Capítulo XIV

Hércules Poirot le decía a la malcarada Juanita:

—Muchísimas gracias. Ha sido muy amable.

Juanita, todavía con los labios crispados, abandonó la estancia. ¡Aquellos extranjeros! ¡Valientes preguntas hacían! ¡Qué impertinentes! Muy bien que fuera un especialista en estudiar las enfermedades del corazón, tales como la del señor Abernethie... Su amo había muerto tan de repente... el médico se sorprendió mucho; pero, ¿por qué tenía que meter las narices en lo que no le importaba aquel doctor extranjero?

A la viuda del señorito Leo le bastó decir:

—Haga el favor de responder a las preguntas de monsieur Pontarlier. Tiene sus buenas razones para hacerlas.

Preguntas. Siempre preguntas. Algunas veces hay que rellenar páginas enteras lo mejor que se puede... ¿Y para qué quiere el Gobierno o quienquiera que sea conocer todos los asuntos privados? Preguntan la edad, para el censo... ¡Vaya una impertinencia! Y ella tampoco la dijo. Se quitó cinco años. ¿Por qué no? Si no se sentía mayor de cincuenta y cuatro, confesaba cincuenta y cuatro.

De todas formas, monsieur Pontarlier no quiso saber su edad. Tenía cierta decencia. Sólo le preguntó sobre las medicinas que había tomado el señor, dónde las guardaban y si era posible que hubiera tomado demasiada cantidad, puesto que no estaba bien... o si se había vuelto olvidadizo. Por lo que ella recordaba, el amo supo siempre lo que hacía. También quiso saber si quedaban medicamentos en la casa. Claro que no. Luego habló de insuficiencia cardíaca... y otra palabra mucho más larga. Los médicos siempre están inventando cosas nuevas.

El sedicente médico suspiró y fue a la planta baja en busca de Lanscombe. No había sacado gran cosa de Juanita, pero ya se lo supuso. Sólo habla querido comprobar su declaración con la que dio previamente a Elena Abernethie con mucha más facilidad, ya que Juanita estaba dispuesta a admitir que la viuda de Leo tenía perfecto derecho a hacerle tales preguntas. La propia Juanita había pensado en las últimas semanas de la vida de su amo.

Sí, pensaba Poirot, podría haber confiado en la información dada por Elena, y lo hizo; pero por hábito y por naturaleza no confiaba en nadie hasta haberles probado personalmente.

De todas formas, las pruebas eran poco satisfactorias. Todo conducía al hecho de que Ricardo Abernethie estuvo tomando unas cápsulas con vitaminas que se guardaban en un frasco que estaba casi vacío en el momento del fallecimiento. Cualquiera pudo haber operado en aquellas cápsulas con una aguja hipodérmica volviéndolas a colocar en el frasco de modo que la dosis fatal fuera ingerida semanas después de que ese cualquiera hubiese abandonado la casa. O también pudo haber penetrado en la mansión el día anterior a la muerte de Ricardo Abernethie y haber sustituido una de las tabletas para dormir. O envenenar los alimentos, o las bebidas.

Hércules Poirot hizo sus propios experimentos. La puerta principal estaba cerrada, pero la lateral que daba al jardín permanecía abierta hasta la noche. A eso de la una y cuarto, cuando los jardineros habían ido a comer y el servicio estaba en el comedor, Poirot entró por la puerta del jardín y subiendo la escalera fue derecho a la habitación de Ricardo Abernethie sin tropezarse con nadie. Luego, para variar un poco, empujó una puerta y se escondió en la despensa. Pudo oír algunas voces que llegaban de la cocina, al otro extremo del pasillo; pero nadie le había visto.

Sí, era posible hacerlo. ¿Pero lo hicieron? No había nada que lo indicara. No es que Poirot estuviera buscando pruebas... sólo deseaba asegurarse de las posibilidades. El asesinato de Ricardo Abernethie podía resultar tan sólo una hipótesis. Lo que necesitaba eran pruebas para coger al culpable del crimen cometido en la persona de Cora Lansquenet. Deseaba estudiar a las personas que estuvieron reunidas el día del funeral, y formular sus propias conclusiones sobre ellas. Ya tenía su plan, pero primero quiso cruzar algunas palabras más con el viejo mayordomo.

