IV

Lo hizo cuando estuvo en mi propia sala, todavía de pie, hundida su resistencia.

Lloró.

No me acerqué. No quise ni tocarla. Dejé que lo hiciera con libertad, sola, doblada sobre sí misma. Llorar ayuda a relajarse, y quería que estuviese relajada. Dejó la maleta en el suelo, la bolsa a su lado, y finalmente se le doblaron las rodillas y se sentó en una de mis butacas. La belleza siempre me ha podido. Para mí es algo difícil de asimilar. Laura era bella. La aparecida era bella. Teníamos una muerta y ni siquiera sabía cómo se llamaba. De hecho, era como si el cadáver de Laura siguiese entre los dos.

– ¿Quieres algo fuerte?

Me dijo que sí con la cabeza.

– ¿Café o… algo mucho más fuerte?

– ¿Tienes coñac?

No bebo, pero por Navidad siempre te regalan botellas. Fui a la cocina y encontré un Napoleón nuevo, sin abrir. Debía de llevar diez años en casa. O sea que si ya era noble de cuna, ahora debía de serlo aún más. Saqué el precinto, cogí una copa y regresé con ella. Se la serví y dejé la botella en la mesita, por si quería más. Lo hizo desaparecer de un trago pero no repitió. Mantuvo la copa entre sus manos, a modo de sustento. El latigazo interior la hizo reaccionar un poco.

– Siento lo sucedido -dije-. ¿Cómo te llamas?

Se tomó su tiempo. Daba la impresión de empezar a considerarlo todo muy detenidamente. Estaba en el piso de un desconocido a quien ella misma había empezado a tutear, como debía de hacer con todo el mundo y más en su ambiente.

– Julia.

– Nunca te he visto por aquí.

– No.

– Pero tenías la llave del piso de Laura.

– Sí.

La grieta por la que se me abría no se hizo mayor. Miró la botella de Napoleón. Me miró. Miró lo que me rodeaba. Vivir solo te da libertad, y cuando la mujer de la limpieza lleva dos días sin venir…

– ¿Venías a quedarte con Laura? -señalé su maleta.

– Sí, me pidió que viniese a pasar unos días con ella.

– ¿Por qué?

Me había pasado. Demasiado rápido. Demasiado profesional. Lo supe por mí mismo antes de que su reacción me lo confirmase. Sus manos apretaron la copa y sus inmensos ojos grises mi alma antes de que se envarase al decir:

– ¿Me estás… interrogando?

– No -intenté sonar convincente.

– Pues lo parece.

– Quería saber qué clase de relación tenías con Laura, eso es todo.

– ¿Qué relación tenías tú?

– La que te he dicho: éramos vecinos.

– ¿Nada más?

Pensé que lo más sincero habría sido manifestar algo así como que ojalá hubiera habido algo más. Pero mi sentido del humor no encajaba en la escena. No era elegante. Yo sí había visto el cuerpo. Preferí ser conciliador. Julia era mi único nexo con lo que pudiera haber en aquella historia.

Empezaba a saber por qué aún no había llamado a Paco.

– Apenas si la conocía -dije con sinceridad-. Nos cruzábamos en el vestíbulo, a veces coincidíamos en el rellano, en el ascensor… Una vez me pidió un poco de café, y otra vez le di una carta que me habían dejado por error. Sólo estuve en su piso en una ocasión, y fue porque me llamó para pedirme ayuda: le había entrado un pequeño ratoncito por la ventana y estaba escondido detrás de un mueble. Así que hice de san Jorge librándola del león, aunque no obtuve recompensa.

– Entonces ¿por qué tanto interés?

Su pregunta era muy afilada. Capté la intención. La catarsis que la dominaba iba dando paso a algo parecido a… la rabia.

– Ella era singular -dije con tacto.

