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El señor Entwhistle estudió a Susana Banks mientras ésta se inclinaba sobre la mesa hablando con su habitual locuacidad.

Carecía de la belleza de Rosamunda, pero su rostro era atractivo y su encanto consistía principalmente en su vitalidad. La línea de sus labios carnosos formaba una suave ondulación. Era una boca esencialmente femenina, lo mismo que su figura. No obstante, en muchos aspectos se parecía a su tío Ricardo Abernethie. La forma de la cabeza, de la mandíbula y los ojos profundos y reflexivos; tenía la misma personalidad dominante que Ricardo, la misma energía, intuición y recto juicio. De los tres miembros de la joven generación sólo ella parecía estar hecha del metal que había acrecentado la vasta riqueza de los Abernethie. ¿Habría reconocido Ricardo en su sobrina su propio espíritu? El señor Entwhistle opinaba que sí. Ricardo siempre fue un hábil conocedor de caracteres. Allí, sin duda, se hallaban las cualidades precisas que anduvo buscando. Y, sin embargo, en su testamento no hizo distinción alguna en su favor. Desconfiando de Jorge, según opinaba el abogado, y pasando por alto la encantadora inutilidad que era Rosamunda, ¿no habría encontrado en Susana lo que andaba buscando... una heredera de su propio temple?

Si no fue así, debía ser a causa de... Sí, era lógico... de su marido.

Los ojos del señor Entwhistle miraron por encima del hombro de Susana a Gregorio Banks, que, de pie, tras ella, estaba sacándole punta a un lápiz.

Era un joven delgado, pálido, insignificante, con el cabello rojizo. Quedaba tan apagado junto a la personalidad brillante de Susana que era difícil precisar cómo era en realidad. Ningún rasgo sobresaliente... Tranquilo, dispuesto a agradar, y, no obstante, no sabría describirle satisfactoriamente. Había un algo intranquilizador en su insignificancia. Fue una unión desigual..., pero Susana se empeñó en casarse con él... arrollando toda oposición... ¿Por qué? ¿Qué es lo que vería en él?

Y ahora, a los seis meses después de su matrimonio... «Está loca por él», díjose el abogado. Conocía los síntomas. Una larga serie de esposas con conflictos matrimoniales habían pasado por la oficina de Bollard, Entwhistle, Entwhistle y Bollard. Mujeres locamente enamoradas de maridos deficientes y carentes de atractivos; otras, desdeñosas hacia sus esposos aparentemente impecables y apuestos. Lo que las mujeres ven en un hombre en particular, está más allá de la comprensión de la limitada inteligencia masculina. Es así. Una mujer inteligente puede convertirse en una tonta por cierto hombre. Susana era de éstas. Para ella el mundo giraba alrededor de Greg. Y esto encierra un peligro.

Susana hablaba con énfasis e indignación.

—Es una desgracia. ¿Recuerda aquella mujer que asesinaron el año pasado en Yorkshire? No han arrestado a nadie. Y aquella anciana de aquella dulcería, que fue asesinada con una barra de hierro. Detuvieron a unos cuantos y luego los pusieron en libertad.

—Hay que tener pruebas —repuso el señor Entwhistle.

Susana no le prestó atención.

—Y aquel otro caso... una enfermera retirada... la mataron con un hacha como a tía Cora.

—¡Válgame Dios, Susana! Parece haber hecho usted un profundo estudio de esos crímenes —dijo Entwhistle.

—Es natural recordar esas cosas... y cuando uno de la familia es asesinado... y del mismo modo..., pues demuestra que debe haber muchos criminales sueltos por el país, asaltando y atacando a mujeres solitarias... ¡Y la policía ni se preocupa!

—No desacredite a la policía, Susana. Es un cuerpo de hombres muy inteligentes y pacientes... y también constantes. Porque no se diga nada en los periódicos, ello no quiere decir que se haya abandonado un caso.

—Y, sin embargo, cada año cientos de crímenes quedan impunes.

—¿Cientos? —el señor Entwhistle pareció poco convencido—. Un cierto número sí. Hay muchas ocasiones en que la policía sabe quién ha cometido el crimen, pero no existen pruebas suficientes para poder detener al culpable.

—No lo creo —dijo Susana—. Y opino que si se sabe con certeza quién ha cometido el crimen, siempre pueden encontrar pruebas.

—Me pregunto... —el señor Entwhistle parecía preocupado—. No dejo de preguntarme...

—¿Tiene alguna idea... en el caso de tía Cora, de quién pudo ser?

—Eso no podría decirlo. Que yo sepa, no. Pero no tiene por qué confiar en mí. Además han pasado muy pocos días. El asesinato se cometió anteayer.

—Tiene que haber sido un determinado tipo de criminal. Un bruto, tal vez un perturbado... un soldado desertor o un escapado de presidio... Porque para haber empleado el hacha...

Con entonación guasona, el señor Entwhistle alzó las cejas y recitó:


Lizzie Borden con un hacha

dio a su padre cincuenta hachazos,

y al ver lo que había hecho

hizo a su madre en cincuenta y un pedazos.


—¡Oh! —Susana enrojeció disgustada—. Cora no vivía con ningún familiar... a menos que se refiera a su señorita de compañía. Y de todos modos Lizzie Borden fue absuelta. Nadie tiene la certeza de que matara a su padre y a su madrastra.

—El versito es completamente difamatorio —convino el señor Entwhistle.

—¿Quiere decir que fue su señorita de compañía quien la mató? ¿Es que Cora le ha dejado algo?

—Un broche de amatistas de escaso valor y algunos bocetos al óleo de un pueblecito pesquero de un valor meramente sentimental.

