Capítulo XII

Dos hombres de avanzada edad hallábanse sentados en una habitación cuyos muebles eran del más moderno estilo. No había ni una sola curva en aquella estancia; todo era rectilíneo. La única excepción era Hércules Poirot, que estaba lleno de ellas. Su vientre estaba suavemente redondeado, su cabeza recordaba un huevo por su forma, y las guías de su bigote curvábanse hacia arriba con extravagancia.

Mientras tomaba su vaso de jarabe, contempló pensativo al señor Goby.

Mister Goby era menudo, enjuto y encogido. Siempre fue un ser insignificante, pero en aquellos momentos parecía como si ni siquiera estuviera allí. No miraba a Poirot, porque mister Goby nunca miraba a nadie.

Las observaciones que hizo en aquellos momentos parecían dirigidas a la esquina izquierda de la chimenea.

Mister Goby era famoso por su habilidad para conseguir informes. Muy pocas personas le conocían y poquísimas utilizaban sus servicios, pero éstas eran extremadamente ricas. Tenían que serlo, puesto que mister Goby cobraba muy caro. Su especialidad era el adquirir informaciones con gran rapidez. Ahora estaba prácticamente retirado de los negocios, pero de vez en cuando «atendía» a algunos clientes antiguos. Hércules Poirot era uno de éstos.

—Tengo lo que usted deseaba —dijo mister Goby dirigiéndose a la chimenea en un susurro casi confidencial—. Envié a los muchachos. Hacen lo que pueden... pobres chicos... pero no son como los de antes. Ahora han cambiado mucho. No tienen deseos de aprender, eso es lo que les pasa. Cuando llevan un par de años en el oficio, se creen que ya han visto y hecho cuanto tenían que realizar y que ya lo saben todo.

Meneó la cabeza tristemente y dirigió su mirada a una bombilla eléctrica.

—Tiene la culpa el Gobierno —agregó—, y toda esa educación revolucionaria. Les meten ideas en la cabeza. Se atreven a darnos sus opiniones y la mayoría de ellos no piensan. Sacan todas esas cosas de los libros. Eso no va bien para nuestro negocio. Hay que traer respuestas... que es lo que necesitamos... no pensar.

Mister Goby se recostó en la butaca haciendo un guiño a la pantalla.

—¡No obstante, no debemos hablar mal del Gobierno! La verdad, no sé que haríamos sin él. Le digo que hoy día se puede entrar en todas partes con un bloc y un lápiz con tal de vestir correctamente y hablar como un locutor de radio, para preguntar a la gente los detalles más íntimos de sus vidas cotidianas, su pasado y lo que comieron el veintitrés de noviembre pasado, sólo con decir que se está haciendo una encuesta sobre los gastos de la clase media... o lo que sea; eso sí, dándoles más categoría de la que tienen, para que se sientan halagados, y nueve veces de cada diez les atenderán encantados, e incluso cuando le echen con cajas destempladas, no dudarán ni por un minuto de que no sea lo que dice que es... y que el Gobierno quiere saber realmente la vida de los ciudadanos por alguna oculta razón. Le aseguro, señor Poirot, que es el mejor medio que hemos tenido siempre; mucho mejor que fingir que hay que arreglar el contador de la luz... o el teléfono... sí, o visitarlos con unas monjitas, boy-scouts, o representantes de alguna sociedad piadosa para pedirles suscripciones... aunque también empleamos estos recursos. Sí, ¡la curiosidad del Gobierno es un don del cielo para los investigadores, y ojalá continúe!

Poirot no dijo nada. Mister Goby se había vuelto muy locuaz con los años, pero ya llegaría al grano a su debido tiempo.

—¡Ah! —dijo el hombrecillo sacando un librito de notas muy ajado, y tras humedecer su pulgar comenzó a pasar las páginas—. Aquí está. Jorge Crossfield. Empezaremos por él. Sólo los hechos concretos. Usted no desea saber cómo los he obtenido. Hace bastante tiempo que se halla bastante comprometido. Carreras de caballos, apuestas... no tiene mucho éxito con las mujeres. Va de vez en cuando a Francia y también a Montecarlo. Pasa buenas temporadas en el casino. No ha ingresado ningún cheque allí, pero tiene más dinero que el que le proporciona su empleo de corredor. No he profundizado más porque no es eso lo que le interesa, pero no tiene escrúpulos en cuanto a evadir la ley... y siendo abogado sabe cómo hacerlo. Existen algunas razones para creer que ha estado utilizando fondos que le habían sido confiados para hacer inversiones. Últimamente ha hecho algunas jugadas fuertes de bolsa bastante arriesgadas. Tuvo mala suerte. Durante tres meses ha ido mal alimentado. En la oficina se mostró preocupado e irritable. Pero desde la muerte de su tío todo ha cambiado. Está como los huevos del desayuno, si es que aún los tomamos: ¡Tostaditos de arriba!