Empezó a entenderme. Volvió a mirar a mi alrededor antes de hundir sus ojos en mí. Me gusta la gente que, cuando habla, te mira con fijeza. En su caso, ella debía de saber que ésa era una de sus mejores armas. ¿Cómo resistirse? Siempre he creído que las mujeres hermosas se saben superiores, especialmente frente a los hombres de tipo medio como yo. Y las modelos, que viven en un inundo estético, donde lo más importante es la apariencia y el dominio, con más motivo.

Aunque eso lo pensaba sólo como un outsider. No sabía nada de modelos.

– ¿Vives solo? -quiso saber.

– Sí.

– Comprendo. -Forzó algo parecido a una sonrisa.

– ¿Qué es lo que comprendes?

– Tú mismo lo has dicho: Laura era singular. No es de esa clase de vecinas que resulta indiferente.

– Imagino que lo dices por experiencia.

– Gracias -suspiró.

Se relajó por primera vez. Apoyó la espalda en la butaca sin dejar la copa vacía. El coñac le hacía efecto, o tal vez fuera la calma con la que nos lo estábamos tomando todo. Sentada, la dimensión de sus piernas era tremenda. La falda se le había subido tanto que casi no existía. Traté de no mirarlas, aunque lo mismo me pasaba con su cuerpo, el pecho y la ausencia de sujetador. No se inmutó por mí, pero cruzó las piernas.

– ¿Vas a decirme ahora quién eres tú?

– Laura era mi prima -dijo-, aunque nos veíamos poco. La familia no siempre cuenta mucho.

– Háblame de ella.

– ¿Curiosidad?

– Es posible.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Qué hacía? ¿Con quién iba? Cosas así.

– No puedo decirte mucho. Familiar, sí, pero al margen de ello… Laura era modelo, primero de pasarela y últimamente fotográfica. Había hecho algunas cosillas en el cine durante estos años, papeles esporádicos, siempre de chica guapa pero sin relieve. Nunca tuvo suerte en este sentido. Es mayor que yo, claro. Le pedí ayuda y me dijo que viniese a pasar unos días con ella, para presentarme a algunas personas. No sé qué hacía ni a quién veía, ni dentro ni fuera de su trabajo.

– ¿Tenía familia aquí, en Barcelona?

– Sus padres viven en El Figaró. Es hija única. De todas formas…

– ¿Qué?

– No creo que sirva de mucho hablar con ellos. Son bastante mayores, y dudo que Laura les contase gran cosa de sí misma. Para mis tíos todo esto era demasiado y les venía muy grande. Siempre han vivido en el pueblo, ¿entiendes? Oye. -Bajó la cabeza con temor antes de preguntar en un susurro-: ¿Cómo ha muerto?

– ¿De veras quieres saberlo?

– Sí.

– La han acuchillado.

Se estremeció.

– ¿Un ladrón?

– Los ladrones no hacen la salvajada que han hecho con ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Que quien la haya matado debía de odiarla mucho.

Se quedó blanca. Sólo las pupilas de sus ojos mantuvieron un destello de vida. No quería verla llorar de nuevo pero no supe qué hacer ni cómo evitarlo. Se dominó a duras penas y yo miré el teléfono. Con Paco fuera de Barcelona, si llamaba sería un día perdido. Un día de declaraciones e interrogatorios. Si él hubiera estado cerca, por lo menos todo habría sido diferente. Aparte de Paco, no me fiaba de la policía.

Julia siguió la dirección de mi mirada.

– ¿Vas a llamar a la policía? -captó mi idea.

– No.

– ¿No?

– Tengo un amigo en la Central de Vía Layetana, pero está fuera, de vacaciones. Supongo que regresará el domingo para incorporarse al trabajo el lunes. He pensado en algo mejor.

No me entendió.

– ¿Algo mejor? -repitió como una zombi.

