No tenía ni idea de dónde podía estar la calle Pomaret. Y tampoco llevaba una guía de Barcelona. Paré a comprar una, un hermoso volumen doble de color rojo, uno para la ciudad y otra para las comarcas del área metropolitana y algunos pueblos de los alrededores. Estudié la situación y vi que tendría que volver a atravesarme media urbe. Pomaret era una paralela de Iradier que trepaba hasta la montaña del Tibidabo, al pie de Vallvidrera. El número del edificio en el que vivía Álex-sin-apellido era alto, así que correspondía a su tramo final, cortada por la ronda de Dalt. Volví a pisar a fondo el gas y regresé a los barrios nobles.
Todavía no era tiempo de autobuses escolares y madres suicidas en sesión de recogida de infantes, tan característica de las zonas altas de la ciudad, pero el movimiento de personas al volante de coches más propios del campo que del asfalto se hacía notar en las alturas urbanas. Monovolúmenes, «cuatroporcuatro»… Una princesa de Pedralbes me observó desde la distancia impuesta por su Ferrari. Una reina de Sarria lo hizo desde la azotea de su lujosa camioneta de ocho plazas metalizada, un metro por encima de mi cabeza. Cuando alcancé Iradier pasé por delante de la comisaría y del gimnasio que tenía a gala reunir la mejor colección de señoras maravillosas de Barcelona.
Al llegar a la calle Inmaculada giré a la izquierda. La siguiente que se cruzaba en perpendicular era Pomaret y, a juzgar por la numeración, mi objetivo estaba allí mismo, a la derecha, antes de quedar segada por el violento impacto con la ronda de Dalt. Frené en la esquina aprovechando un hueco.
La casa de Álex era una preciosidad, una torrecita pequeña, muy vieja, ideal para solitarios, personas selectas, aventuras, temperamentos especiales y gente de buen vivir. Se alzaba en mitad de un jardincito empedrado, bien arreglado, con parterres llenos de vegetación. La puerta de entrada era al mismo tiempo la cancela que permitía el acceso al garaje, situado en la parte derecha. La cerradura no estaba echada, así que entré, vigilando por si aparecía un perro celoso de sus obligaciones.
Nada.
Me detuve en la puerta principal y llamé. En el interior se escuchó un timbre de dos tiempos. Dos notas armónicas, subida y bajada, mi, re. Esperé con verdadera ansiedad. Los hombres guapos, de cabello largo, piel bronceada eternamente y aspecto de anuncio de colonia no han sido ni serán nunca mi debilidad, pero tenía ganas de conocer a aquél.
Empecé a dudar de mi propósito cuando del interior de la casa no me llegó ningún sonido.
Repetí la llamada por pura insistencia, pero sintiéndome fracasado. O Álex había dejado de hablar para salir o la idea del teléfono descolgado o la línea desconectada era la buena. Decidí dar una ojeada en torno a la casa. Eché a andar por la parte de la izquierda, deteniéndome en cada ventana. Ni una sola tenía las persianas levantadas o las cortinas abiertas pese al calor. Y además, todas estaban protegidas por gruesas rejas. Por detrás vi una segunda puerta, de servicio, tan hermética como la primera. La única ventana que no tenía rejas no merecía ni siquiera ese calificativo. Era un ventanuco de vidrio emplomado, opaco, y lo divisé en la parte superior del garaje. No me habría sido difícil encaramarme hasta él, romperlo y deslizarme dentro. No era el caso, así que lo olvidé.
Volví a la puerta principal. Sólo por si acaso, comprobé que alguna de las llaves de Laura no abriese cualquiera de las tres cerraduras. Fracasé.
Álex iba a esperar.
Mi hilo conductor se rompería en cualquier momento.
– Tozudo -me dije.
Mucho. Demasiado. Cada vez que iba a rendirme veía a Laura y oía a las malditas moscas.
Llegué al Mini, me metí en él y dediqué un minuto o dos a pensar. Eso fue decisivo. De haberme ido, no la hubiese visto. De haberme esperado, ella me habría visto y no se habría detenido. Las cosas son a veces simples, cuestión de un segundo.
Julia.