«Ahora —prosiguió— los informes particulares que me pidió. Su declaración de que se encontraba en las carreras en Hurst Park el día de autos, casi seguro que es falsa. En esos sitios siempre tienen a los mismos apostantes profesionales, y no le vieron aquel día. Es posible que saliera de Paddington en tren y con destino desconocido. Un taxista que hizo ese trayecto le identificó por la fotografía, aunque no estaba del todo seguro. Pero yo no me guiaría por eso. Es un tipo muy corriente. No tuvimos éxito con los porteros, etc... de Paddington. Desde luego no llegó a la estación de Cholsey... que es la más próxima a Lychett Saint Mary. Es una estación muy pequeña, donde los forasteros no pasan inadvertidos. Pudo apearse en Reading y tomar el autobús. Los ómnibus van muy llenos, y pasan muy a menudo, pues hay varias rutas que llegan hasta cosa de una milla de Lychett Saint Mary y también el que hace el servicio hasta el pueblo. No debió tomarlo... Es muy listo. No fue visto en Lychett Saint Mary, pero no era forzoso que le vieran. A propósito, en Oxford formó parte del cuadro escénico. Si fue aquel día a la casita pudo haber tenido otro aspecto bien distinto al de Jorge Crossfield. Le conservaré en mi libreta, ¿le parece? Hay un punto... del mercado negro, que quisiera averiguar.

—Bien. Puede conservarle —asintió Hércules Poirot.

Mister Goby, volviendo a humedecer su pulgar, pasó otra de las páginas.

—Mister Miguel Shane. Está bastante considerado en su profesión. Tiene una opinión de sí mismo mejor que la de los demás. Quiere llegar a ser una estrella y pronto. Le gusta el dinero y vestir bien. Tiene mucho éxito con las mujeres. A él también le gustan, pero... el negocio es lo primero, como diríamos. Ha estado saliendo con Sorrel Dainton, la protagonista de la última obra en que trabajó. Sólo tenía un pequeño papel, pero hizo una verdadera creación, y el esposo de la Dainton no le puede ver. Su mujer ignora esta amistad con la artista. Al parece no sabe nada. No es gran cosa como actriz, pero agradable de ver. Está loca por su marido. Hubo algunos rumores sobre una posible separación, no hace mucho; pero ahora ya no... desde la muerte de Ricardo Abernethie.

Mister Goby dio más énfasis a esta última frase, acompañándola con un significativo movimiento de cabeza dirigido al sofá.

—El día en cuestión, el señor Shane dice que se reunió con los señores Rosenheim y Oscar Lewis para tratar de ciertos asuntos relacionados con la escena, pero no fue así. Les envió un telegrama diciéndoles que le era completamente imposible. Lo que hizo en realidad, fue ir al establecimiento «Coches Emeraldo» para alquilar un automóvil. Salió de allí a las doce para regresar cerca de las seis de la tarde. Según el cuentakilómetros había recorrido una distancia aproximada a la que andamos buscando. No ha habido confirmación en Lychett Saint Mary. Al parecer no se vio ningún coche extraño aquel día. Pudo dejarlo en mil sitios algo alejados del pueblo. Incluso hay una cantera a poca distancia de la casita. Existen tres pueblecitos cercanos que tienen mercado y a los que se puede ir a pie; aparcando en una calle lateral, la policía ni se da cuenta. Qué le parece, ¿le dejamos de momento en la libretita?

—Desde luego.

—Ahora la señora Shane —el señor Goby se rascó la nariz y continuó dirigiéndose a su puño—. Dice que estuvo de compras. Sólo de compras... Las mujeres que van de tiendas... son unas cabezas de chorlito. Y ella se enteró, el día antes, que iba a entrar en posesión de algún dinero. Naturalmente, no pudo contenerse. Tenía una o dos cuentas corrientes, pero las había agotado de sobras y le apremiaban para que pagase, puesto que no ingresó nada más. Es evidente que anduvo de un lado a otro probándose trajes, mirando joyas, preguntando el precio de esto y lo otro... y lo más probable es que no comprase nada. Fue fácil aproximarse a ella. Envié a una de mis muchachas, bastante conocida en el medio teatral, para que hiciera algunas averiguaciones. Se detuvo junto a su mesa en un restaurante y exclamó, como suelen hacerlo las artistas: «Querida no te había visto desde Por el camino abajo. ¡Estuviste maravillosa! ¿Has visto a Huber últimamente?» Ése era el productor de la señora Shane. Comenzaron a charlar de cosas del teatro y mi muchacha le dijo: «Creo que el otro día (el que nos interesa) te vi en tal sitio y tal otro...» La mayoría de mujeres hubieran contestado: «¡Oh, no!, si estuve en...» donde sea, pero la señora Shane, no. Sólo repuso: «¡Oh, no recuerdo!» ¿Qué se puede hacer con una mujer así? —Goby meneó la cabeza con severidad, mientras miraba al radiador.

