Capítulo XXV

—Pero no comprendo lo de las flores de cera —dijo Rosamunda, fijando sus grandes ojos azules en Poirot.

Se hallaban en Londres, en el piso de Elena.

La propia Elena estaba sentada en el sofá y Rosamunda y Poirot tomaban el té con ella.

—No veo que las flores de cera tengan nada que ver con esto —repitió Rosamunda—, ni la mesa de malaquita.

—La mesa de malaquita, no; pero esas flores fueron el segundo error de la señorita Gilchrist. Dijo que hacían muy bonito sobre la mesa de malaquita. Y no podía haberlas visto allí porque se rompió la urna de cristal antes de que ella llegara con el matrimonio Abernethie. De modo que sólo pudo verlas cuando estuvo allí como Cora Lansquenet. Eso demuestra, madame, los peligros de la conversación. Yo mantengo la opinión de que si se puede inducir a una persona a hablar durante un buen rato, sobre cualquier tema, más pronto o más tarde se traicionaría. Eso le pasó a la señorita Gilchrist.

—Tendré que ir con cuidado —repuso Rosamunda, pensativa—. ¿No lo sabe? Voy a tener un hijo.

—¡Aja! ¿Con que ése era el secreto de la calle Harley y Regent's Park?

—Sí. Estaba tan sorprendida... que tuve que ir a algún sitio para pensar.

—Recuerdo que usted me dijo que no le sucede muy a menudo.

—Bien, es mucho más fácil no hacerlo, pero esta vez tuve que decidir sobre mi futuro. Y he resuelto abandonar la escena y ser sólo una madre.

—Un papel que le sentará admirablemente.

—Sí, es maravilloso. Miguel está encantado. No creí que lo tomara así, la verdad.

Hizo una pausa y añadió:

—Susana se queda con la mesa de malaquita. Pensé que como iba a tener un bebé...

—Su negocio de productos de belleza promete —dijo Elena—. Creo que va a tener un gran éxito.

—Sí, ha nacido para tenerlo —dijo el detective—. Es como su tío.

—Supongo que se referirá a Ricardo —replicó Rosamunda—. No a Timoteo.

—Desde luego —rieron todos.

—Greg se ha marchado fuera... creo que para hacer una cura de reposo, según Susana —comentó Rosamunda mirando a Poirot, que no despegó los labios—. No puedo imaginar por qué sigue diciendo que asesinó a tío Ricardo. ¿Cree usted que era un modo de darse importancia?

Poirot soslayó la cuestión.

—He recibido una carta muy atenta del señor Timoteo Abernethie, dándome las gracias por los servicios que he prestado a la familia.

—Creo que tío Timoteo es muy desagradable —dijo Rosamunda.

—Voy a pasar con ellos la semana que viene —repuso Elena—. Al parecer, van a arreglar los jardines, pero siguen sin encontrar servicio.

—Me figuro que deben echar de menos a esa horrible señorita Gilchrist —dijo Rosamunda—. Pero me atrevo a asegurar que al final también hubiera asesinado a tío Timoteo. ¡Qué divertido hubiera sido!

—Para usted parece que todos los crímenes lo son, madame.

—¡Oh, no! —replicó Rosamunda—. Pero yo creí que había sido Jorge. Puede que algún día lo intente.

—¿Y eso sería divertido? —Poirot habló con sarcasmo.

—Sí, ¿no le parece? —Rosamunda cogió otro pastel.

Poirot volvióse a Elena.

—¿Y usted, madame, se irá a Chipre?

—Sí, dentro de quince días.

—Entonces permítame desearle un feliz viaje.

Se inclinó para besar su mano. Elena le acompañó hasta la puerta, dejando a Rosamunda entregada a la tarea de devorar pastelillos de crema.

—Quiero que sepa, señor Poirot —dijo Elena, sin otro preámbulo—, que la herencia de tío Ricardo supone mucho más para mí que para cualquiera de los demás beneficiados.

—¿Tanto, madame?

—Sí. ¿Sabe...? Hay un niño en Chipre... A mi esposo y a mí nos gustaban mucho los niños... y fue una gran pena para nosotros no tener hijos. Después de su fallecimiento, mi soledad se hizo insoportable. Cuando hacía de enfermera en Londres, casi al terminar la guerra, conocí a cierta persona... Era más joven que yo y casado, aunque no era feliz. Él regresó a Canadá con su mujer y sus hijos... Nunca supo lo de nuestro hijo. Él no le hubiera querido; yo, sí. Me parecía un milagro... Con el dinero de Ricardo podré educar a mi sobrino, como le llamo, y encauzarle en la vida —se detuvo—. Nunca se lo dije a Ricardo. Me apreciaba mucho, y yo a él... pero no hubiera comprendido. Usted sabe tanto de todos nosotros que pensé que no me importaría que conociera mi historia.

Poirot volvió a inclinarse para besar su mano.

Al volver a su casa encontró ocupada la butaca del lado izquierdo de la chimenea.

—Hola, Poirot —dijo el señor Entwhistle—. Acabo de llegar del Juzgado. El veredicto, desde luego, ha sido: culpable. Pero no me sorprendería que acabaran llevándola a Broadmoor. Desde que está en la cárcel ha perdido la cabeza. Está la mar de contenta y amable. Se pasa la mayor parte del tiempo haciendo planes para montar una serie de salones de té. Su última novedad se llamará «Las Lilas», y piensa abrirlo en Corner. ¿No habrá estado siempre un poco loca? —¡No, cielo santo! Estaba tan cuerda como usted o como yo cuando planeó el crimen. Y lo llevó a cabo con la mayor sangre fría. Es bastante inteligente, bajo su apariencia sencilla.

Poirot estremecióse ligeramente.

—Estoy pensando —agregó— en las palabras de Susana Banks: «Nunca imaginé que una mujer así pudiera ser una asesina.»

—¿Por qué no? —repuso el señor Entwhistle—. Hay asesinos de todas clases.

Quedaron silenciosos... y Poirot fue pensando en todos los criminales que había conocido...

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