IX

Estaba seguro de algo: un amante maduro no está dispuesto a hablar de su querida, y menos con un periodista.

Así que lo tenía crudo con Andrés Valcárcel.

Mientras subía en el ascensor, camino del cielo de su ático, en la avenida de Sarria, y por lo tanto cerca de mi casa, decidí cambiar de táctica. Solía irme bien cuando me hacía pasar por detective privado. Algo en mí me confería cierta credibilidad.

De todas formas, estaba seguro de que no iba a encontrarle. Un empresario no está en casa a mediodía, aunque sea la hora de comer. Pero lo único que tenía Luis Martín eran sus señas particulares. Necesitaba las de su despacho.

Me abrió la puerta una mujer, aunque no la suya ni tampoco una criada. Vestía uniforme de enfermera, cofia incluida, y era lo más parecido a un cruce de un bulldog con un búho. Era como Robin Williams en aquella película en la que se hacía pasar por asistenta para poder estar con sus hijos. Me taladró con ojos de lo segundo, pero acentuó más la expresión de lo primero.

– ¿Usted dirá?

– Quisiera ver al señor Valcárcel -me empleé con toda corrección.

No se movió.

– Me temo que esto sea imposible.

No agregó nada, así que me quedé sin saber por qué era imposible y qué clase de metedura de pata estaba cometiendo. Quizá hubiese muerto hacía años.

– Puedo volver…

– El señor Valcárcel no recibe -me espetó contundente.

Estaba perdido, y me habría rendido sin más, de no ser porque entonces los dos oímos una voz fuerte y enérgica que procedía de algún lugar cercano, dentro de la lujosa casa.

– ¿Quién es, señorita Gómez?

Apareció un hombre en una silla de ruedas. Un hombre castigado por algo que lo tenía allí, aplastado, pero no vencido. Un hombre de buena planta, sesentón, que conservaba todavía parte de su magnetismo.

– Desearía hablar con usted, señor Valcárcel -aproveché mi oportunidad.

La enfermera-carcelera subió un par de centímetros todos los niveles de su cuerpo, estatura, pecho y mal humor.

– Le he dicho…

– ¡Oh, vamos, señorita Gómez! ¿Qué pasa? ¿No puedo recibir visitas?

– Señor Valcárcel -se volvió hacia él uniendo ambas manos a la altura del estómago-, le recuerdo que…

El hombre podía estar enfermo, pero no hundido, y menos aún afónico.

– ¡Maldita sea, cállese! -gritó-. ¡Ya estoy harto, coño! ¡Creo que nadie viene a verme desde lo del maldito infarto porque le tienen miedo!

La señorita Gómez debía estar bregada en mil combates parecidos, porque ni se echó a llorar ni se rindió fácilmente. Se cuadró delante de la silla de ruedas.

– ¡Ni siquiera sabe quién es ni qué desea! -También elevó la voz-. ¿Quiere que le vendan una enciclopedia?

Andrés Valcárcel me miró con la esperanza de que no fuera un vendedor de enciclopedias.

– Me llamo Ros -dije-. Soy detective privado.

Eso fue definitivo. Hasta la enfermera me observó curiosa aunque no impresionada.

– ¿Detective privado? -repitió el paciente.

Por allí no parecía haber nadie más. Ninguna esposa con las antenas puestas.

– Quisiera hablar de Laura Torras.

Fui sutil, correcto. Sólo dejé ir el nombre. Y fue suficiente. La cara del dueño de la casa cambió. Arqueó las cejas por la sorpresa y su interés se hizo transparente.

– Pase, pase -me invitó.

– ¡Señor Valcárcel! -quiso insistir la enfermera.

Yo ya estaba dentro, siguiendo el acompasado rodar de la silla, que era eléctrica.

– ¡Cállese de una vez!, ¿quiere? ¡Maldito loro, con usted sí que acabaré víctima de un infarto!

La dejamos reponiéndose de su conmoción y enfilamos por un pasillo hasta un estudio que tenía las puertas abiertas. Andrés Valcárcel esperó a que yo entrase y las cerró. Luego respiró con alivio, igual que si acabase de dejar al otro lado al mismísimo demonio. Le estudié un poco mejor. Alto, elegante, de porte distinguido aún en sus circunstancias, cabello blanco, mucha clase, y el sello de una vida muy activa todavía colgando de sus gestos o su voz. Sus ojos eran firmes. Tenía sendas bolsas debajo de cada uno, pero eran firmes. El infarto le había hecho mayor, no viejo. Su estado, fuese cual fuese en aquellos momentos, debía de ser un golpe para su resistencia.

