Capítulo VIII

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El señor Entwhistle miró pensativo al doctor Larraby. Tenía toda una vida de experiencia y sabía cómo hacer hablar a la gente. Se le presentaron muchas ocasiones en las que fue necesario aclarar una situación comprometida o tratar un tema delicado. Ahora era un experto en el arte de saber exactamente cómo llegar a la cuestión. ¿Cómo convendría enfocar el asunto ante el doctor Larraby... un asunto ciertamente difícil y que él podría interpretar como un insulto a su pericia profesional?

Con franqueza, pensó el abogado, o al menos con cierta franqueza. Sería una equivocación decirle que la tonta observación de una mujer poco inteligente había despertado sospechas. El doctor Larraby no había conocido a Cora.

Entwhistle, tras aclararse la garganta, se lanzó.

—Quiero consultarle un asunto muy delicado, doctor. Usted podría ofenderse, pero espero que no lo haga. Es un hombre razonable y comprenderá que... er, una... sugerencia descabellada se aclara mejor buscándole una respuesta que dejándola a un lado. Le haré la pregunta sin rodeos: ¿Está seguro, completamente seguro, de que murió de muerte natural?

El rostro bonachón y rubicundo del doctor Larraby quedó atónito ante su pregunta.

—Pero, ¿qué dia...? ¡Claro que sí! Extendí el certificado, ¿verdad? De no haber estado seguro...

Entwhistle le atajó conciliadoramente.

—Claro, claro. Le aseguro que no insinúo lo contrario, pero me agradaría tener la seguridad de su convicción absoluta... para poder hacer frente a... los rumores que circulan.

—¿Rumores? ¿Qué rumores?

—Nunca se sabe cómo empiezan estas cosas; pero considero que deben acallarse... autoritariamente, a ser posible.

—Abernethie era un hombre delicado. Sufría una enfermedad que le hubiera resultado fatal todo lo más dentro de dos años. O también mucho antes. La muerte de su hijo había debilitado su deseo de vivir y su resistencia. Admito que yo no esperaba que muriera tan pronto, ni, desde luego, tan repentinamente, pero existen precedentes..., multitud de casos. Cualquier médico que predijera exactamente cuándo ha de morir un paciente, o lo que va a vivir, se expone a quedar en ridículo. El factor naturaleza no hay que descuidarlo nunca. Los débiles a menudo dan muestras de una fortaleza inesperada, y los fuertes, a veces, sucumben.

—Lo comprendo. No dudo de su diagnóstico. El señor Abernethie estaba, digamos, aunque suena bastante trágicamente, condenado a muerte. Pero yo le pregunto si es imposible que un hombre, conociendo o sospechando su estado de salud, determinase acortar el plazo que le quedaba de vida. O si alguien lo pudo hacer por él.

El doctor Larraby frunció el ceño.

—¿Se refiere al suicidio? Abernethie no pertenecía al tipo de los suicidas.

—Ya. Usted me asegura, científicamente hablando, como médico, que esa sugerencia es imposible.

El doctor movióse inquieto.

—Yo no emplearía la palabra imposible. Después de la muerte de su hijo, la vida perdió todo interés para Abernethie. Desde luego no considero probable que se suicidara; pero no puedo decir que sea imposible.

—Usted me está hablando desde un punto de vista psicológico. Cuando dije científicamente me refería en realidad a esto. ¿Es que las circunstancias de su muerte hacen imposible esta hipótesis?

—No; ¡no, no! No. No puedo decir eso. Murió mientras dormía, como sucede a menudo. No había razón alguna para sospechar que se hubiera suicidado, ni pruebas sobre su estado de ánimo. Si uno tuviera que exigir la autopsia cada vez que un enfermo fallece durante el sueño...

El rostro del doctor iba poniéndose cada vez más enrojecido. El señor Entwhistle apresuróse a intervenir.

—Naturalmente, naturalmente. Pero si hubiera habido alguna prueba... de la cual usted no estuviera enterado. Si, por ejemplo, él hubiera dicho sus deseos a alguna persona.

—¿Indicando su intención de suicidarse? ¿Lo hizo? Debo confesar que me sorprende mucho.

—Pero si fuera así... mi caso es puramente hipotético..., ¿podía eliminar esa posibilidad?

—No..., no... —repuso despacio el doctor Larraby—. Pero vuelvo a repetirle que me sorprendería muchísimo.

El abogado apresuróse a aprovechar su ventaja.

—Entonces, si suponemos que la muerte no fue natural... y todo esto es puramente hipotético..., ¿cuál pudo ser la causa? Me refiero a qué clase de droga...

—Varias. Cualquier narcótico. No había señales de cianosis; su actitud era completamente plácida.

—¿Tomaba algún soporífero, o alguna clase de tabletas para dormir?