Lanscombe mostróse cortés, pero discreto; menos resentido que Juanita, pero, sin embargo, tratando al intruso forastero con gran reserva.

Dejando a un lado la gamuza con la que limpiaba una tetera georgiana, se enderezó.

—¿Diga, señor? —dijo amablemente.

—El señor Abernethie me ha dicho que esperaba usted residir en el cobertizo que hay junto a la empalizada norte cuando se retire de su trabajo.

—Es cierto, señor. Claro que ahora todo ha cambiado. Cuando vendan la finca...

Poirot le interrumpió:

—Puede seguir siendo posible. Ya hay casitas para los jardineros. El cobertizo no es necesario ni para los inquilinos ni sus ayudantes. Pudiera hacerse algún arreglo...

—Bien, gracias por su sugerencia, señor. Pero creo que difícilmente... La mayoría de los inquilinos serán extranjeros, me figuro.

—Sí, extranjeros. Entre los que han huido del Continente para venir a este país hay algunos viejos y poco fuertes. De regresar a su patria es posible que fallecieran, compréndalo. Muchos de ellos perdieron a sus familiares. No pueden ganarse la vida aquí, como podría hacer cualquier hombre o mujer joven y fuerte. Para ayudarlos, la organización que yo represento ha ido recogiendo fondos para instalar residencias en el campo, donde albergarlos. Este lugar, según opinión, es muy adecuado. Él asunto está prácticamente resuelto.

Lanscombe suspiró.

—Compréndalo, señor. Me resulta doloroso pensar que esta casa ya no será una vivienda privada. Pero ya sé lo que ocurre hoy en día. Ninguna familia puede permitirse el lujo de vivir aquí... y no creo que las señoritas y señoritos quisieran seguir en esta casa. ¡Es tan difícil encontrar servicio! Y aun hallándolo, resulta caro y malo... Me doy perfecta cuenta de que estas magníficas mansiones han pasado a la historia —volvió a suspirar—. Si es que debe convertirse en... en una institución de alguna clase, celebro que sea para lo que usted dice. Nosotros nos libramos gracias a nuestra marina, a nuestra aviación y valientes soldados y a que nuestro país es una isla. Si Hitler llega a desembarcar aquí, no hubiera durado mucho. Mi vista ya no me permite disparar, pero hubiera utilizado una guadaña de haber sido necesario. Los desgraciados siempre han sido bien recibidos en este país, señor; éste ha sido nuestro orgullo, y continuará siéndolo.

—Gracias, Lanscombe. La muerte de su amo debe haber sido un rudo golpe para usted.

—Lo fue, señor. Había estado con el señor desde que era joven. He tenido mucha suerte en esta vida, señor. Nadie ha tenido un amo mejor.

—He estado conversando con mi amigo y... er... colega, doctor Larraby. Nos preguntábamos si su amo no pudo haber tenido algunas preocupaciones extraordinarias... o alguna entrevista desagradable... el día antes de su muerte. ¿Recuerda si recibió alguna visita aquel día?

—Creo que no, señor. No recuerdo que hubiese recibido ninguna.

—¿Nadie vino a verle por aquellas fechas?

—El vicario estuvo a tomar el té el día anterior... unas monjitas vinieron pidiendo una suscripción... y una joven llegó por la puerta de atrás con la pretensión de vender a Marjorie algunos cepillos y estropajos para limpiar cacerolas. Insistió mucho. No vino nadie más.

Una expresión preocupada había aparecido en el rostro de Lanscombe. Ya se había desahogado con el señor Entwhistle, y no iba a hacerlo también en aquella ocasión con Hércules Poirot.

