Capítulo VII

—No sabe cuánto aprecio su invitación —dijo el señor Entwhistle, estrechando con calor la mano de su anfitrión.

Hércules Poirot le indicó una butaca junto al fuego.

El señor Entwhistle exhaló un suspiro mientras tomaba asiento.

A un lado de la habitación había una mesa dispuesta con dos cubiertos.

—Esta mañana he vuelto del campo —dijo el abogado.

—¿Y tiene algún asunto sobre el que desee consultarme?

—Sí. Me temo que es una historia bastante ambigua y extensa.

—Entonces esperaremos a haber comido. ¿Jorge?

El eficiente Jorge acudió diligente y sirvió Pate de Foie gras y tostadas calentitas envueltas en una servilleta.

—Lo tomaremos junto al fuego —dijo Poirot—. Luego pasaremos a la mesa.

Una hora y media después, el señor Entwhistle volvía a arrellanarse en su butaca con un suspiro de satisfacción.

—Desde luego, usted sabe vivir, Poirot. Hace honor a los franceses.

—Soy belga, pero en lo demás ha acertado. A mi edad, el mayor placer, casi el único que todavía queda, es el de la buena mesa. Afortunadamente, tengo un estómago excelente.

—¡Ah! —murmuró el abogado.

Habían cenado Lenguado Verónica, seguido de Escalopas de ternera a la Milanesa, que precedieron a Poire Flambée.

Bebieron Poully Fuisse, luego Corton, y ahora, junto al codo del señor Entwhistle, reposaba una copa de buen oporto. Poirot, que no gustaba del oporto, bebía una copita de Crema de Cacao.

—No sé cómo se las arregla para encontrar unas escalopas así —decía Entwhistle en tono nostálgico—. ¡Se deshacían en la boca!

—Tengo un amigo en el continente que es cocinero. Gracias a él tengo resuelto ese pequeño problema doméstico.

—Problema doméstico —el señor Entwhistle suspiró—. Ojalá no me hubiera recordado... Es un momento tan perfecto...

—Pues prolónguelo, amigo mío. Ahora tomaremos el demi tasse y el coñac. Y cuando la digestión comience a seguir su curso, entonces me dirá por qué necesita mi consejo.

El reloj dio las nueve y media antes de que el abogado se removiera en su butaca. El momento psicológico había llegado ya. Ya no sentía reparos en exponer sus perplejidades... sino que estaba deseando hacerlo.

—No sé si me estaré convirtiendo en el mayor tonto del mundo —dijo—. El caso es que no veo qué es lo que puede hacerse, pero quiero exponerle todos los hechos para que me dé usted su opinión.

Hizo una breve pausa y luego le contó su historia con toda minuciosidad. Su profesión le capacitaba para saber exponer los hechos con claridad, sin omitir ni agregar nada superfluo. Fue un resumen claro y sucinto, y por tanto muy del agrado del hombrecillo de cabeza ovoidal.

Cuando hubo terminado se hizo un silencio. El señor Entwhistle se hallaba dispuesto a contestar cualquier pregunta, pero durante unos momentos Hércules Poirot no le hizo ninguna. Estaba considerando los hechos.

Al fin dijo:

—Me parece muy claro. Usted tiene la sospecha de que su amigo Ricardo Abernethie pudo haber muerto asesinado. Esta suposición o sospecha, se basa únicamente en una cosa... las palabras pronunciadas por Cora Lansquenet después de los funerales de Ricardo Abernethie. Déjelas a un lado y verá que no queda nada. El hecho de que fuera asesinada al día siguiente puede ser una mera coincidencia. Es cierto que Ricardo Abernethie murió repentinamente, pero le atendía un médico de fama que le conocía muy bien, y que no tuvo reparos en extender el certificado de defunción. ¿Le enterraron o fue incinerado?

—Incinerado... según su deseo expreso.

—Sí, así es la ley. Y eso significa que otro doctor firmó el certificado de defunción... pero no habría dificultades en cuanto a esto. Así que volvamos al punto esencial: lo que dijo Cora Lansquenet. Usted estaba allí y la oyó. Dijo: «Fue asesinado, ¿verdad?»

—Exactamente.

—Y la verdad es que usted... cree que decía la verdad.

El abogado vaciló unos momentos y luego afirmó:

—Sí, es cierto.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió Entwhistle ligeramente extrañado.

—Pues sí, ¿por qué? ¿Es que en su fuero interno sentía ya alguna inquietud con respecto a la muerte de Ricardo?

El abogado meneó la cabeza.

—No, no. En absoluto.

