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La señorita Gilchrist era una mujer delgada de rostro marchito y cabellos cortos y grises. Tenía una de esas caras indeterminadas que suelen poseer las mujeres cincuentonas.

Recibió calurosamente al señor Entwhistle.

—¡Cuánta celebro que haya venido! La verdad es que sé tan poco de la familia de la señora Lansquenet... y nunca, nunca tuve nada que ver con un crimen. ¡Es horrible!

El señor Entwhistle estaba seguro de que eran sinceras sus palabras, y su reacción era bien parecida a la de su socio.

—Claro, son cosas que se leen en el periódico —dijo la señorita Gilchrist—, pero ni siquiera así me atraen.

La siguió hasta la salita, mirando a su alrededor. Se olía fuertemente a pintura antigua. El chalet estaba lleno, no de muebles sino de cuadros. Las paredes estaban cubiertas de ellos, pinturas al óleo, oscuras y sucias. También había algunas acuarelas y uno o dos bodegones. Otros cuadros de menor tamaño estaban amontonados bajo la ventana.

—La señora Lansquenet solía comprarlos en las subastas —explicó la señorita Gilchrist—. Le interesaban mucho a la pobre. Iba a todas las subastas de los alrededores. Hoy día están tan baratos... Nunca pagaba más de una libra por un cuadro y algunas veces sólo unos chelines y siempre cabía la maravillosa posibilidad de adquirir algo que realmente fuese una ganga. Solía decir que éste era de la Escuela Primitiva Italiana y que bien pudiera valer un montón de dinero.

El señor Entwhistle contempló el cuadro indicado con expresión dudosa. Cora nunca entendió nada de pintura. Si cualquiera de aquellas telas llegaba a valer cinco libras él... ¡se comería su sombrero!

—La verdad es que yo no entiendo gran cosa de pintura aunque mi padre era pintor —dijo la señorita Gilchrist notando su expresión—, pero no famoso. Cuando niña también yo pinté algunas acuarelas y oí hablar mucho sobre pintura. A la señora Lansquenet le gustaba tener alguien con quien hablar de este tema y que la comprendiera. Pobre, se preocupaba mucho por todo cuanto se relacionase con las obras de arte.

—¿La apreciaba usted?

Era una pregunta tonta. ¿Cómo iba a contestarle que no? Cora debió resultar una mujer muy agradable para vivir con ella.

—¡Oh, sí! —repuso la señorita Gilchrist—. Nos llevábamos muy bien. Ya sabe usted que en algunos aspectos era como una niña. Decía todo lo que se le ocurría. Y su opinión no siempre era muy apropiada...

Nunca se dice de una persona fallecida: «Era tonto de remate», por eso el señor Entwhistle dijo:

—No era una mujer intelectual.

—No... no, puede que no, pero era muy lista; muy lista. Algunas veces me sorprendía ver cómo se las arreglaba para dar siempre en el clavo.

El señor Entwhistle contempló a la señorita Gilchrist con creciente interés. Tampoco la creía tonta.

—Ha estado usted varios años con la señora Lansquenet, según tengo entendido.

—Tres y medio.

—Usted, eh... le hacía compañía y además, eh... llevaba la casa.

Era evidente que había tocado un punto delicadísimo. La señorita Gilchrist enrojeció.

—¡Oh, sí! Desde luego. Yo hacía la comida... me encanta cocinar, limpiar el polvo y realizar, en fin, algunos trabajos ligeros. Claro que ninguna faena ruda —el señor Entwhistle no tenía la menor idea de lo que eran las faenas rudas y se limitó a exhalar un murmullo ahogado—. Para ello venía del pueblo la señora Panter dos veces a la semana. Comprenda, señor Entwhistle, yo no hubiera podido soportar ser la criada de nadie. Mi salón de té se vino abajo... durante la guerra. Era un lugar delicioso. Se llamaba «El Sauce», y toda la porcelana era de color azul... muy bonita... y los pasteles, buenos de verdad. Siempre he tenido muy buena mano para los pasteles y tortas. Sí, me iba divinamente. Cuando vino la guerra, todo se racionó y el negocio quebró... Cosas de la vida, es lo que siempre dije, trato de consolarme así. Perdí el poco dinero que me había dejado mi padre y que invertí en mi tienda, y tuve que buscar alguna ocupación. No sabía hacer nada. Así que me empleé como dama de compañía de una señora... pero era muy áspera y cargante. Luego hice algunos trabajos de oficina; no me gustaban, y al fin di con la señora Lansquenet. Desde el principio estuvimos de acuerdo en todo. Su esposo había sido un artista, como mi padre —la señorita Gilchrist se detuvo para tomar aliento y agregó con tono triste—: Pero, ¡cómo quería yo a mi saloncito de té! ¡Con un público tan distinguido como tenía!

Contemplándola, Entwhistle la imaginó dando órdenes a un grupo de camareras vestidas de azul, rosa o naranja, que servían el té a una clientela exclusivamente femenina. Debía haber muchas señoritas Gilchrist por el país, todas parecidas, de rostro marchito, boca obstinada y cabellos grises.