– Mis hijos se preocupan demasiado por mí -justificó la presencia de la señorita Gómez-. Estaría mejor solo.

– ¿Fue grave?

– ¿El infarto? No, en absoluto, aunque siendo el segundo… Ya sabe. Me han dicho que el tercero suele ser el definitivo. -Hizo un gesto con la mano derecha-. Tonterías. Algo débil sí estoy, pero en unos días se acabó. No voy a quedarme aquí. Para eso mejor me muero del todo. Además, no quiero que mis hijos me arruinen el negocio. -Mostró una risa hueca.

– ¿Y su esposa?

– Murió hace casi un año.

Era la pieza que no encajaba. Le encontré un mayor sentido a todo, incluso al hecho de que hubiera aceptado hablar conmigo con tanta rapidez, sin una explicación, por más que el nombre de Laura Torras fuese un sacacorchos y lo de que yo fuera detective siempre motivara sorpresa. Pero me sentí incómodo. Aquel hombre había tenido el cuerpo de Laura en el apogeo de su juventud. Eso me causó desasosiego.

– ¿Detective? -Fue directo al grano-. ¿Tiene Laura algún problema?

– Ha desaparecido -dije.

– ¿Cómo que ha desaparecido?

– Estoy tratando de dar con ella.

Habría esperado una señal de preocupación, o un destello de inquietud, pero lejos de una reacción así, Andrés Valcárcel arqueó de nuevo las cejas y dibujó en sus labios una tenue sonrisa de burla, casi de ironía.

– Laura no desaparece nunca -dijo.

– Pues esta vez lleva unos días ausente.

– ¿Quién le ha encargado buscarla?

– No estoy autorizado a…

– Sus padres, ya. -Se encogió de hombros.

– Veo que está tranquilo, así que piensa que no le ha sucedido nada malo.

– ¿A Laura? ¡Cielos, no! Ya le he dicho que nunca desaparece. Tal vez para los demás sí, pero ella sabe muy bien dónde está, se lo aseguro. Por cierto, ¿quién le ha hablado de mí?

– Su nombre ha salido algunas veces en mi investigación.

– Qué más da -se dejó caer hacia atrás y me señaló una butaca. Yo seguía de pie. Acepté su ofrecimiento-. Ahora ya no importa.

– ¿Usted y ella ya no…?

– No. -Soltó un respingo y se inundó de cenizas-. Por desgracia, ya no. Fue una relación muy hermosa, pero corta. Apenas dos años. Supongo que debería estar enfadado con ella, odiarla, y sin embargo… ¿La conoce?

– Personalmente no, pero he visto fotografías, claro.

– Hay un poema de no sé qué autor que dice: «No odies nunca a quien hayas amado». Deberían conocerlo todas esas parejas que se tiran los trastos a la cabeza cuando se divorcian, o los idiotas que matan a sus mujeres. Por lo que respecta a Laura, nadie podía enfadarse nunca con ella, y mucho menos odiarla. Te podía. Diluía un enfado como un azucarillo, con una sonrisa, un gesto o una caricia. Eso sí, había que aceptarla como era, y supongo que seguirá siendo igual. Se toma o se deja, y si se hace lo primero…

– Usted la amaba.

– Sí -aceptó sin rubor-. La amaba, y mucho. Posiblemente no vuelva a querer a nadie como la quise a ella. Laura me regaló lo más esencial: la vida. Por desgracia las cosas salieron mal.

– ¿Qué pasó?

No creía que me lo contase, pero lo hizo. A fin de cuentas, tal vez necesitase hablar con alguien.

Tal vez.

– Mi mujer enfermó de cáncer por aquellos días. Yo me habría divorciado igual, pero cuando supe que moriría en unos años… Era un cáncer incurable, aunque sin fecha de caducidad, no sé si me entiende. Tendría que verla agonizar. Eso fue lo peor. Sabía lo que me esperaba. Laura representaba todo lo opuesto: la vida, la felicidad… ¿Cómo no iba a enamorarme de ella? Le juré que nos casaríamos, aunque ella era reticente y me hablaba siempre de su carrera, del éxito, de que quería llegar a ser alguien. Yo le compré el piso en que vivía, en la calle Juan Sebastián Bach. Lo puse a su nombre. Le dije que sería nuestro hogar el día en que fuese libre. Era sólo cuestión de tiempo. Durante unos meses todo fue perfecto. Todo. Hasta que de pronto…

– No esperó más.

