Capítulo XVI

Jorge Crossfield se detuvo vacilante unos momentos, mientras observaba una figura femenina que desaparecía por una puerta. Tomando una decisión, siguió tras ella. La puerta en cuestión era la de una tienda, una tienda cerrada al público. Los cristales de los escaparates dejaban ver el interior vacío y desolado. La puerta estaba cerrada, mas Jorge llamó con energía y le abrió un joven con lentes que se le quedó mirando.

—Perdóneme —dijo Jorge—. Pero me parece que mi prima acaba de entrar aquí.

El joven se hizo a un lado y Jorge penetró.

—¡Hola, Susana! —saludó.

La muchacha que se hallaba junto a una caja de embalaje con una cinta métrica en la mano, volvió sorprendida la cabeza.

—Hola, Jorge. ¿De dónde sales?

—Te vi de espaldas. Estaba seguro de que eras tú.

—¡Qué inteligente eres! Me figuro que todas las espaldas son distintas.

—Mucho más que los rostros. Ponte barba y patillas y tíñete el pelo y nadie te conocerá cuando te vean cara a cara... pero ten cuidado de volverte de espaldas.

—Lo recordaré. ¿Podrás acordarte de cinco pies y siete pulgadas hasta que tenga tiempo de anotarlo?

—Desde luego. ¿Qué es esto, las medidas de una librería, acaso?

—No, de una pared. Ocho pies nueve pulgadas... y tres con siete...

—Perdóneme, señora Banks; pero si desea permanecer aquí algún tiempo...

—Si, desde luego —repuso Susana—. Si me entrega las llaves cerraré la puerta y luego se las dejaré en la oficina, cuando pase por allí. ¿Le parece bien?

—Sí, gracias. Si no fuera porque esta mañana tenemos mucho trabajo...

Susana aceptó su intento de disculpa y el joven salió a la calle.

—Celebro que nos hayamos librado de él —dijo Susana—. Estos agentes son un estorbo. No paran de hablar precisamente cuando estoy sumando.

—¡Ah! —exclamó Jorge—. Asesinato en una tienda vacía. Qué emocionante sería para los transeúntes ver el cadáver de una mujer joven y hermosa a través del cristal del escaparate. Acudirían como moscas.

—No existe razón alguna para que me asesines, Jorge.

—Bueno, obtendría una cuarta parte de lo que te corresponde por la herencia de nuestro querido tío. Para cualquier aficionado al dinero ésta sería una razón suficiente.

Susana dejó de tomar medidas para volverse hacia su primo.

—Pareces otro, Jorge. Realmente es... extraordinario.

—¿Otro? ¿Por qué otro?

—Como esos anuncios. Éste es el mismo hombre que ve usted... en la fotografía anterior, pero después de haber tomado... Sales de Frutas Uppington.

Se sentó sobre otra caja de embalaje y encendió un cigarrillo.

—Debiste esperar ansiosamente tu parte de la herencia del pobre Ricardo, ¿verdad, Jorge?

—Nadie puede decir con sinceridad que el dinero no es bien venido en la actualidad —dijo Jorge en tono ligero.

—Estabas en un aprieto, ¿verdad?

—Eso no es asunto tuyo, Susana.

—Sólo es interés.

—¿Vas a alquilar esta tienda para abrir un negocio?

—Voy a comprar todo el edificio.

—¿Con la vivienda?

—Sí. Arriba hay dos pisos. Uno está vacío y va con la tienda, y del otro pienso desalojar a los inquilinos, pagándoles una indemnización.

—Es agradable tener dinero, ¿verdad, Susana?

—Por lo que a mí respecta es maravilloso. Como una respuesta mis plegarias.

—¿Es que las oraciones eliminan a los parientes ancianos?

Susana no prestó atención.

—Este local es precisamente lo que necesitaba. Para empezar, es una buena muestra de la arquitectura actual. De la vivienda de la parte superior puedo hacer algo único. Hay dos techos con moldura preciosos, y las habitaciones tienen una forma muy bonita. Y esta planta baja la transformaré en algo muy moderno.

—¿Y qué va a ser esto? ¿Una tienda de modas?

—No. Un Instituto de Belleza. Recetas. Cremas faciales.

—¿Todos esos potingues?

—Como antes. Da dinero. Siempre da dinero. Lo que hay que hacer es conferirle personalidad, y yo puedo hacerlo.

Jorge contempló a su prima apreciativamente, admirando los finos rasgos de su rostro, la boca carnosa y su radiante carmín. En conjunto, resultaba una cara original y llena de vida, y supo ver en ella aquella extraña e indefinible cualidad: la del éxito.

—Sí —le dijo—. Creo que has hallado lo que buscabas, Susana. Recuperarás el dinero que inviertas en este proyecto, y harás negocio.

—Está en el barrio adecuado, en una calle llena de establecimientos y se puede aparcar el coche ante la misma puerta.

—Sí, Susana, vas a tener éxito. ¿Hace tiempo que tenías ese proyecto?

—Hará cosa de un año.

—¿Por qué no se lo expusiste a Ricardo? Te hubiera podido ayudar.

—Se lo dije.

—¿Y no le pareció bien? Quisiera saber por qué. Yo hubiera dicho que habría reconocido en ti la misma pasta de la que él estaba hecho.

Susana no contestó, mientras en la mente de Jorge aparecía la imagen de un hombre joven, nervioso, delgado y de mirar receloso.

