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Hércules Poirot hallábase sentado en la glorieta de estilo victoriano. Sacó de su bolsillo un enorme reloj y lo puso sobre la mesa que tenía al lado.

Había anunciado que iba a marcharse en el tren de las doce. Todavía le quedaba media hora... media hora durante la cual puede que alguien se decidiera a hablar con él. Tal vez más de una persona...

La glorieta era bien visible desde todas las ventanas de la casa. Pronto acudirían, sin duda, pues de lo contrario tendría que admitir que su conocimiento de la humana naturaleza era muy deficiente y sus sospechas erróneas.

Aguardó... Sobre su cabeza, una araña esperaba pacientemente a que se enredase alguna mosca en su tela.

Fue la señorita Gilchrist la primera en aparecer en la glorieta, ruborizada, preocupada y bastante incoherente.

—Oh, señor Pontarlier... no me acuerdo de su otro nombre —le dijo— He tenido que venir a hablar con usted, aunque no me agrada hacerlo... pero, la verdad, creo que es mi deber. Quiero decir, que después de lo que ha ocurrido esta mañana a la pobre viuda del señorito Leo... yo creo que la señora Shane tiene razón... que no se trata de una coincidencia, ni de un ataque repentino como sugirió la esposa del señor Abernethie, porque mi padre sufrió un ataque de ésos y fue bien diferente, y de todas formas el doctor dijo bien claro que se trataba de conmoción cerebral.

Hizo una pausa para mirar a Poirot con ojos suplicantes.

—Sí —repuso el detective con amabilidad—. ¿Y quiere contarme algo?

—Como le digo, no me gusta tener que hacerlo... porque ha sido tan amable conmigo. Me encontró acomodo en casa del señor Abernethie... Verdaderamente, es muy amable. Por eso me siento desgraciada... Incluso, me regaló una chaqueta de piel de la señora Lansquenet muy bonita... y que me sienta estupendamente, porque las prendas de piel no importa que sean un poco largas; y cuando quise devolverle el broche de amatistas, no quiso ni oír hablar de ello.

—¿Se refiere a la señora Banks?

—Sí, ¿sabe...? —La señorita Gilchrist bajó los ojos mientras retorcía las manos nerviosamente—. Yo escuché.

—Quiere decir que oyó alguna conversación por casualidad...

—No —La solterona movió la cabeza con resolución heroica—. Prefiero decir la verdad. Y con usted no me resulta tan difícil porque no es inglés.

Hércules Poirot la comprendió al instante sin tomarlo a mal.

—¿Quiere usted decir que para un extranjero resulta natural que las personas escuchen detrás de las puertas, abran la correspondencia o lean las cartas que encuentran a mano?

—Oh, nunca he abierto ninguna carta que no fuera dirigida a mí —repuso la señorita Gilchrist dignamente ofendida—. Eso no. Pero aquel día escuché... el día que el señor Ricardo Abernethie fue a ver a su hermana. Sentía curiosidad por conocer el porqué de que fuera a verla al cabo de tantos años. Cuando no se tienen muchos amigos y se hace una vida tan sencilla... pues se siente interés... por la vida de las personas con las que se convive.

—Es lo más natural.

—Sí, creo que lo es... Aunque, claro, no está nada bien. ¡Pero lo hice! ¡Y oí lo que él dijo!

—¿Oyó lo que el señor Abernethie dijo a la señora Lansquenet?

—Sí. Fue algo así: «De nada serviría hablar con Timoteo. No hace caso. Ni siquiera escucha, pero creí que debía desahogarme contigo, Cora. Nosotros tres somos los únicos que quedamos. Y aunque siempre te ha gustado hacerte la simple, tienes mucho sentido común. Así que, ¿qué harías tú si te encontrases en mi caso?» No pude oír lo que le respondió la señora Lansquenet, pero capté la palabra policía... y entonces el señor Abernethie alzó la voz, diciendo:. «No puedo hacer eso... cuando se trata de mi propia sobrina.» Entonces tuve que ir a la cocina porque había dejado algo sobre la lumbre, y cuando volví el señor Abernethie decía: «Aunque muriese de muerte violenta no quiero, de poder evitarlo, que se llame a la policía. ¿Verdad que tú lo comprendes, pequeña? Pero no te preocupes. Ahora que lo sé tomaré las precauciones posibles.» Luego añadió que iba a hacer nuevo testamento, y que no se olvidaría de Cora. Después hablaron de lo feliz que ésta había sido con su esposo y él reconoció que estuvo equivocado.

El detective comentó:

—Ya... ya comprendo.

—Pero yo nunca quise decirlo. Ni creo que la señora Lansquenet lo hubiera querido tampoco... Pero ahora, después de que la señora ha sido atacada esta mañana... y usted dijo tan tranquilo que había sido mera coincidencia... Pero, señor Pontarlier, ¡no ha sido mera coincidencia!

—No, no lo fue —dijo Poirot sonriendo—. Gracias, señorita Gilchrist, por haber venido a decírmelo. Era muy necesario que lo hiciera.

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