Con Marjorie, en cambio, Poirot tuvo en seguida éxito. Marjorie carecía de los convencionalismos del «buen servicio». Era una cocinera de primera clase y para llegar a su corazón bastaba alabar su modo de guisar. Poirot la visitó en la cocina, y supo apreciar algunos platos con gran pericia, y Marjorie, viendo que hablaba con alguien que entendía en la materia, le recibió en el acto como si se tratara de una alma gemela a la suya. No le fue difícil averiguar exactamente lo que se ha servido la noche anterior a la muerte de Ricardo Abernethie. Marjorie, desde luego, recordaba lo ocurrido como: «La noche que hice un soufflé de chocolate falleció el señor Abernethie. Puse seis huevos que había estado ahorrando. El lechero es amigo mío. También conseguí algo de crema. Será mejor que no me pregunte cómo. Le gustó mucho al señor Abernethie.» El resto de la comida fue detalladamente relatada. Lo que sobró de la mesa fue consumido en la cocina. Con lo dispuesta a hablar que estuvo Marjorie, fue poco lo que Poirot averiguó en su entrevista.

Marchó a buscar su abrigo y un par de bufandas para protegerse del frío aire del Norte, y salió a la terraza reuniéndose con Elena Abernethie, que se hallaba cortando unas rosas tardías.

—¿Ha averiguado algo nuevo? —le preguntó.

—Nada, pero era de esperar.

—Lo sé. Desde que el señor Entwhistle me dijo que iba usted a venir, estuve haciendo averiguaciones; pero, la verdad, sin descubrir nada.

Hizo una pausa y agregó esperanzada:

—Tal vez todo sea una pesadilla.

—¿El ser atacado a hachazos?

—No, pensaba en Cora.

—Pero es en Cora en quien yo pienso. ¿Por qué tuvo alguien que matarla? El señor Entwhistle me dijo que aquel día, en el momento en que soltó su comentario, usted misma sintió que había algo extraño. ¿Qué fue?

—Bien... sí; pero no sé...

—¿Extraño, en qué sentido? ¿Inesperado, sorprendente o cómo diríamos... violento, siniestro?

—¡Oh, no, siniestro, no! Sólo algo que no era... ¡Oh, no lo sé! No lo recuerdo y no era importante.

—Pero, ¿por qué no puede recordarlo? ¿Porque otras cosas la alejaron de su mente?

—Sí..., sí, creo que tiene razón. Me figuro que fue el hecho de que mencionara un asesinato. Eso borró todo lo demás.

—¿Fue, tal vez, la reacción de alguna persona en particular ante la palabra «asesinato»?

—Tal vez... Pero no recuerdo haber mirado a nadie en particular. Todos mirábamos a Cora.

—Pudo ser algo que oyera... algo que cayó en aquellos momentos... que se rompió...

Elena frunció el ceño en su esfuerzo por concentrarse.

—No... no lo creo...

—¡Ah!, bueno, algún día lo recordará. Y tal vez no tenga importancia. Ahora, dígame: de todos los de aquí, ¿quién conocía mejor a Cora Lansquenet?

—Supongo que Lanscombe. La recordaba de niña. La doncella, Juanita, entró cuando se acababa de marchar para casarse.

—¿Y después de Lanscombe?

—Me figuro que yo —repuso Elena pensativa—. Maude apenas la conocía.

—Entonces, considerándola como a la persona que mejor la conocía, ¿por qué cree usted que hizo semejante pregunta?

—¡Eso era muy característico en ella! —contestó.

—Lo que quiero decir es que si fue simple comentario. ¿Dejó escapar sinceramente lo que tenía en su pensamiento? ¿O trató de ser maliciosa... divirtiéndose con el asombro de todos?

—No puede estarse muy seguro de las intenciones del prójimo. Nunca supe si era una ingenua... o si se trataba de causar impresión. Eso es lo que usted quiere decir, ¿verdad?

—Sí. Estaba pensando: «Supongamos que Cora se hubiera dicho: «¡Qué divertido sería preguntar si Ricardo Abernethie murió asesinado y ver la cara que ponen todos!» Eso sería característico en ella, ¿verdad?

—Es posible. Ciertamente, poseía un sentido del humor algo infantil. ¿Pero qué diferencia habría?