La solterona proseguía:

—Pero no debo hablar tanto de mí misma. Los policías han sido muy amables y considerados. Muy amables, ya lo creo. El inspector Morton vino de Jefatura y ha sido muy comprensivo. Incluso lo arregló todo para que fuese a pasar la noche al pueblo con la señora Lake, pero yo dije: «No. Considero mi deber quedarme aquí al cuidado de todas las cosas de la señora Lansquenet.» Se llevaron... el... —la señorita Gilchrist tragó saliva— el cadáver, claro, y han cerrado su habitación, y el inspector me dijo que dejaría un agente toda la noche, en la cocina... a causa de la ventana rota... aunque ya la arreglaron esta mañana..., ¿dónde estaba? ¡Oh, sí!, le dije que estaría perfectamente en mi habitación, aunque confieso que puse la cómoda contra la puerta y un jarro de agua en el alféizar de la ventana. Nunca se sabe... y si por casualidad se trataba de un maniático... ¡Se oye decir tantas cosas!

Aquí se interrumpió y Entwhistle apresuróse a decir:

—Conozco los datos principales. El inspector Morton me ha puesto al corriente; pero si no le molestara demasiado darme su opinión...

—Pues claro que no, señor Entwhistle, Sé lo que siente. Los policías son tan impersonales, ¿no es cierto? Pregunte lo que quiera. Estoy dispuesta.

—La señora Lansquenet regresó del funeral la noche antepasada —comenzó el señor Entwhistle.

—Sí, su tren no llegó hasta bastante tarde. Yo había ordenado que fuera un taxi a esperarla, tal como me dijo. Estaba muy cansada, pobrecilla... como es natural..., pero de muy buen humor.

—Sí... sí. ¿Habló de los funerales?

—Poco. Le di una taza de leche caliente... no quiso tomar nada más... y me dijo que la iglesia estaba completamente llena y que había montones y montones de flores... ¡Ah!, y también que sentía no haber visto a su otro hermano... Timoteo... ¿No se llama así?

—Sí, Timoteo.

—Dijo que hacía cerca de veinte años que no le veía y que esperaba haberle encontrado allí, aunque se hizo cargo de que no hubiera ido, debido a las circunstancias, pero que su esposa sí estaba y que nunca pudo soportar a Maude. ¡Oh, Dios mío!, le ruego que perdone, señor Entwhistle, si no es eso a lo que se refiere. Estoy segura. Estaba de muy buen humor... aparte de su cansancio y de... del triste suceso. Me preguntó si me gustaría ir a Capri. ¡A Capri! Naturalmente, me pareció maravilloso... es algo que nunca soñé poder hacer... y me dijo: «Pues iremos». Así mismo. Me imaginé... aunque entonces no lo mencionara... que su hermano le habría dejado una pensión o algo por el estilo.

El señor Entwhistle asentía con la cabeza.

—¡Pobrecilla! Bueno, celebro que pudiera disfrutar haciendo planes... a pesar de todo —la señorita Gilchrist suspiró murmurando tristemente—: Me figuro que ahora nunca podrá ir a Capri...

—¿Y a la mañana siguiente? —apremióla Entwhistle, cortando sus lamentaciones.

—A la mañana siguiente la señora Lansquenet no se encontraba bien. La verdad, tenía muy mal aspecto. Me dijo que apenas había dormido y que tuvo muchas pesadillas. «Eso es porque estaba muy fatigada», le dije, y ella repuso que tal vez fuera por eso. Se desayunó en la cama, y estuvo acostada toda la mañana, pero a la hora de comer me dijo que todavía no había conseguido dormir. «Estoy tan inquieta. No hago más que dar vueltas, pensando en esto y en aquello.» Luego quiso tomarse un par de tabletas para dormir, para ver si lograba descansar por la tarde. Me pidió que fuera a la Biblioteca Pública en autobús y que le cambiara un par de libros porque los había terminado en el tren durante el viaje y no tenía nada que leer. Por lo general, dos libros le duraban casi una semana. Así que me marché poco después de las dos y aquélla... aquélla fue la última vez... —la señorita Gilchrist comenzó a sollozar—. ¿Sabe?, debía estar dormida. No oiría nada y el inspector me ha asegurado que no sufrió... Creen que la mataron al primer golpe. ¡Oh, Dios mío!, me pongo mala sólo de pensarlo. ¡Esto es atroz!

—Por favor. No tengo intención de hacerle recordar lo sucedido. Sólo deseo que usted me hable de la señora Lansquenet antes de ocurrir la tragedia.

—Es muy natural. Dígale a sus familiares que aparte de pasar una mala noche, estaba muy contenta.

El señor Entwhistle guardó silencio unos instantes antes de hacer la pregunta siguiente:

—¿No mencionó a ninguno de sus parientes, en particular?

—No, me parece que no —la señorita Gilchrist meditó unos momentos—. Sólo dijo que había sentido no haber visto a su hermano Timoteo.

—¿No habló de la enfermedad de su hermano? ¿De... de la causa de su muerte? ¿O algo así?

—No.