—Entonces fue por... Cora. ¿La conocía usted bien?

—No la había visto desde hacía... Oh... desde hacía veinte años.

—¿La hubiera reconocido de habérsela encontrado en la calle?

—Hubiera pasado por su lado sin reconocerla —repuso tras meditar unos instantes—. La última vez que la vi era una muchacha delgadísima, y ahora se había convertido en una mujer madura, obesa y descuidada. Pero creo que la hubiera reconocido al hablarle cara a cara. Llevaba el pelo peinado del mismo modo, con su flequillo cortado sobre la frente, y conservaba la costumbre de agachar la cabeza para mirarle a uno, como un animalillo tímido, y ladearla cuando decía algo chocante. Tenía carácter, y eso siempre es un sello personal inconfundible.

—En resumen, era la misma Cora que usted conociera años atrás. ¡Y seguía diciendo las cosas más sorprendentes! Las cosas que... las cosas chocantes, claro... que dijera en el pasado... ¿estaban justificadas, por lo general?

—Eso siempre fue lo más sorprendente de Cora. Cuando hubiera sido mejor callar una verdad... la decía.

—Y esa característica de su personalidad no cambió. Ricardo Abernethie fue asesinado... y Cora lo comentó en el acto.

—¿Usted cree que fue asesinado? —preguntó vivamente el señor Entwhistle.

—No, no, no, amigo mío; no podemos ir tan de prisa. Estamos de acuerdo en esto: Cora creyó que había sido asesinado. Estaba completamente segura. En ella era una certeza más que una suposición. Y por ello llegamos a esto: debió tener alguna razón para creerlo, ya que usted sabe, pues la conocía, que no acostumbraba inventar cosas. Ahora dígame... cuando lo dijo, se levantó en seguida una ola de protestas... ¿verdad?

—Exacto.

—Y entonces sintióse confundida, avergonzada, y quiso rectificar lo dicho... diciendo... por lo que recuerdo, algo parecido a: «Pero yo creí... por lo que me dijo...»

El abogado asintió con la cabeza.

—Quisiera poder acordarme mejor. No obstante, estoy casi seguro de que utilizó estas palabras: «me dijo» o «dijo...»

—Y el caso es que luego todos se pusieron a hablar de otras cosas. ¿No puede usted recordar... alguna expresión especial en aquellos rostros? Algo que permanezca en su memoria... ¿cómo diría yo... inusitado?

—No.

—Y al día siguiente Cora es asesinada y usted se pregunta: ¿No será causa y efecto?

—Me figuro que le parece fantástico.

—En absoluto —repuso Poirot—. Dada la sospecha original, es correcto, lógico. El crimen perfecto, el asesinato de Ricardo Abernethie, ha sido cometido, todo ha salido a la perfección y de pronto aparece una persona que sabe la verdad. Es evidente que esa persona debe desaparecer lo más rápidamente posible.

—Entonces... ¿usted cree que se trata de un asesinato?

—Creo, mon cher, exactamente lo mismo que usted... que es un caso que debe investigarse. ¿Ha dado usted ya algún paso? ¿Ha hablado de todo esto con la policía?

—No. No creí que pudiera conseguir nada bueno. Yo represento a la familia. Si Ricardo Abernethie murió asesinado, parece que únicamente pudo haberlo sido de un modo.

—¿Envenenado?

—Exacto. Y el cuerpo ha sido incinerado. Ahora no puede comprobarse. Pero he decidido que yo debo estar seguro de ello. Por eso he venido a verle, Poirot.

—¿Quiénes estaban en la casa cuando murió?

—Un viejo mayordomo que lleva muchos años en la casa, una cocinera y la doncella. Tal vez aparezca como si necesariamente tuviera que haber sido uno de ellos...

—¡Ah! No trate de echarme tierra a los ojos. Esa Cora sabe que Ricardo Abernethie ha sido asesinado y no obstante se aviene a callar diciendo: «Creo que tenéis razón». En ese caso debe tratarse de un miembro de la familia, de alguien a quien ni la propia víctima hubiera acusado abiertamente. O de otro modo, puesto que Cora apreciaba a su hermano, no se hubiera avenido a dejar en el incógnito al asesino. Está de acuerdo conmigo, ¿verdad?

—De ese modo razoné yo..., sí —confesó el señor Entwhistle—. Aunque, ¿cómo es posible que un miembro de la familia...?

Poirot le atajó:

—Cuando se trata de venenos existen toda clase de posibilidades. Es de presumir que se tratase de alguna clase de narcótico, ya que murió mientras dormía y además no hubo apariencias sospechosas. Es posible que se medicara con alguno.