—Nada —replicó Poirot con sentimiento—. ¿Es que no tengo motivos para saberlo? Nunca olvidaré el asesinato de lord Edgware. Casi me vi derrotado... sí, yo, Hércules Poirot, por la redomada astucia de una cabeza sucia. Las mentalidades sencillas tienen a veces la genialidad de cometer un crimen sin complicaciones y luego lo dejan en paz. Esperemos que nuestro asesino... si es que lo hay en este asunto... sea lo bastante inteligente, superior y satisfecho de sí mismo como para no poder dormirse sobre los laureles. Pero continúe...

Mister Goby miró su librito de notas una vez más.

—El señor y la señora Banks... que dicen haber pasado todo el día en casa. ¡Pues ella salió! Fue al garaje y sacó el coche a eso de la una. Rumbo desconocido. Regresó cerca de las cinco. No podemos precisar los kilómetros recorridos, puesto que ha seguido saliendo todos los días y nadie se preocupó de controlarlo. Y en cuanto al señor Banks, hemos descubierto algo verdaderamente curioso. Para empezar le diré que no sabemos lo que hizo ese día. No fue a trabajar. Al parecer, había pedido un par de días libres para asistir al funeral, y desde entonces ha dejado el trabajo sin ninguna consideración para la razón social. Es una farmacia-droguería muy bien puesta. No se mostraron muy interesados; parece ser que suele tener bastante mal genio. Bien, como le decía, no sabemos lo que estuvo haciendo el día del fallecimiento de la señora Lansquenet. No fue con su mujer. Podría ser que se hubiera quedado todo el día en su pisito. No hay portero y nadie sabe si los inquilinos han salido o no. Mas sus antecedentes son interesantes. Hasta hará unos cuatro meses, justamente entonces conoció a su esposa, estuvo en una Clínica Mental... no es que estuviera loco, sólo sufrió lo que llaman «una crisis mental». Al parecer cometió algún error al preparar una medicina. Entonces trabajaba en la razón social Mayfair. La mujer que ingirió la medicina curó, la firma se deshizo en disculpas y no le persiguieron judicialmente. Después de todo, estos accidentes suceden a veces, y la mayoría de las personas decentes sienten compasión por el pobre que cometió la equivocación, siempre que no haya ocasionado gran daño, se entiende. No le despidieron... pero él se resintió... dijo que aquello había alterado sus nervios. Pero luego le vino la depresión y le dijo al médico que estaba obsesionado por un complejo de culpabilidad... que todo lo hizo intencionadamente... que aquella mujer se puso muy insolente la última vez que estuvo en la tienda, quejándose de que le preparaba mal las medicinas... y que él se había enfadado y deliberadamente le puso una dosis mortal de cierta droga. «¡Tenía que castigarla por hablarme de aquel modo!», dijo. Luego se echó a llorar diciendo que era demasiado malo para seguir viviendo y un montón de cosas así. Los médicos están acostumbrados a esto... le llaman complejo de culpabilidad... y no creen que lo hiciera a propósito, sino por descuido, pero que quería darse importancia.

Ça se peut —dijo Hércules Poirot.

—¿Cómo dice? De todas maneras, le internaron en el Sanatorio donde le trataron hasta verle curado, y entonces conoció a la señorita Abernethie. Encontró un empleo en esta droguería respetable, aunque de poca importancia. Les dijo que había estado un año y medio fuera de Inglaterra y les dio informes suyos de cierta tienda de Eastbourne, en los que se decía que no tenían nada contra él, pero uno de los dependientes dijo que era muy vivo de genio y algunas veces un poco extraño. Cuentan de él que una vez un cliente le preguntó en broma: «¿Quiere venderme algo para envenenar a mi mujer?», y Banks le repuso muy serio y tranquilo: «Puedo vendérselo... Pero le costará unas doscientas libras». El hombre se sintió violento y quiso echarlo a broma. Es posible, pero yo no creo que Banks sea un bromista.