—¿Es que... cómo se llama... Greg... tiene algo que ver en esto? Me figuro que él preparará las píldoras para adelgazar y los polvos, ¿verdad?

—Claro. Estableceremos un laboratorio en la parte de atrás. Tendremos nuestras propias fórmulas para cremas faciales y productos de belleza.

Jorge contuvo una sonrisa y hubiera querido decir: «El niño tendrá un juguete nuevo», pero no lo dijo. Como primo, no le importaba mostrarse malicioso.

Volvió a mirar a Susana, que estaba tranquila y radiante.

—Tú posees la verdadera personalidad de los Abernethie. Eres la única de la familia que la tiene. Es una lástima que seas una mujer, por lo que respecta a tío Ricardo. De haber sido un chico, apuesto a que te hubiera dejado único heredero.

—Sí, creo que lo hubiera hecho.

Hizo una pausa y continuó:

—Ya sabes que no le agradaba, Greg...

—¡Ah! —Jorge alzó las cejas—. Éste fue su error.

—Sí.

—Oh, bueno. De todas maneras, ahora van bien las cosas... todas a medida de nuestros deseos.

Al pronunciar aquellas palabras diose cuenta de que podían aplicarse especialmente a Susana, y esta idea, por un instante, le causó una ligera inquietud. No le agradaban las mujeres tan eficientes y con semejante sangre fría.

Cambiando el tema, dijo:

—A propósito; ¿te ha escrito Elena? ¿Sobre Enderby?

—Sí. Recibí la carta esta mañana. ¿Y a ti?

—También. ¿Qué piensas hacer?

—Greg y yo pensamos ir allí un fin de semana; éste no, el próximo... si les va bien a los demás. Parece ser que Elena quiere que vayamos todos al mismo tiempo.

Jorge rió astutamente.

—O de otro modo: alguien podría escoger una pieza de más valor que la de otros.

—Oh, me figuro que las valorarán adecuadamente. Aunque supongo que esa valoración será mucho más baja que si se tratara de sacarlas al mercado. Y además, quisiera tener algún recuerdo del fundador de la fortuna de la familia. Creo que sería divertido conservar en nuestra tienda una o dos cosas realmente absurdas y encantadoras de la época victoriana. ¿No te lo imaginas? Ese período vuelve a ponerse de moda. En el salón había una mesa de malaquita verde; podría pintar un rincón de ese color... y tal vez colocar encima una jaula de colibríes... o alguno de esos cacharros de cristal con flores de cera... Algo así... sólo como nota original... puede resultar de gran efecto.

—Confío en tu buen gusto.

—Supongo que tú también irás.

—Oh, iré... nada más para ver si se hace justicia.

—¿Qué te apuestas a que habrá una gran discusión familiar?

—Es probable que Rosamunda quiera tu mesa de malaquita verde para la escena.

Susana, frunció el ceño.

—No había visto a mi hermosa prima Rosamunda desde que íbamos a la tercera clase.

—Yo la he visto una o dos veces...

—¿Qué le ocurría? ¿No das con ello?

—No. Parecía... bueno... preocupada.

—¿Preocupada por entrar en posesión de un montón de dinero y poder montar una obra en la que Miguel pudiera hacer bien el asno?

—Oh, eso suena muy mal... Pero de todos modos, pudiera ser un éxito. Miguel es bueno, ya sabes. Puede ponerse ante las candilejas... o como se llamen. No es como Rosamunda, que sólo es una bonita mujer que tiene buena figura.

—¡Pobre Rosamunda!

—De todas formas, no es tan tonta como uno pudiera suponer. Algunas veces dice cosas muy acertadas. Cosas en las que nunca hubiera pensado que hubiese reparado. Es... muy desconcertante.

—Como nuestra tía Cora.

—Sí.

Por unos momentos sintiéronse invadidos por cierta inquietud...

Luego Jorge agregó con forzado aire indiferente:

—Hablando de Cora... ¿Qué hay de esa compañera suya? Creo que debiéramos hacer algo por ella.

—¿Hacer algo por ella? ¿Qué quieres decir?

—Bien, corresponde a la familia. He estado pensando que Cora era nuestra tía... y se me ha ocurrido que tal vez no le resulte fácil encontrar otro empleo.

—Se te ha ocurrido, ¿eh?

—Sí. La gente tiene tanto apego a la vida... No digo que pensaran que esa señorita Gilchrist iba a emprenderla a hachazos con ellos, pero en el fondo pueden creer que trae mala suerte. La gente es tan supersticiosa.

—¡Qué raro que hayas pensado todo eso, Jorge!

—Olvidas que soy abogado —repuso con sequedad—. Y que veo el lado extraño e ilógico de las personas. Lo que quiero decir es que hay que hacer algo por esa mujer, darle una pequeña cantidad, o algo, buscarle una oportunidad, o algún trabajo en una oficina si es capaz de desempeñarlo. Debiéramos estar en contacto con ella.

—No necesitas preocuparte —dijo Susana. Su voz tenía un matiz irónico—. Ya lo he arreglado. Está con Timoteo.

Jorge se sorprendió.

—Oye, Susana... ¿crees que hiciste bien?

—Fue lo mejor que se me ocurrió... de momento.

—Estás muy segura de ti, ¿verdad, Susana? Sabes lo que haces y no tienes remordimientos.

—El tener remordimiento... es una pérdida de tiempo —repuso la joven con ligereza.

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