—De todas maneras, ahora el «cómo» no importa—dijo el abogado—. No podremos probar nada.

—En el caso de Ricardo Abernethie, no; pero el asesinato de Cora Lansquenet es distinto. Una vez sepamos «quién», entonces será posible conseguir pruebas. —Y agregó con una aguda mirada—: Supongo que usted habrá hecho algo.

—Muy poco. Creo que mi propósito fue principalmente el de las eliminatorias. Me resulta desagradable pensar que un miembro de la familia Abernethie pueda ser un asesino. Todavía no puedo creerlo. Me pareció que con unas cuantas preguntas aparentemente sin importancia podría eliminar de sospechas a ciertos miembros de la familia. ¿Quién sabe, si tal vez a todos ellos? En cuyo caso Cora debería haberse equivocado en sus suposiciones y su muerte pudiera atribuirse a cualquier vagabundo que entrara a robar. El procedimiento es bien sencillo. ¿Dónde estuvieron los Abernethie durante la tarde en que Cora Lansquenet fue asesinada?

Eh bien —replicó Poirot—. ¿Dónde estaban?

—Jorge Crossfield en Hurst Park, en las carreras. Rosamunda Shane en Londres, de compras. Su esposo..., ¿debo incluir a los maridos?

—Desde luego.

—Su esposo estaba en tratos para poner una obra en escena. Susana y Gregorio Banks estuvieron en casa todo el día. Timoteo Abernethie, que está inválido, se hallaba en su casa de Yorkshire y su esposa regresaba allí en su automóvil, de Enderby.

Se detuvo.

Hércules Poirot le miró, asintiendo comprensivamente.

—Sí, eso es lo que ellos dicen. ¿Pero es todo verdad?

—No lo sé, Poirot. Algunas de sus declaraciones pueden ser comprobadas... pero resultaría difícil actuar sin dar a conocer nuestras intenciones. En resumen, el hacerlo equivaldría a formular una acusación. Le expondré con sencillez ciertas conclusiones mías. Jorge pudo haber estado en Hurst Park, pero no lo creo. Fue lo bastante atolondrado para decir que había acertado un par de ganadores. Sé por experiencia que muchos fuera de la ley labran su propia ruina por hablar demasiado. Le pregunté el nombre de los caballos y me dio dos sin titubeo aparente. Hice averiguaciones, descubriendo que ambos tuvieron fuertes apuestas aquel día, y que uno de ellos ganó. El otro, a pesar de ser uno de los favoritos, ni siquiera consiguió colocarse.

—Muy interesante. Ese Jorge, ¿tenía necesidad de dinero cuando murió su tío?

—Tengo la impresión de que su necesidad era muy apremiante. Carezco de pruebas para asegurarlo, pero sospecho que estuvo especulando con los fondos de sus clientes y corría peligro de ser descubierto. Sólo es una impresión mía, pero tengo cierta experiencia en estos asuntos. Los agentes poco escrupulosos, lamento confesar que son cosa bastante corriente. Sólo puedo decirle que yo no le hubiera confiado mi dinero, y sospecho que Ricardo Abernethie, que sabía juzgar muy bien a los hombres, también debió desconfiar de su sobrino y por eso no le dejaría un puesto de confianza. Su madre —continuó el abogado tras breve pausa— fue una muchacha atractiva y bastante tonta que se casó con un hombre que calificaría de «carácter dudoso» —Suspiró—. Las jóvenes Abernethie no supieron escoger. Y en cuanto a Rosamunda —prosiguió—, es encantadora. ¡No me la imagino golpeando la cabeza de Cora con un hacha! Su esposo, Miguel Shane, es algo misterioso... Un hombre con ambición y voluntad excesiva; pero, la verdad, sé muy poco de él. No tengo razón para considerarle un criminal sin escrúpulos o un envenenador, pero hasta que sepa lo que hacía realmente no puedo con seguridad eliminarle.

—Pero no siente dudas acerca de su esposa.

—No... no... no puedo imaginarla con el hacha. Es una criatura de aspecto frágil.

—¡Y bonita! —dijo Poirot con una sonrisa irónica—. ¿Y la otra sobrina?

—¿Susana? Es un tipo muy diferente del de Rosamunda... Yo diría que es una muchacha de mucho talento. Estuvo en casa todo el día con su esposo. Yo les dije, mintiendo, que intenté telefonearla la tarde en cuestión, y Greg repuso apresuradamente que el teléfono estuvo todo el día estropeado, que quiso hablar con no sé quién, y no lo consiguió.