—Sí. Yo le había recetado Slumberyl... un hipnótico seguro y digno de toda confianza. No lo tomaba cada noche y sólo tenía un frasquito de pastillas. La dosis que le receté, aun tres o cuatro veces doblada, no le hubiera ocasionado la muerte. Además, recuerdo haber visto el frasquito sobre la mesa después de su fallecimiento, y estaba casi lleno.

—¿Le había recetado otras cosas?

—Varias... una medicina conteniendo una reducida cantidad de morfina, que debía tomar en caso de verse atacado de dolores fuertes. Algunas cápsulas con vitaminas y un tónico digestivo.

El señor Entwhistle le interrumpió.

—¿Cápsulas con vitaminas? Creo que una vez me recomendaron algo parecido. ¿Son unas cápsulas pequeñas y redondas de gelatina?

—Sí. Contienen adexolina.

—¿No hubieran podido introducir otra cosa en... digamos... en una de esas cápsulas?

—¿Algo venenoso, quiere usted decir? —el médico parecía más y más sorprendido—. Pero seguramente ningún hombre hubiera... Escuche, Entwhistle, ¿adonde quiere ir a parar? Por Dios, ¿es que está insinuando que pudo haber sido envenenado?

--No sé exactamente lo que insinúo... Sólo quiero saber lo que pudo haber sucedido.

—¿Pero qué pruebas tiene usted para sugerir semejante cosa?

—Ninguna —replicó el abogado con voz cansada—. El señor Abernethie ha muerto... y también la persona con quien habló de sus sospechas. Todo es sólo un rumor... vago, impreciso... y yo quiero eliminarlo, a ser posible. Si usted me dice que nadie podría haber envenenado a Abernethie, estaré encantado. Me quitaría con ello un gran peso de encima, se lo aseguro.

El doctor Larraby se levantó, comenzando a pasear de un lado a otro.

—Yo no puedo decirle lo que usted quiere que le diga —expresó al fin—. Ojalá pudiera. Claro que no es imposible. Cualquiera pudo haber extraído el aceite de una de las cápsulas y reemplazarlo con... digamos nicotina pura o varias otras cosas. O también pudieron ponerlo en sus alimentos. ¿No le parece algo más probable?

—Es posible. Pero vea, cuando falleció sólo estaban los criados de la casa... y no creo que fuese ninguno de ellos... En resumen, estoy completamente seguro que no fueron ellos. Por eso busco la posibilidad de algún otro medio. Me figuro que no existe ninguna droga que pueda ser administrada para que la persona muera algunas semanas después.

—Una idea oportuna.... pero insostenible —repuso el doctor con esperanza—. Sé que es usted una persona responsable, Entwhistle, pero, ¿quién hace estas sugerencias? Me parecen muy traídas por los pelos.

—¿Abernethie nunca le dijo nada? ¿No le insinuó alguna vez que uno de sus parientes pudiera querer quitarle de en medio?

—No, nunca. ¿Está seguro de que alguien... no haya querido dar la nota de sensacionalismo? Algunos comentarios histéricos pueden presentarse bajo la apariencia de frases normales y razonables, ya sabe, y más si son de mujer.

—Pudiera ser. Así espero que sea.

—Déjeme que lo entienda. Alguien tiene la pretensión de que Abernethie le dijo... me figuro que se trata de una mujer...

—¡Oh, sí!

—...que intentaban asesinarle.

Entwhistle no tuvo más remedio que ponerle en autos sobre el comentario de Cora. El rostro del doctor Larraby se iluminó en amplia sonrisa.

—Mi querido amigo. ¡Yo no le prestaría atención! La explicación es bien sencilla. En cierto período de su vida las mujeres se sienten ávidas de sensaciones, desequilibradas, informales, y son capaces de decir cualquier cosa. ¡Y ya sabe lo que hacen!

El señor Entwhistle se ofendió por sus ligeras suposiciones. El mismo había tenido que tratar a muchas mujeres histéricas y ansiosas de sensaciones un tanto extravagantes.

—Puede que tenga usted razón —dijo poniéndose en pie—. Por desgracia, no podemos discutirlo con ella... puesto que ha sido asesinada.

—¿Qué me dice usted...? ¿Asesinada? —el doctor Larraby parecía tener sus dudas sobre el equilibrio mental del señor Entwhistle.

—¿No lo ha leído en los periódicos? Se trata de la señora Lansquenet, que vivía en Lychett Saint Mary, de Berkshire.

—Claro... Pero no tenía idea de que fuera pariente de Ricardo Abernethie —el médico parecía sobresaltado.

Mas considerando que se había vengado de la superioridad profesional del doctor, y consciente de que desgraciadamente sus sospechas no se habían disipado con aquella visita, Entwhistle se despidió del mismo.

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