Capítulo XV

1



—Este linóleum le ha quedado muy bien, señora Jones. ¡Qué mano tiene usted para encerar! La tetera está encima de la mesa de la cocina; vaya y tome lo que quiera. Yo iré en cuanto le sirva el desayuno al señor Abernethie.

La señorita Gilchrist subió la escalera llevando una bandeja abundantemente provista. Dio unos golpecitos en la puerta de la habitación de Timoteo, e interpretando su gruñido como una invitación para que pasara, penetró en la estancia.

—El café y los bizcochos, señor Abernethie. Espero que hoy se encuentre mejor. Hace un día precioso.

Timoteo gruñó y dijo receloso:

—¿Tiene nata esta leche?

—¡Oh, no, señor Abernethie! La he quitado con sumo cuidado, y de todas formas le he traído un coladorcito por si quería volver a colarla.

—¡Tonterías! —repuso Timoteo—. ¿Qué clase de bizcochos son éstos?

—Son muy buenos y digestivos.

—Las galletas de jengibre son las únicas que valen la pena.

—Lamento que no las tuvieran esta semana en el colmado. Pero estos bizcochos son realmente buenos. Pruébelos y verá.

—Ya sé cómo son, gracias. Deje esas cortinas en paz, ¿quiere?

—Pensé que le agradaría un poco de luz. Hace un sol espléndido.

—Quiero que la habitación esté a oscuras. Me duele terriblemente la cabeza. Es ese olor a pintura. Me está envenenando...

—Desde aquí no se huele apenas. Los pintores están al otro lado de la casa.

—Usted no es tan sensible como yo. ¿Es que todos los libros que estoy leyendo tiene que esconderlos?

—Lo siento mucho, señor Abernethie. No creí que los leyera todos a la vez.

—¿Dónde está mi mujer? No la he visto desde hace más de media hora?

—La señora está descansando en el sofá.

—Dígale que venga a descansar aquí.

—Se lo diré, señor Abernethie; pero puede que se haya quedado dormida. ¿Esperamos un cuarto de hora?

—No, dígale que quiero que venga ahora. No mueva esa alfombra; está como a mí me gusta.

—Lo siento. Creí que se había ladeado.

—Me gusta ladeada. Vaya a buscar a Maude. Quiero que venga.

La señorita Gilchrist dirigióse a la planta baja entrando de puntillas en pleno salón, donde Maude Abernethie reposaba con una pierna extendida mientras leía una novela.

—Perdone, señora, pero el señor Abernethie la llama.

—Oh, Dios mío. Subiré en seguida —dijo cogiendo su bastón.

Timoteo exclamó cuando su esposa entraba en su habitación :

—¡Al fin apareces!

—Lo siento, querido; no tenía la menor noticia de que me necesitabas.

—Esa mujer que has metido en casa me volverá loco. No para de hablar y moverse como una gallina. Es el tipo clásico de la solterona; eso es lo que es.

—Lamento que te moleste. Sólo trata de ser amable.

—No quiero que sea amable. No quiero oírla siempre gorjeando a mi alrededor. Es tan entrometida...

—Tal vez lo sea un poquitín.

—¡Me trata como si fuera un chiquillo!

—Debe de serlo; pero, por favor, por favor, Timoteo, procura no ser brusco con ella. Todavía no puedo hacer nada, y tú mismo dices que guisa bien.

—Sí, guisa bien —tuvo que admitir Abernethie de mala gana—. Sí, es una cocinera bastante aceptable; pero que se quede en la cocina es todo lo que pido. No la dejes que venga a molestarme.

—Sí, querido, desde luego. ¿Cómo te encuentras?

—Muy mal. Creo que será mejor que envíes a buscar a Barton para que venga a verme. Este olor a pintura me ataca el corazón. Tómame el pulso... fíjate qué irregular está.

Maude se lo tomó sin hacer comentarios.

—Timoteo, ¿quieres que nos vayamos a un hotel hasta que terminen de pintar la casa?

—Sería un despilfarro.

—¿Es que eso importa mucho... ahora?

—Eres como todas las mujeres... ¡de lo más extravagante! Sólo porque hemos heredado una ridícula parte de los bienes de mi hermano, crees que podemos vivir definitivamente en el Ritz.

—Yo no digo eso, querido.