Primero vi aparecer un taxi. No le presté mayor atención hasta que pasó a mi lado, me fijé en su pasajera y se me paralizó el gesto de ir a arrancar el coche. No estuve seguro hasta que el taxi se detuvo frente a la casa de Álex. Entonces sí. De él bajó Julia, la falsa «prima» de Laura que me había tomado el pelo por la mañana. Llevaba la misma camiseta amarilla y la misma falda negra. Y, por supuesto, su enorme bolso colgando del hombro.
Me aplasté en el asiento del Mini y fingí no existir. Asome los ojos a ras de ventanilla y seguí sus movimientos.
Julia entró por la cancela. El taxi esperaba. Lo mismo que yo, la preciosidad debía estarle buscando, escamada de tanta comunicación telefónica. No tardó ni un minuto en volver a salir, furiosa, con los puños apretados. Cerró la cancela violentamente, esparciendo ecos metálicos por el silencio del barrio. Se metió en el taxi y entonces me oculté del todo.
No arranqué hasta que el taxi estuvo a cierta distancia de mí. Puse la primera e inicié la persecución.
No quería dejar mucha distancia, pero tampoco acercarme demasiado. Mi mayor miedo era que Julia volviera la cabeza y me viera. No lo hizo en ningún momento. No se movía. Eso me tranquilizó.
Seguir a un coche por Barcelona no es algo fácil. Se requiere práctica, a no ser que tengas un buen entrenamiento policial, que no era mi caso. Si dejaba que los coches se interpusieran entre el taxi y yo, un semáforo acabaría separándonos y me quedaría con las ganas de conocer su destino. Si me pegaba a su trasero…
Me pegué a su trasero.
Cada vez que nos deteníamos, yo me tapaba la cara o fingía manipular la radio o buscar algo en los asientos posteriores.
En una de las paradas la vi con un móvil pegado a la oreja. Miró algo en dirección al otro lado y vi que no hablaba. Creo que se enfureció, porque sacudió la mano y el móvil. Marcó un segundo número y en esta ocasión sí la vi concentrada en una conversación antes de que el semáforo cambiara a verde. El diálogo debió de ser vehemente. Agitó la mano libre, la cabeza, y por sus gestos entendí que estaba discutiendo con alguien.
Se acabó el móvil.
Y también la persecución.
Estábamos en la plaza de la Bonanova. Yo ya había estado allí por la mañana, siguiendo a Ágata Garrigós hasta la calle San Juan de la Salle. El taxi se detuvo de pronto al inicio de Muntaner y vi que ella pagaba la carrera. No podía parar ni buscar aparcamiento, so pena de perderla, así que continué unos metros, despacio, mientras la observaba. Julia atravesó la plaza con el bolso colgado de su hombro y se detuvo en las escalinatas de la iglesia de San Gervasio y Protasio. Yo estaba bastante desguarnecido, aunque mi perseguida no tenía por qué estar pendiente de un Mini blanco y negro. Por detrás me hicieron luces y alguien tocó el claxon. Eso ya era más grave, así que tuve que moverme.
Dejé el paso libre y estudié mis posibilidades. Acabé dando la vuelta a la plaza y me detuve en la esquina de San Juan de la Salle con el paseo de San Gervasio. Allí aún era más vulnerable, pero no tenía otra opción. Me hundí en el asiento asomando sólo los ojos. Todavía pensaba que era una casualidad, que Julia estaba allí, tan cerca de la vivienda de Ágata Garrigós, por un simple azar.
No era así.
A los cinco minutos, en los cuales Julia se puso más y más nerviosa, apareció la misma Ágata Garrigós.
Vestía de forma tan elegante como por la mañana, y no sólo se le adivinaba carácter por su ropa, sino por su manera de caminar o su aspecto. Me hice de nuevo a la idea de que era toda una dama, posición, buen nivel, personalidad concreta, calidad humana que no puede comprarse con dinero. Ágata Garrigós destilaba carisma y clase. Y como llevaba todo el día pensando en películas sin saber por qué, desde lo del retrato de Laura, le encontré un parecido con Julio Andrews.
Temí que Julia me viese, porque la recién llegada pasó muy cerca del Mini. Volví a aplastarme, hurtándole mi imagen a la falsa prima de Laura, y recobré la tranquilidad. Al pasar me fijé en el rostro de la mujer, ojos tristes, labios fijos y abatidos, un halo de amargura enmarcado en un semblante de pálida determinación.