– No, no fue eso. Pero me dejó.

– ¿Por qué lo hizo?

– No quiso explicármelo. Yo pensé que era porque sentía que era mi amante, algo que no le gustaba, o porque tal vez creyera que mi mujer no iba a morir y yo la engañaba… No sé, cosas así. Hasta llegué a pensar que me había engañado para que le pusiera ese piso.

– ¿No intentó recuperarlo?

– No. -Me miró con distinción-. Siempre hay que actuar con elegancia. No es mi estilo. Ella me quería, pero tenía… prisa, siempre su maldita prisa y sus ganas de triunfar, listaba aquí y quería estar ya allí. Vivía el presente pensando en el mañana. Deseaba hacer tantas cosas… Nunca tenía paz. Vivía una guerra consigo misma. Era un nervio.

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

– No la vi. No quiso. Hablamos por teléfono.

– ¿Hace mucho?

– Al morir mi esposa -me miró fijamente-. La llamé para decirle que era libre. Entonces fue ella la que me dijo que ya era tarde, que estaba enamorada de otro y que lo sentía.

No quería que le diera el tercer infarto estando yo presente, así que frené un poco al ver que se llevaba una mano al pecho con fatiga.

– Lamento hacerle estas preguntas.

– Ya no importa. Si mi esposa viviera… Pero ya no importa, en absoluto.

El infarto le apartaba de algo más que de Laura.

– ¿Sabe quién era ese hombre?

– No.

– ¿Cree que sigue con él?

– No lo sé. -Movió la cabeza hacia un lado y centró sus ojos en un retrato familiar. Él, su esposa y cuatro hijos, dos a dos-. Laura no nació para estar sola. Si sigue o no con ese hombre, no importa. En cualquier caso habrá otro.

Todavía la amaba. Y deseaba su compañía más que nada en el mundo.

– ¿Quedaron como amigos?

– Ese día, por teléfono, le dije que si alguna vez me necesitaba, ya sabía dónde me tenía. Me consta que lo hará llegado el caso. No es tonta. En mí pudo confiar siempre. Me da igual con quién haya estado. Yo mismo he salido con otra mujer recientemente, y estuve tentado de casarme con ella. Luego desistí.

– ¿Por Laura?

– Es especial, pero…, no, no fue por Laura. Al final no salió bien.

Especial.

Las mismas palabras que dijo Luis Martín.

¿Para cuántas personas más habría sido especial?

– No parece preocupado por lo que le he dicho.

– ¿Lo de su desaparición? No, desde luego que no, se lo repito. ¿Quiere un consejo? Deje pasar unos días. Luego, cuando ella aparezca, pase la factura y a vivir. Laura estará en cualquier parte, viviendo uno de sus sueños o una fantasía o… qué se yo. Lo único que puede matarla es su ansiedad.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Porque la conocí bien, y dudo que haya cambiado tanto. Es visceral, impetuosa, y está llena de imprevistos increíbles. Hay una parte fría y cerebral en algún lado, pero emerge muy de tarde en tarde, si de pronto entra en crisis o le da por llorar dos días seguidos porque se siente fracasada. Quizá se haya enamorado de un árabe rico y esté de crucero por el Mediterráneo, o puede que acabe de conocer a alguien en una fiesta y se haya ido con él a Miami. Es así y lo seguirá siendo. Fascinante, hermosa y ambiciosa. -Esta última palabra le hizo suspirar. La pronunció con dolor-. Laura no es de las que llama a nadie para avisar. Simplemente, actúa.

Rápido, rápido.

Miré las manos de aquel hombre. Imaginé a Laura con él. Se le había escapado por entre aquellos mismos dedos, como un líquido imposible de atrapar y menos de retener.

Pero lo esencial no era ya aquello, mis fantasmas o mis fantasías.

Todos la idealizaban.

Y, por el contrario, la imagen que yo tenía de ella estalla empezando a desmontarse.

Ahora sabía que había algo más.

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