—Te digo que el dinero que me ha dejado Ricardo apenas va a notarse. El Gobierno se encargará de ello. Fíjate bien en mis palabras: todo se lo llevarán los impuestos.

La señora Abernethie movió la cabeza tristemente.

—Este café está frío —dijo el inválido mirando con disgusto la taza, que aún no había llevado a sus labios—. ¿Por qué no puedo tomar nunca una taza de verdadero café caliente?

—Iré a calentártelo.

En la cocina, la señorita Gilchrist estaba tomando el té y conversando amigablemente aunque con ligera condescendencia con la señora Jones.

—¡Tengo tantos deseos de evitar a la señora Abernethie todos los trabajos que pueda! —decía—. Este continuo subir y bajar le es muy doloroso.

—Está pendiente de él —dijo la señora Jones sirviéndose azúcar.

—Es muy triste estar inválido.

—No lo es tanto —comentó la señora Jones—. Le encanta estar echado y tocar el timbre, y que le suban y bajen bandejas. Pero es capaz de ir de un lado a otro. Incluso le he visto en el pueblo cuando ella estuvo fuera, caminando tan de prisa como usted quiera. Cualquier cosa que necesita realmente... tabaco o un sello... puede ir a buscarlo él mismo. Y por eso cuando ella se fue a los funerales y él me pidió que me quedara a pasar la noche, me negué. «Lo siento, señor —le dije—, pero tengo que cuidar a mi marido. Está bien que trabaje por las mañanas; pero tengo que estar en casa para recibirle cuando vuelve del trabajo.» Pensé que le haría bien el moverse por casa y tener que mirar por sí mismo aunque sólo fuera por una vez. Tal vez de ese modo viera lo que los demás hacen por él. Así que me mantuve firme..

La señora Jones exhaló un profundo suspiro y tomó un largo sorbo de té dulce y cargado.

—¡Ah! —dijo.

Dejando la taza, dijo afablemente:

—Voy a barrer la cocina y luego me marcharé. Las patatas ya están peladas, querida; las encontrará junto a la fregadera.

Aunque ligeramente ofendida por el «querida», la señorita Gilchrist apreció su buena voluntad.

Antes de que pudiera responder nada sonó el teléfono y se apresuró a atender la llamada. El aparato, que pertenecía al tipo anticuado que se usaba hace cincuenta años, estaba situado en un pasillo que había detrás de la escalera.

Maude Abernethie apareció en el rellano superior cuando la señorita Gilchrist todavía estaba hablando. Ésta alzó los ojos para decirle:

—Es la señora viuda del señorito Leo... Aquí casa Abernethie.

—Dígale que voy en seguida.

Maude comenzó a descender la escalera lenta y trabajosamente.

—Siento que haya tenido que volver a bajar, señora. ¿Ha terminado de desayunar el señor? Yo iré a retirar la bandeja.

Y comenzó a subir la escalera mientras la señora Abernethie decía:

—¿Elena? Aquí Maude.

El inválido recibió a la señorita Gilchrist con una mirada sombría. Mientras recogía la bandeja le preguntó de mal humor:

—¿Quién llama por teléfono?

—La esposa del señorito Leo Abernethie.

—Oh, ya tienen conversación para rato. Las mujeres pierden la noción del tiempo cuando cogen el teléfono. Nunca piensan en el dinero que gastan.

La señorita Gilchrist dijo que sería la esposa del señorito Leo la que tendría que pagar la conferencia, y Timoteo refunfuñó.

—¿Quiere correr esa cortina? No, ésa no; la otra. No quiero que me dé la luz en los ojos. Así está mejor. Aunque esté inválido no hay razón para tener que estar a oscuras todo el día —Y agregó—: Podría buscarme en esa librería un libro de color verde... ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué corre?

—Llaman a la puerta, señor Abernethie,

—Yo no he oído nada. ¿No está abajo esa mujer? Pues deje que vaya a abrir.

—Sí, señor. ¿Qué libro quiere que le busque, tiene preferencia por alguno?

El inválido cerró los ojos.

—Ahora no puedo acordarme. Me lo ha quitado de la cabeza; será mejor que se marche.

La señorita Gilchrist recogió la bandeja y salió a toda prisa. Luego de dejarla sobre la mesa de la despensa corrió al vestíbulo pasando junto a la señora Abernethie que seguía al teléfono.