El primer detalle en el que reparé fue que Julia y Ágata Garrigós no debían de conocerse de antes. La recién llegada caminó sin mucha convicción hacia la belleza, y la belleza la esperó sin dar muestras de estar muy segura de que fuese la persona que esperaba. Ágata Garrigós preguntó algo y luego, cuando Julia le tendió la mano, ella se la negó. Hubo un intercambio de palabras, rápido, preciso. Julia expresó algo de manera tajante y concisa. Estaba tan lejos que ni siquiera pude interpretar el movimiento de sus labios. Pero los rostros mantenían una fuerte tensión. Hubo algún que otro movimiento con la mano, imperioso, golpeando la palma abierta de la otra. Ágata Garrigós la escuchó en silencio, sin moverse al principio. Después, negó con la cabeza. Julia insistió y sacó algo de su bolso. Se lo enseñó. Entonces la aparecida hundió su rostro entre las manos y se deshizo, se quebró lo mismo que una estatua de hielo. Mi belleza matutina miró a derecha e izquierda, preocupada por esas lágrimas. Optó por empujar escaleras arriba a la otra, hasta que estuvieron al amparo de las columnas de la iglesia. La Garrigós se dejó arrastrar. Ya no luchaba. A salvo una vez más, Julia no se preocupó de consolarla. Atacó por segunda vez, vehemente. Yo aún estaba en mala posición para ver nada.
Pensé en bajar y acercarme con disimulo, pero no tuve opción. De pronto, Ágata Garrigós asintió con un movimiento de cabeza e hizo ademán de retirarse. Julia la retuvo y le insistió todavía más, con bastante mala leche a juzgar por sus gestos secos. La otra asentía y asentía. Todo acabó pocos segundos después. Una bajó las escaleras a la carrera y la otra se quedó arriba durante unos instantes.
Vi cómo Ágata Garrigós enfilaba por su calle hacia arriba, muy afectada, descompuesta, aplastada por un peso invisible, y cómo Julia descendía por fin desde lo alto de la iglesia. Arranqué el coche y esperé. Mi perseguida levantó una mano y detuvo un taxi.
Hice una maniobra rápida, salí de espaldas, le corté la trayectoria a uno que venía por el paseo de San Gervasio y que se puso a gritarme con la ventanilla abierta, e inicié el nuevo seguimiento con las mismas pocas precauciones que la primera vez. Mi belleza de ojos almendrados empezaba a resultarme desconcertante, pero por lo menos unía poco a poco a algunos de los elementos sueltos de mi investigación.
El taxi arrancó Muntaner abajo, hasta Mitre. Nos metimos en el túnel y pasamos por debajo de la Diagonal. Salió a la altura de la travesera de Les Corts, enfiló por ella y continuó su marcha hasta detenerse frente a COM Radio. Yo me metí en la zona de aparcamiento de las motos por si las moscas. Julia abonó la carrera y cruzó la calzada hasta los jardines Bacardí. Temiendo perderla, bajé y eché a correr. Pero ya no hizo falta más.
Mi amiga se metió en el primer edificio que asomaba a los jardines, en la confluencia de Comandante Benítez. Lo hizo abriendo la puerta con su propia llave, que extrajo de las profundidades abismales de su bolso.
Regresé al coche y busqué un aparcamiento legal. Pensé que, a lo peor y pese a las llaves, visitaba a alguien o hacía un recado, un minuto, y desaparecía de nuevo. Me arriesgué. De todas maneras tuve suerte y aparqué bastante más rápido de lo esperado. Eché a correr de vuelta a los jardines Bacardí y entré en el edificio aprovechando que la puerta estaba abierta en ese momento gracias a unos niños. Esperé que me interceptara un conserje o algo parecido. No fue así. Gracias a eso pude leer los nombres de los buzones.
Estuve a punto de gritar.
Había una Julia, de apellido Pons. Sólo eso. Era en el cuarto piso.
Subí en el ascensor, me detuve frente a su puerta, tomé aire y pulsé el timbre.
Unos pasos acelerados se aproximaron por el otro lado.
La puerta se abrió y la primera reacción de Julia fue tan natural como abrir la boca y los ojos.
Creo que era la última persona del mundo a la que esperaba ver en su casa en esos momentos.