No había sombra de recelo en el rostro de la solterona, como debiera haberla si Cora le hubiera comunicado su veredicto de asesinato.

—Creo que llevaba enfermo algún tiempo —dijo la señora Gilchrist—, aunque debo confesar que me sorprendió la noticia de su muerte. ¡Parecía tan vigoroso!

—¿Usted lo vio...? ¿Cuándo?

—Cuando vino aquí para ver a la señora Lansquenet. Déjeme pensar... hará unas tres semanas.

—¿Se quedó algún tiempo?

—¡Oh, no! Vino sólo a comer. Fue una verdadera sorpresa. La señora no lo esperaba. Me figuro que había habido algún desacuerdo familiar. Me dijo que hacía años que no se veían.

—Sí, es cierto.

—La trastornó mucho el verle... y probablemente el comprender lo enfermo que estaba.

—¿Ella sabía que estaba enfermo?

—¡Oh, sí!, lo recuerdo muy bien. Porque yo me pregunté interiormente si el señor Abernethie sufriría reblandecimiento del cerebro. Una tía mía...

El señor Entwhistle procuró que no se apartara de la cuestión.

—¿Dijo algo la señora Lansquenet que le hiciera pensar en esa enfermedad?

—Sí. La señora Lansquenet dijo algo así: «¡Pobre Ricardo! La muerte de Mortimer le ha envejecido mucho. Me parece que ya chochea. Todas esas imaginaciones y manías persecutorias... creyendo que alguien trata de envenenarle. Los viejos se vuelven así.» Y naturalmente, yo sé bien que es muy cierto. Esa tía mía de quien le hablaba, estaba convencida de que los criados trataban de envenenarla y al final sólo comía huevos hervidos, porque decía que es imposible poner veneno dentro de un huevo cocido. Nosotros nos reíamos de ella, pero si hubiera sucedido ahora no sé lo que hubiéramos hecho, con lo escasos que andan los huevos, la mayoría importados, por lo que hervirlos es correr un riesgo.

El señor Entwhistle no escuchaba las divagaciones de la señorita Gilchrist sobre su tía. Estaba hondamente preocupado.

Al fin, cuando la solterona se hubo callado:

—Me figuro que la señora Lansquenet no lo tomaría en serio.

—¡Oh, no!, señor Entwhistle, lo comprendió perfectamente.

Entwhistle quedó desconcertado ante aquella observación, sin saber en qué sentido tomarla.

¿Había comprendido Cora Lansquenet? Entonces tal vez no, pero, ¿y más tarde? ¿No lo habría comprendido demasiado bien?

El señor Entwhistle sabía que Ricardo Abernethie no chocheaba, sino que estaba en plena posesión de sus facultades mentales. Ni era de esos hombres que sufren manías persecutorias. Era, como siempre lo fuera, un duro hombre de negocios... y su enfermedad no le había alterado.

Era extraordinario que hubiera hablado a su hermana en aquellos términos. Pero era posible que Cora, con su extraña perspicacia infantil, hubiera leído entre líneas, y puesto los puntos sobre las íes en lo que dijera Ricardo Abernethie.

En muchos aspectos, pensó el abogado, Cora había sido tonta de remate. Carecía de juicio, equilibrio, y tenía un cinismo sorprendente, pero al mismo tiempo poseía la clarividencia de los niños para dar en el clavo de las cosas.

Entwhistle lo dejó así por el momento. La señorita Gilchrist no debía saber más de lo que había dicho. Le preguntó si Cora Lansquenet había dejado testamento, a lo que respondió sin vacilar que la señora Lansquenet lo tenía depositado en el Banco.

Con esto, y tras disponer algunas cosas, se levantó para marcharse. Insistió para que la señorita Gilchrist aceptara una pequeña cantidad con que hacer frente a los gastos que se presentaran, diciéndole que se pondría en contacto con ella, pero que entretanto le agradecería se quedara en la casita mientras buscaba otro empleo. La solterona estuvo de acuerdo con él, y agregó que estaba tranquila.

NO le fue posible escaparse sin que la señorita Gilchrist le enseñara toda la casa y varias pinturas del finado Pedro Lansquenet, que se hallaban en el reducido comedor y que le hicieron estremecerse. También tuvo que admirar algunas al óleo de pintorescos pueblecitos pesqueros, hechos por la propia Cora.

—Eso es Polperro —le dijo la señorita Gilchrist con orgullo—. Estuvimos allí el año pasado y a la señora Lansquenet le encantó por lo pintoresco.

El abogado, que contemplaba Polperro desde el sudoeste, desde el noroeste y desde otros varios puntos cardinales, comprendió su entusiasmo.

—La señora Lansquenet prometió dejarme sus bocetos —dijo la señorita Gilchrist—. Parece como si las olas rompieran realmente en este cuadro. Aunque lo haya olvidado en su testamento, tal vez pudiera quedarme con uno como recuerdo, ¿no le parece?

—Estoy seguro de que podrá arreglarse.

Le dio algunas instrucciones y luego fue a entrevistarse con el director del Banco y a hacer algunas consultas al inspector Morton.

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