—Subrayaría el hecho de que no es muy inteligente quien hace chistes sobre un asesinato —repuso Poirot con sequedad.

—¡Pobre Cora!

Poirot cambió de tema.

—¿La esposa de Timoteo Abernethie se quedó a pasar la noche después del funeral?

—Sí.

—¿Hablaron de lo que Cora había dicho?

—Sí; dijo que fue una gran atrocidad muy propia de Cora.

—¿No lo tomó en serio?

—¡Oh, no! Estoy segura de ello.

—Y usted, madame, ¿lo tomó en serio?

—Sí, señor Poirot; creo que sí.

—¿Debido a su impresión de que allí hubo algo extraño?

—Tal vez.

Aguardó... Pero al ver que no decía nada más, prosiguió :

—Hubo una constante separación durante muchos años entre la señora Lansquenet y su familia, ¿verdad?

—Sí. A ninguno nos gustaba su marido; ella se ofendió y así fuimos distanciándonos más y más.

—Y entonces, de improviso, su hermano fue a verla; ¿por qué?

—Lo ignoro... Supongo que sabría, o adivinaría, que no le quedaba mucho tiempo de vida y quiso reconciliarse... aunque en realidad no lo sé.

—¿No se lo dijo?

—¿A mí?

—Sí. Usted estaba aquí, viviendo con él, antes de que fuera a ver a Cora. ¿Ni siquiera le indicó su intención de visitarla?

—Me dijo que iba a ver a su hermano Timoteo... lo cual era cierto. No mencionó para nada a Cora. ¿Quiere que entremos? Debe ser ya hora de comer.

Caminó a su lado, llevando las flores que acababa de cortar. Cuando entraban por la puerta lateral, Poirot le dijo:

—¿Está usted segura, completamente segura, de que durante su permanencia aquí el señor Abernethie no le dijo algo sobre algún miembro de la familia que pudiera resultar revelador?

—Habla usted como un policía.

—Antes lo fui. No tengo potestad... ni derecho a interrogarla. Pero usted desea conocer la verdad. O, por lo menos, es lo que se me ha hecho creer.

Entraron en el saloncito verde; Elena dijo, con un suspiro:

—Ricardo estaba desengañado de la joven generación. Es lo que suele pasarles a los viejos. Los desacreditaba de varias maneras... pero no había nada... nada, ¿comprende?, que pudiera constituir un motivo de asesinato.

—¡Ah! —repuso Poirot.

Elena cogió un jarrón chino y se dispuso a colocar las rosas. Cuando estuvieron a su gusto buscó con la mirada un lugar donde colocarlas.

—Sabe usted arreglar las flores admirablemente, madame. Creo que todo lo que se proponga debe hacerlo a la perfección.

—Muchas gracias. Me encantan las flores. Supongo que éstas estarán bien sobre esa mesa verde de malaquita.

Encima de aquella mesa había ya un ramo de flores de cera cubiertas por una urna de cristal, y al ir a quitarlas Elena, Poirot dijo casualmente:

—¿Le dijo alguien al señor Abernethie que el esposo de su sobrina Susana había estado a punto de envenenar a un cliente al equivocarse en la expedición de una receta? ¡Ah, pardon!

Y se inclinó hacia delante.

El adorno victoriano había resbalado de entre los dedos de Elena. El gesto de Poirot no fue lo bastante rápido y cayó al suelo, haciéndose añicos la campana de cristal. Elena expresó su contrariedad.

—¡Qué torpe soy! Menos mal que las flores no se han estropeado. Puedo hacer que pongan una nueva urna. Las guardaré en el armario que hay debajo de la escalera.

Una vez la hubo ayudado a colocar las flores donde dijo y cuando hubieron vuelto al saloncito, Poirot se excusó:

—Ha sido culpa mía. No debiera haberla sobresaltado.

—¿Qué es lo que me preguntó usted? No lo recuerdo.

—¡Oh!, no hay necesidad de repetir la pregunta. Además también he olvidado de qué se trataba.

Elena se le acercó, y le puso una mano sobre el brazo.