—Hay que tener un motivo para asesinar. Salvo que se esté perturbado.

El abogado soltó una risita.

—Al parecer, la única persona que tiene un motivo es usted, mi querida Susana.

—¿Qué? —Gregorio se acercó de improviso. Era como un sonámbulo que acabara de despertar, Una luz extraña brillaba en sus ojos. Ya no resultaba el suyo un rostro inexpresivo—. ¿Qué es lo que Susana tiene que ver en esto? ¿Qué es lo que usted insinúa... al decir semejante cosa?

—Cállate, Greg —dijo Susana con aspereza—. El señor Entwhistle no ha querido decir nada...

—Ha sido sólo una broma —dijo el abogado, disculpándose—. Y me temo que no del mejor gusto. Cora ha dejado todos sus bienes a usted, Susana; pero para una mujer joven que acaba de heredar varios cientos de miles de libras, este legado, que a lo más sumarán unos cientos, no puede representar un móvil de asesinato.

—¿Me ha dejado su dinero? —Susana pareció extrañada—. ¡Qué extraordinario! ¡Si ni siquiera me conocía! ¿Por qué cree usted que lo hizo?

—Pues creo que había oído rumores acerca de las dificultades que encontró... para su matrimonio.

Greg, que había vuelto a su tarea de afilar el lápiz, frunció el ceño.

—Ella también las tuvo —continuó el anciano—, y creo que debió experimentar un profundo sentimiento de compañerismo.

Susana preguntó con cierto interés:

—¿Se casó con un artista a disgusto de toda la familia, verdad? ¿Era un buen artista?

El señor Entwhistle meneó la cabeza con energía.

—¿Hay algunas pinturas suyas en la casita?

—Sí,

—Entonces iré a juzgar por mí misma —replicó Susana.

El anciano sonrió ampliamente ante el gesto obstinado de Susana.

—Haga lo que quiera. Sin duda soy muy viejo y anticuado en asuntos de arte, pero la verdad, no creo que discrepe de mi veredicto.

—Me figuro que, de todas formas, tendré que ir a ver lo que hay. ¿Vive alguien allí ahora?

—Lo he arreglado para que la señorita Gilchrist permanezca en la casa hasta nuevo aviso.

—Debe tener unos nervios muy templados para permanecer tranquila en una casa donde acaba de cometerse un crimen —dijo Greg.

—La señorita Gilchrist es una mujer muy razonable. Además —agregó el abogado secamente—, no creo que tenga otro sitio a donde ir hasta que encuentre nuevo empleo.

—¿Así que la muerte de tía Cora la ha dejado en la calle? ¿Estaban... tía Cora y ella... en términos amistosos?

El anciano la miró con curiosidad, preguntándose qué es lo que estaba pensando.

—Más o menos —repuso—. Nunca trató a la señorita Gilchrist como a una asalariada.

—Yo diría que mucho peor —replicó Susana—. Esas mal llamadas «señoras» son las que más las explotan hoy en día. Veré de encontrarle alguna ocupación decente. No será difícil. Cualquiera que esté dispuesta a cuidar un poco de la casa y a guisar vale lo que pesa en oro... Sabe cocinar, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Me parece que es algo que se llama «tareas rudas» lo que no quiere hacer. Temo no saber con exactitud lo que eso significa.

Susana pareció divertida.

—Su tía ha nombrado a Timoteo su albacea testamentario —dijo Entwhistle después de mirar su reloj.

—¿Timoteo? —dijo Susana con rencor—. ¡Si tío Timoteo es prácticamente un mito! No se le ve nunca.

—Cierto —el abogado volvió a mirar el reloj—. Esta tarde tengo que ir a verle, Le comunicaré su decisión de ir a la casita.

—Me figuro que eso no me entretendrá más de uno o dos días. No quiero estar fuera de Londres mucho tiempo. Tengo algunos planes. Voy a dedicarme a los negocios.

El señor Entwhistle paseó su mirada por el reducido salón de aquel pisito. Era evidente que Greg y Susana lo pasaban mal. El padre de ella había acabado con casi todo su dinero y dejó a su hija en muy mala situación económica.

—¿Cuáles son sus planes para el futuro?

—Tengo puestos los ojos en algunos locales de la calle Cardigan. Me figuro que en caso necesario podrá adelantarme algún dinero, ¿verdad? Tengo que pagar un depósito.

—Eso puede arreglarse —dijo el abogado—. La llamé varias veces al día siguiente de los funerales..., pero no me contestaron. Pensé que tal vez pudiera usted necesitar un anticipo. Me pregunté si se habría marchado de la ciudad.

—¡Oh, no! —repuso en el acto Susana—. Estuvimos en casa todo el día. Los dos. No salimos para nada.

Greg dijo, sin darle importancia:

—Ya sabes, Susana, que nuestro teléfono estuvo estropeado ese día. Recuerda que no pude hablar con Hard y Compañía aquella tarde. Quise dar aviso, pero a la mañana siguiente volvía a funcionar perfectamente.

—Los teléfonos son a veces algo informales —dijo Entwhistle.

—¿Cómo se enteró tía Cora de nuestra boda? —preguntó Susana de pronto—. Nos casamos en un Registro Civil y no lo dijimos a nadie hasta un tiempo después.

—Me figuro que Ricardo debió decírselo. Rehizo su testamento hará cosa de tres semanas; antes estaba a favor de una Sociedad Teosófica. Precisamente cuando él debió ir a verla.

—¿Tío Ricardo fue a verla? —Susana parecía sorprendida—. No tenía la menor idea.

—Ni yo tampoco —dijo el abogado.

—Así que fue entonces cuando...

—¿Cuando qué?

—Nada, no haga caso —dijo Susana.

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