—Siento interrumpirla. Es una monja. Viene a pedir. Del Corazón de María, creo que ha dicho que era. Trae un libro. Parece ser que le suelen dar media corona o cinco chelines.

—Espera un momento, Elena —dijo al teléfono, y luego a miss Gilchrist—. No me suscribo a Asociaciones Católicas. Nosotros también tenemos nuestras secciones de caridad.

La señorita Gilchrist volvió a salir corriendo.

Maude terminaba su conversación momentos después con esta frase:

—Hablaré de ello con Timoteo.

Volvió a colocar el auricular en su soporte y salió al vestíbulo. La señorita Gilchrist estaba de pie, completamente inmóvil, junto a la puerta del saloncito. Tenía el ceño fruncido y pegó un respingo cuando le habló Maude.

—¿Ocurre algo, señorita Gilchrist?

—Oh, no, señora. Me temo que sólo estaba pensando. Es una tontería por mi parte cuando hay tanto quehacer.

La señorita Gilchrist volvió a su papel de hormiga laboriosa, y Maude Abernethie subió lentamente la escalera para dirigirse a la habitación de su esposo.

—Era Elena. Parece que la casa ya está vendida... a no sé qué Institución pro Refugiados Extranjeros...

Hizo una pausa mientras Timoteo expresaba su sentimiento por la pérdida de la casa donde había nacido y fue educado.

—Ya no quedan tipos decentes en este país. ¡Mi vieja casa! Apenas puedo soportar la idea de verla vendida.

Maude continuó:

—Elena comprende lo que tú... nosotros... sentimos. Y sugiere que tal vez nos gustase pasar allí unos días antes de que se cierre el trato. Está preocupada por tu salud y por lo mucho que te afecta el olor a pintura. Y ha pensado que bien pudieras preferir pasar una temporada allí que en un hotel. Los criados todavía siguen allí, de modo que estarías bien atendido.

Timoteo, que había abierto la boca varias veces dispuesto a protestar de mala manera, volvió a cerrarla. Sus ojos se tornaron astutos, y movió la cabeza aprobadoramente.

—Elena ha estado muy acertada —dijo—, muy acertada... No hay duda de que ese olor me está envenenando. Claro que aún no estoy decidido, tendré que pensarlo... Creo que la pintura tiene arsénico. Me parece que he oído algo de eso. Por otra parte, el traslado puede ser un esfuerzo demasiado grande para mí. Es difícil saber qué sería mejor.

—Tal vez prefieras un hotel, querido. Un buen hotel resulta muy caro, pero cuando se trata de tu salud no importa el dinero...

Timoteo la interrumpió.

—Quisiera hacerte comprender que no somos millonarios, Maude. ¿Para qué vamos a ir a un hotel cuando Elena ha sido tan amable al invitarnos a ir a Enderby? ¡No es que sea ella quién para invitarnos! La casa no es suya. No entiendo de sutilezas legales, pero me figuro que nos pertenece a todos por igual hasta que sea vendida y se proceda al reparto de su importe. ¡Refugiados extranjeros! Esto debe haber estremecido al viejo Cornelio en su tumba. Sí —suspiró—. Me gustaría volver allí antes de morir.

Maude jugó su última carta con habilidad.

—Según parece el señor Entwhistle ha sugerido que cada miembro de la familia escoja algún mueble, o porcelana, o algo que le guste... antes de que lo saquen a subasta.

—Debemos ir. Tiene que hacerse una valoración exacta de lo que escoja cada persona. Esos hombres... que se han casado con las chicas... no confiaría en ninguno de ellos, por lo que he oído decir, Elena es demasiado amable. ¡Como cabeza de familia es mi deber hallarme presente!

Y levantándose paseó de un lado a otro de la habitación con pasos rápidos.

—Sí, es un plan excelente. Escribe a Elena diciéndole que aceptamos. Pero en quien pienso realmente es en ti, querida. Has estado trabajando demasiado. Los decoradores pueden seguir mientras estamos fuera y esa mujer Gillespie puede quedarse y cuidar de la casa.

—Gilchrist —apuntó Maude.

Timoteo dio a entender con un gesto que le daba lo mismo.

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