—Señor Poirot, ¿hay alguien cuya vida deba investigarse íntimamente? ¿Deben ser mezcladas en esto las vidas de personas que no tienen nada que ver con... con...?

—¿Con la muerte de Cora Lansquenet? Sí. Porque hay que examinarlo todo. ¡Oh! Es un antiguo refrán... todos tienen algo que esconder. Eso es verdad en todos nosotros... y tal vez lo sea también en usted, madame; pero como le digo, no hay que ignorar nada. Por eso vino a mí su amigo, el señor Entwhistle, porque no pertenezco a la policía. Soy discreto y las cosas que averiguo no me atañen, pero tengo que saber. Y puesto que en este asunto no hay tantas pruebas como personas... será de las personas de quienes voy a ocuparme. Necesito entrevistarme con todo el mundo que estuvo aquí el día del funeral. Y resultaría muy conveniente... sí, de lo más conveniente estratégicamente... que pudiera verlos aquí.

—Me temo —repuso Elena despacio—-que eso sería muy difícil.

—No tanto como usted cree. Ya he ideado un medio. La casa está en venta. El señor Entwhistle puede atestiguarlo (Entendu, algunas veces estas cosas fracasan). Invitará a varios miembros de la familia a reunirse aquí para que escojan los muebles que deseen conservar, antes de sacarlos a subasta. Puede llevarse a la práctica un fin de semana que les vaya bien a todos.

Hizo una pausa y agregó:

—Ya lo ve, es sencillo, ¿verdad?

Elena le miraba. Sus ojos azules eran en aquel momento fríos, casi crueles.

—¿Está tendiendo una trampa a alguien, señor Poirot?

—¡Cielos! Ojalá supiera lo bastante para hacerlo. No, todavía conservo una mentalidad amplia. Pero puede que haya... ciertos cuestionarios...

—¿Cuestionarios? ¿Qué clase de cuestionarios?

—Todavía no me los he formulado a mí mismo. Y de todos modos, madame, será mejor que no los conozca.

—¿Así que yo también tendré que someterme a ello?

—Usted, madame, ha sido sorprendida entre bastidores. Ahora hay una cosa de la que no estoy seguro. La gente joven creo que acudirá en seguida, pero es posible que no sea fácil asegurar la presencia de Timoteo Abernethie. He oído decir que nunca abandona su casa.

—Me parece que en esto tiene suerte, señor Poirot —expresó Elena sonriendo de pronto—. Les están pintando la casa, y a Timoteo le molesta extraordinariamente el olor a pintura. Dice que afecta a la salud. Creo que él y Maude celebrarán poder venir... tal vez para quedarse una o dos semanas. Maude todavía no puede valerse..., ¿ya sabe usted que se rompió un tobillo?

—No lo sabía. ¡Qué mala suerte!

—Por fortuna, ahora tienen a la compañera de Cora, la señorita Gilchrist. Al parecer ha resultado ser un valioso tesoro.

—¿Qué dice usted? —Poirot volvióse bruscamente hacia Elena—. ¿Le pidieron ellos que fuera a su casa? ¿De quién fue la idea?

—Creo que lo arregló Susana. Susana Banks.

—¡Ajá! —replicó Poirot en tono particular—. Conque fue cosa de la pequeña Susana? Le gusta arreglarlo todo.

—Susana me dio la impresión de ser una muchacha muy competente.

—Sí. Lo es. ¿Sabe usted que esa señorita Gilchrist estuvo a punto de morir envenenada con un pastel de boda?

—¡No! —Elena estaba muy sorprendida—. Ahora recuerdo que Maude me dijo por teléfono que esa señorita Gilchrist acababa de salir del hospital; pero no tenía ni idea de por qué estuvo en él. ¿Envenenada? Pero, señor Poirot..., ¿por qué?

—¿De verdad me lo pregunta?

—¡Oh, tráigalos todos aquí! —exclamó Elena con vehemencia—. ¡Descubra la verdad! No debe haber más asesinatos.

—¿Está dispuesta a ayudar?

—Sí.

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