Lo segundo que pensé es que el asesino tal vez fuese un forense aplicado, por la forma en que el cuerpo estaba abierto. Después no. Me bastó un segundo vistazo, una vez superado el horror y el asco, para darme cuenta de que aquello parecía más bien una autopsia inacabada, una chapuza cruel y salvaje.
Laura Torras estaba desnuda. Tenía el cuerpo abierto en canal, desde el sexo hasta los pechos, con las vísceras desparramadas a ambos lados, arrancadas con violencia. Un segundo corte cruzaba el primero por debajo de los senos, formando una cruz. Por arriba, la cabeza estaba separada del tronco mediante un enorme tajo que la había degollado.
Sin embargo, todo eso no era lo peor.
El cuerpo estaba rodeado de fotografías, encerrado en un círculo de imágenes que formaban un halo espectral. Todas eran de la propia Laura, que posaba como modelo, anunciaba objetos diversos o sonreía a la cámara con perversa inocencia. Cien imágenes, cien peinados, cien maquillajes, cien trajes, cien sonrisas.
Todavía había más.
Laura Torras tenía un vibrador hundido en la boca y una botella de cava hundida en el sexo.
Abierta de brazos y piernas, rota, rodeada por las fotografías y con aquellas dos curiosas piezas incrustadas en su cuerpo, la sensación final era… irreal.
Alguien se había despachado a gusto.
Alguien debía de odiarla mucho.
No soy morboso. Estaba galvanizado y tenía ganas de vomitar los cereales, pero aun así me acerqué para verle la cara. Tenía los ojos abiertos, y el rostro mostraba el estupor que la inminencia de la muerte le había causado. Cabía preguntarse si había muerto antes de la tortura o después.
Estaba tan pendiente del suelo, de ella y de no pisar la sangre, que todavía no había visto la escena que rodeaba el cadáver. Cuando me aparté, sin saber si iba a vomitar o no, tuve que hacerlo. Un vendaval había arrasado el piso. Muebles caídos, cuadros en el suelo, sillas rotas, objetos de decoración aplastados, y la ropa de la propia Laura diseminada y rasgada por doquier a modo de sudario final. Un mundo de recuerdos barrido por la mano metódica de un sádico. La luz del día que entraba por las cortinas lo bañaba todo de quietud.
Entonces me fijé en las paredes, desnudas.
De objetos, pero no de palabras.
CERDOS.
Se repetía tal vez cien o más veces. En todos los tamaños, de todas las formas, «CERDOS», «CERDOS», «CERDOS». Sólo eso. Creo que el asesino la habría escrito más y más de no haber sido porque la tinta ya se le había terminado. Y la tinta era la propia sangre de Laura.
El cojín que había utilizado como brocha yacía muy cerca de mí.
No supe qué hacer, lo reconozco. Estaba paralizado por la sorpresa. Laura, mi vecina, un objeto de deseo, una presencia de ensueño, una tentación que vivía al lado (o arriba, como Marilyn Monroe en la película), estaba tan muerta como mi energía. Nunca más podría recordarla como había sido. Ahora la vería siempre así, como la tenía delante. La tortura de un recuerdo.
Hacía calor allí dentro. Empezaba a tener la ropa húmeda. Las ventanas…, los resquicios… Todo ello estaba cerrado. A pesar de ello, una mosca andaba zumbando en torno al cuerpo. Ese sonido me hizo reaccionar. Todavía no olía, pero no tardaría en hacerlo. Traté de no tocar nada, me dirigí al balcón y abrí la puerta unos centímetros. Regresé al lado del cadáver y por primera vez me di más cuenta de lo que no veía que de lo que sí veía.
¿Y el cuchillo que se había utilizado en la carnicería?
No quería remover mucho. Una voz me gritó que llamara a Paco inmediatamente. Entonces recordé que Paco estaba fuera, que no llegaba hasta el lunes. El que tu mejor amigo sea inspector de policía siempre es una garantía. Pero yo nunca he hecho caso de mis voces. Para bien o para mal, lo que manda en mí es el instinto. Y mi instinto no me decía nada especial. Mi instinto me mantenía allí dentro sin salir corriendo, tal vez porque me sentía culpable de algo.
Salí de la sala. El piso de mi vecina era como el mío, pero al revés. Inspeccioné la cocina y la zona de servicio. Nada. Por allí no había pasado el vendaval maníaco. A continuación me dirigí a la parte del piso destinada a las habitaciones, que se ubicaba a la izquierda. Deduje que la habitación de Laura debía de ser la misma que aquella en la que dormía yo en mi casa. Lo era porque la puerta estaba abierta y un rastro de prendas femeninas me conducía hasta ella. Metí la cabeza y, dado que la persiana también estaba subida allí y la luz era diáfana, lo primero que me sacudió el espíritu, por encima de lo revuelto que estaba todo, fue el gran retrato de la dueña de la casa que colgaba de la pared.
Un desnudo perfecto.
Algo demoledor.
Me sentí como Dana Andrews en Laura. Incluso el nombre coincidía. En la película, él se quedaba impresionado por la belleza de la mujer a quien todos creían muerta, y sentado frente al retrato, se dormía hasta que aparecía Laura, viva. El asesino se había equivocado, y había arrojado vitriolo al rostro de otra mujer con la que la confundió en la oscuridad. En la película, el asesino quería aniquilar aquella belleza. Ahora, en la realidad, alguien había querido destrozar algo más, un rostro, una imagen, la perfección de un cuerpo.
De niño me enamoré de Gene Tierney, de aquella Laura cinematográfica.
Ahora, si bien no era lo mismo, mi propia vecina me había hecho albergar muchos malos pensamientos desde que llegara al piso de enfrente.
El retrato de Laura era casi real, como si fuera a moverse, a hablar.
De hecho, oí una voz.
Pero fue en la entrada del piso, mientras se cerraba la puerta de golpe.
– ¿Laura?