—Esto tampoco es concluyente... No es posible eliminar a todos como esperábamos... ¿Qué tal ese Greg?

—Es difícil de describir. Tiene una personalidad desagradable, aunque no sé con exactitud por qué produce esa impresión. Y en cuanto a Susana...

—¿Sí?

—Susana me recuerda a su tío. Tiene el vigor, la energía y la inteligencia de Ricardo Abernethie, pero me parece que le falta su amabilidad y su entusiasmo.

—Las mujeres nunca son amables —le hizo observar Poirot—. Aunque algunas veces se pongan tiernas. ¿Está enamorada de su esposo?

—Afirmaría que locamente, pero la verdad, Poirot, no puedo creer... ni por un momento que Susana...

—¿Prefiere sospechar de Jorge? ¡Es natural! En cuanto a mí, no soy tan sentimental con respecto a las mujeres bonitas. Ahora cuénteme su visita a la vieja generación.

El señor Entwhistle le relató su conversación con Maude y Timoteo, y Poirot resumió:

—¿Así que la señora Abernethie es un buen mecánico? Conoce bien los secretos del motor, y el señor Abernethie no está tan inválido como quiere dar a entender. Sale de paseo y, según usted, es capaz de cualquier acción violenta. También es algo ególatra y envidiaba el éxito y el carácter superior de su hermano.

—Habló de Cora con mucho afecto.

—Y ridiculizó su estúpido comentario, hecho después del funeral. ¿Qué me dice del sexto beneficiario?

—¿Elena? ¿La viuda de Leo? No sospecho de ella lo más mínimo. De todos modos, su inocencia puede probarse fácilmente. Estaba en Enderby con los tres criados de la casa.

Eh bien, amigo mío —dijo Poirot—. Seamos prácticos. ¿Qué es lo que quiere que yo haga?

—Quiero saber la verdad, Poirot.

—Sí, sí. Yo en su lugar obraría igual.

—Y usted es el hombre indicado para descubrirla. Sé que ya no se dedica a esto, pero le pido que se encargue de este caso. Éste es un asunto de negocios. Yo responderé de sus honorarios. Decídase, el dinero siempre resulta útil.

—¡No mucho, si todo se va en impuestos! Pero acepto, su problema me interesa porque no es fácil... Está todo tan confuso... Hay una cosa, amigo mío, que será mejor que la haga usted. Luego yo me ocuparé de todo, pero creo preferible que sea usted quien averigüe cuál fue el médico que atendió a Ricardo Abernethie. ¿Le conoce?

—Algo.

—¿Qué tal es?

—De mediana edad. Muy competente, y muy amigo de Ricardo.

—Entonces búsquele. Le hablará más libremente a usted que a mí. Pregúntele por la enfermedad de Abernethie. Averigüe qué medicinas tomaba cuando murió, o antes. Si le dijo que creía que le estaban envenenando. A propósito, ¿esa señorita Gilchrist está segura de que empleó ese término él día aquel cuando le oyó hablar con su hermana?

El señor Entwhistle reflexionó.

—Empleó esa palabra. Pero es de ese tipo de testigos que a menudo cambian las palabras, porque está convencida de que conoce su significado. Si Ricardo hubiera dicho que temía que alguien estuviera intentando matarle, la señorita Gilchrist pudo dar por hecho que se trataba de veneno, porque relacionó sus temores con los de una tía suya que sospechaba que le ponían veneno en la comida. Puedo volver a hablar con ella de este asunto.

—Sí. O tal vez lo haga yo. —Hizo una pausa y agregó en otro tono de voz—: ¿Se le ha ocurrido pensar que esa señorita puede correr peligro?

—Pues no —Entwhistle miróle sorprendido.

—Pues sí. Cora expuso sus sospechas el día de los funerales. La pregunta que debió hacerse el asesino es ésta: ¿Las comunicaría a alguien cuando supo que Ricardo había muerto? Y la persona más apropiada para ello es la señorita Gilchrist. Opino, mon cher, que hubiera sido mejor no dejarla sola en aquella casa.

—Creo que Susana piensa Ir.

—¡Ah! ¿La señora Banks?

—Desea recoger las cosas de Cora.

—Ya... ya... Bueno, amigo mío, haga lo que le he dicho. También puede preparar a la señora Abernethie... la viuda, de Leo, por si se me ocurriera hacerle una visita. Veremos. Desde ahora yo me ocuparé de todo.

Y Poirot se retorció el bigote con inusitada energía.

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