una tragedia tan imposible de imaginar que los paralizó a todos… excepto a Gus.
– Gus -susurró-. ¿Qué ha pasado?
– Harris Mayer ha muerto. Mackenzie y Rook lo han encontrado hoy.
– ¿Harris? ¿Cómo? -Bernadette intentó comprender lo que acababa de oír y pensó en Harris con sus pajaritas, sus modales patricios y sus compulsiones-. No puedo creerlo. ¿Ha tenido un infarto? No estaba… -se detuvo a respirar-. ¿Lo han asesinado?
Gus no se andaba por las ramas.
– Apuñalado.
Bernadette dio un respingo, pero no podía hablar. Miró el agua.
– ¿Beanie?
Los años en el tribunal la habían habituado a reprimir sus sentimientos, pero sentía la garganta oprimida.
– A Harris le gustaba el lago. Su esposa y él se pasaban horas aquí sentados observando a los somorgujos -parpadeó para reprimir las lágrimas e intentó controlarse-. Las cosas cambian. Harris era problemático, brillante, egoísta…
– Lo siento, Beanie.
Las sencillas palabras de Gus desgarraron la coraza que intentaba levantar ella en torno a sus sentimientos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se las secó con las manos y se volvió.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Ha llamado Nate. Mackenzie y Rook lo han encontrado en una pensión en un barrio pobre de Washington.
Bernadette asintió.
– Yo sé en cuál. Mackenzie y yo… ella estaba conmigo un día en el que fuimos a rescatarlo. Supongo que se ha acordado. ¿Eso es lo que te ha dicho Nate?
– Sí.
– Harris era amigo mío y llamó pidiendo ayuda. Yo lo recogí, lo llevé a su casa y nunca volví a hacerlo. No volvió a pedírmelo, así que era fácil… mantenerse al margen -miró a Gus-. ¿La policía tiene algún sospechoso?
Él negó con la cabeza.
– Nate me ha preguntado si había visto a Cal.
– ¿Cal? ¿Qué? ¿Es sospechoso?
– Sólo he dicho…
– Sé lo que has dicho -ella se arrepintió inmediatamente de la dureza de su tono. Una brisa fuerte le puso la carne de gallina en los brazos y le hizo estremecerse-. Nunca te ha caído bien Cal.
Gus se encogió de hombros.
– A mí no tenía que caerme bien. No fui yo el que se casó con él.
– Tú no aprobaste…
– ¿Y tenía que hacerlo? -él no levantó la voz-. Ahora ya está fuera de tu vida. Quizá sea hora de que dejes de cuidar de él.
Bernadette agarró a Gus por el brazo justo encima del codo y apretó con fuerza.
– ¿Qué es lo que no me dices?
– Beanie…
– Nos conocemos desde niños -dijo ella-. Yo estaba aquí cuando te fuiste a Vietnam y cuando murieron Harry y Jill. No soy una extraña. Te conozco -le soltó el brazo-. Si tienes que decirme algo, hazlo.
Él miró el lago.
– Cal trajo mujeres a la casa -dijo sin preámbulos.
– ¿Aquí?
– Sí -él la miró a los ojos-. Aquí.
Bernadette no pudo sostenerle la mirada.
– ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo?
– No lo sé. Yo lo noté por primera vez hace ocho meses. Era evidente que lo vuestro no funcionaría.
Ella se sonrojó de vergüenza y de rabia.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Porque no quería interponerme entre vosotros.
– ¿Por qué me lo dices ahora?
– Porque no me gusta lo que está pasando por aquí y he pensado que ya es hora de sacarlo todo a la luz. No importa que no tenga nada que ver con la muerte de Harris o con el ataque a esa senderista.
– Las dos fueron apuñaladas -dijo Bernadette, casi para sí-. Como Harris.
– Yo no digo que Cal haya tenido nada que ver con los ataques.
Ella asintió, ya más controlada. Por supuesto que Cal había tenido mujeres, sobre todo en el último año. Y por supuesto que las había llevado allí, al lago.
– ¿Mackenzie sabe lo de las mujeres de Cal?
Gus se rascó la mejilla.
– Lo sorprendió justo antes de marcharse a Washington. No sabía qué hacer. Le pasaba lo mismo que a mí.
Bernadette se puso rígida.
– Me han puesto en ridículo.
Gus suspiró.
– Nadie quería verte sufrir.
– ¿Y crees que el silencio iba a cambiar los hechos? Cal trajo mujeres aquí, al lugar donde sabía que más me dolería -se cruzó de brazos y miró el agua-. Bueno, ya ves por qué no podía funcionar lo nuestro. Y no me digas que ya me lo advertiste.
– No he dicho nada.
– No hace falta. Te conozco -el aire le echó el pelo sobre la cara y ella lo apartó-. He llegado sana y salva y tú me has dado la noticia. Ya puedes irte.
Él salió del muelle.
– Voy a buscar mis cosas y esta noche dormiré en el sofá.
– No lo harás.
Él no le hizo caso.
– Volveré dentro de una hora.
Bernadette no podía concentrarse lo suficiente para pensar un argumento en contra y, cuando fue capaz de hablar, él estaba ya en la camioneta.
La jueza tomó una piedra y la lanzó al lago con rabia. Hacía tiempo que no amaba a Cal, pero no podía creer que él quisiera que sus aventuras se hicieran públicas. Llevaba semanas tenso y preocupado y ella lo había achacado al divorcio y al estrés de la mudanza.
– ¡Qué estúpida! -exclamó en voz alta.
¿Cómo podía haber sido tan ingenua? ¿Tan ciega?
El asesinato de Harris los situaría a Cal y a ella más todavía bajo el escrutinio de la policía, la prensa, sus colegas y el público. Habría una investigación y, con suerte, un arresto, un juicio y una condena. Todo sórdido y horrible.
El viento era ahora fuerte y Bernadette necesitaba un jersey, pero siguió donde estaba, repasando las decisiones que había tomado en sus cincuenta y siete años y que la habían llevado hasta ese punto.
Oyó un coche en el camino y al alzar la vista, reconoció a dos agentes del FBI de la zona que supuso habían ido a hablar de Harris y de la pensión.
¿De Cal también?
Pero ella no había hecho nada y no tenía nada que ocultar, así que salió al encuentro de los dos hombres.
– Supongo que están aquí por el asesinato del juez Mayer. Acabo de enterarme. Vengan a la casa, por favor.
Los guió hasta la sala de estar y empezó a responder a sus preguntas.