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Elena Abernethie, sentada ante la chimenea del salón verde, aguardaba a que Maude bajara a cenar.

Miró a su alrededor recordando los viejos tiempos cuando estuvo allí con Leo y los demás. Había sido un hogar feliz. Pero una casa como aquélla necesitaba gente: niños, criados, grandes recepciones y en invierno un buen fuego en las chimeneas. Le había parecido muy triste cuando vivió en ella con aquel anciano que acababa de perder a su hijo.

¿Quién la compraría? ¡La convertirían en hotel, instituto, o tal vez en una de esas casas de huéspedes para jóvenes estudiantes? Eso es lo que suele ocurrir con las grandes casas en las actualidad. Nadie las compra para vivir en ellas. Quizá la echaran abajo, para volverla a construir de nuevo. Este pensamiento la entristeció, pero lo apartó con resolución. De nada serviría pensar en el pasado. Aquella casa, los días felices vividos, Ricardo, Leo... todo fue magnífico, pero había terminado. Ahora tenía sus propias actividades, amigos e intereses. Sí, sus intereses... Y en lo sucesivo, con la renta que Ricardo le había dejado, podría conservar su vida en Chipre y llevar a cabo todos sus planes.

Con lo ocupada que había estado últimamente por la cuestión económica... casas... aquellas malas inversiones... Ahora, gracias al dinero de Ricardo, todo había concluido...

¡Pobre Ricardo! Morir durante el sueño, había sido un don del cielo... Falleció de repente el 22... Debió ser esto lo que metió aquellas ideas en la cabeza de Cora. ¡La verdad que era absurda! Siempre lo había sido. Elena recordaba haberla encontrado una vez en el extranjero, poco después de haber contraído matrimonio con Pedro Lansquenet. Aquel día estuvo particularmente tonta y fatua, ladeando la cabeza, y haciendo comentarios sobre pintura, sobre todo con respecto a la de su esposo, cosa que a él debió resultarle poco agradable. A ningún hombre le agrada que su esposa haga el ridículo. ¡Y Cora era tan tonta!... Oh, bueno, la pobre no podía remediarlo, y su marido no la había tratado aún lo bastante para estar al cabo de la calle.

Los ojos de Elena se posaron en un ramo de flores de cera colocado sobre una mesa de malaquita. Cora estuvo sentada junto a aquella mesa cuando volvieron de la iglesia. Se mostró llena de recuerdos y encantada al reconocer viejos objetos; y era evidente que estaba contentísima de haber vuelto a su antigua casa olvidando por completo la razón por la que se hallaban allí reunidos.

«Pero tal vez —pensaba Elena— haya sido menos hipócrita que nosotros...»

Cora nunca supo ajustarse a convencionalismos. Bastaba ver el modo que exclamó ante todos: «Pero fue asesinado, ¿verdad?»

¡Todos los rostros se volvieron a mirarla asombrados, perplejos! Cuan variadas expresiones debieron reflejarse en aquellas caras...

Y de pronto, al evocar la escena, Elena frunció el ceño. Allí hubo algo extraño...

¿Algo...?

¿Alguien?

¿La expresión de algún rostro? ¿Era eso? ¿Algo que... cómo diría... no debiera haber estado allí...?

Lo ignoraba... no conseguiría aclararlo... Pero allí hubo algo... algo... raro.

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