Mon ami —le dijo Hércules Poirot—. Realmente me sorprende cómo puede conseguir tales informes.

Los ojillos de mister Goby recorrieron toda la habitación y murmuró mirando expectante a la puerta:

—Existen ciertos medios... —y siguió consultando su libretita—: Ahora llegamos al campo. El señor Timoteo Abernethie y su esposa. Su casa está situada en un lugar muy bonito, pero necesita muchas reparaciones. Parece que viven muy estrechamente, mucho. Los impuestos, inversiones desgraciadas... El señor Abernethie disfruta estando enfermo y exagerando sus dolencias. Se queja de lo lindo y tiene a todo el mundo en vilo de un lado a otro buscándole y trayéndole cosas. Sólo toma alimentos sustanciosos, y al parecer está muy fuerte físicamente. No tienen más que una interina, y el señor Abernethie no consiente que nadie entre en sus habitaciones a menos que él haya llamado. El día anterior al funeral estuvo de muy mal humor. Le soltó unas cuantas palabrotas a la señora Jones. Apenas se desayunó, y dijo que no iba a comer nada... pues había pasado mala noche... que la cena que le dejaron preparada estaba incomible y muchas cosas más. Permaneció solo en la casa y sin ser visto por nadie desde las nueve y media de la mañana hasta el día siguiente.

—¿Y la señora Abernethie?

—Salió de Enderby en automóvil a la hora que usted dijo. Llegó a pie a un pequeño garaje de un pueblecito llamado Catchtone, explicando que su coche había sufrido una avería a un par de millas de distancia. Volvió junto al coche con un mecánico, quien tras examinarlo, dijo que había que remolcarlo y no quiso asegurarle que lo terminaría de arreglar aquel día. La dama se disgustó mucho, pero se fue a una pequeña posada, donde pidió habitación para pasar la noche, y unos bocadillos, mientras agregaba que le gustaría ver algo de los alrededores... Está cerca de los eriales... y no regresó hasta muy tarde. Mi informador dice que no le extraña: ¡Es un mesón repelente!

—¿Y las horas?

—Se tomó los bocadillos a las once. Si anduvo hasta la carretera principal que dista una milla, es posible que alcanzara el expreso de la costa sur de Wealcaster, que se detiene en Reading West. No he entrado en detalles sobre autobuses, etc. Podría haberlo hecho si usted pudiera situar el... ataque a última hora de la tarde.

—Tengo entendido que el doctor ha fijado la hora límite a las cuatro y media.

—Yo no creo que fuese ella. Parece una mujer agradable y apreciada por todos. Está muy enamorada de su marido, y le trata como a un chiquillo.

—Sí, sí, el complejo maternal.

—Es fuerte y maciza, corta leña en el bosque y a menudo acarrea grandes haces de troncos. También es bastante buena mecánica.

—Ahora iba a eso. ¿Qué es lo que le pasaba exactamente al coche?

—¿Quiere saber los detalles exactos, señor Poirot?

—Cielos, no. No entiendo de mecánica.

—Era algo difícil de localizar, y que pudo haberlo preparado alguien, con mala intención, alguien que estuviera familiarizado con la mecánica del coche.

C'est magnifique! —dijo Poirot con amargo entusiasmo—. Todo tan a propósito, tan posible. Bon Dieu, ¿es que no podemos eliminar a nadie? ¿Y la esposa de Leo Abernethie?

—También es una señora muy agradable. El difunto Abernethie la tenía en gran estima. Fue a pasar unos quince días en su compañía antes de su fallecimiento.

—¿Después de que él fuera a Lychett Saint Mary a ver a su hermana?

—No, antes. Su renta ha mermado mucho desde la guerra. Dejó su casa por un pisito en Londres. Tiene una villa en Chipre, donde pasa parte del año. Ayuda a educar a un sobrino suyo, y también, de vez en cuando, ayuda económicamente a un par de artistas jóvenes.

—¡Ave María Purísima! —dijo Poirot cerrando los ojos—. ¿Y es completamente imposible que hubiera salido de Enderby sin que se enteraran los criados? Dígame que sí, ¡se lo suplico!

Mister Goby posó los ojos en uno de los relucientes zapatos de Poirot, murmurando:

—Lamento no poder decírselo. La señora Abernethie fue a Londres para buscar algunos trajes más y objetos personales, puesto que había acordado con el señor Entwhistle quedarse para recoger las cosas.

Il ne manquait que ça![2] —exclamó Poirot.

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