Laura Torras me había fascinado desde el primer día, y había proyectado en mí malos pensamientos, sudores fríos y toda la emoción humana de saber que detrás de aquella puerta vivía un pedazo de cielo encarnado en una mujer. Romántico o no, ésa era la verdad. El que yo nunca me hubiese atrevido a nada no significaba que no me atrajera la posibilidad de intentarlo, aunque me hubiera rendido de antemano. Su muerte lo convertía todo en una curiosa entelequia. Para mí, no habría ya ninguna oportunidad. Para ella, peor: le habían arrebatado de golpe cualquier esperanza, el futuro al completo. Tal vez mi sueño de la noche anterior no hubiese sido eso, un sueño, sino una realidad. Aquellos gritos… Fuera como fuese, con o sin gritos, la habían matado mientras yo daba vueltas, sudaba y pensaba en los locos del volante y las motos que tomaban la plaza como parte de un circuito. A unos pocos metros de mí, una bestia inhumana le había hecho todo aquello.

Yo sabía de sobra que, en algunos casos, la rapidez era esencial.

Además de la discreción, el silencio.

Y el instinto.

– No quiero pasarme el día respondiendo preguntas sin respuesta -suspiré mientras comprendía que, una vez más, iba a meterme en un lío-. En cambio, sí puedo hacer algunas preguntas y conseguir algunas respuestas con las que ganar algo de tiempo.

Julia no ocultó su sorpresa.

– ¿Eres detective? -preguntó.

– No, periodista.

Su voz se llenó de hielo.

– Así que, de pronto, Laura se ha convertido en eso, ¿no? Un reportaje.

– No -intenté ser convincente-. No soy de los que buscan exclusivas sensacionalistas ni hacen reportajes amarillos. Es sólo que… -busqué una justificación sin poder dar con ninguna que sonara verosímil-. Bueno, a veces sí he jugado a policías y ladrones. No se me da mal encontrar los cabos sueltos de una madeja y tirar de ellos hasta desenredarla. Me dejo llevar… y suelo acertar.

– ¿Por qué vas a hacerlo?

– El edificio está vacío. Un par de matrimonios ancianos, ella, yo… La han matado esta noche, mientras yo dormía.

Julia pareció comprender. Movió la cabeza de forma vertical, despacio. Arriba y abajo.

– Laura te gustaba -afirmó.

– Mucho -reconocí.

– ¿Nunca intentaste…?

– No.

– Le habrías gustado.

– Gracias.

– Pero si no la conocías, ni sabías nada de ella, ¿qué esperas encontrar? No tienes ningún indicio. ¿O sí?

– Comenzaré por sus padres, en El Figaró.

– ¿Y yo? -enderezó la espalda de pronto-. ¿Qué esperas que haga yo? No vas a dejarme aquí.

Me había llevado las llaves del piso de Laura para poder volver a entrar en él, ahora lo sabía. Entrar y echar un vistazo más largo. Era un gesto idiota. Con Julia allí era evidente que yo podía investigar lo que me diera la gana. Ella no. Era su prima.

– Cuando me vaya, llama a la policía. Les cuentas lo sucedido y les dices la verdad, incluido lo que a mí respecta. La mayoría ya me conocen. No les caigo bien, así que vas a oír cosas poco edificantes. Les molesta que alguien se meta en sus asuntos, y más si encima resuelve algunos casos. Pero tú tranquila. En un par de minutos estarán aquí, ¿de acuerdo? Mientras tanto…, mi casa es tuya.

– Por favor, no me dejes sola.

– Tengo que irme. Si me quedo…

Se puso en pie, agitada. Pese a todo, a su naturalidad informal, daba la impresión de haber salido de un salón de belleza tanto como del baño de su casa. Volvió a impresionarme su imagen, su aspecto, aquel cuerpo que con apenas veintipocos años tenía todos los dones de una naturaleza generosa y esplendida, dotada con el aura irresistible de su belleza. No era como Laura. Nadie era como Laura. Pero no tenía nada que envidiar a Laura. Ella era Julia.

Me costó trabajo dejarla.

– Por favor…

Se detuvo frente a mí. Temblaba llena de miedo, con las manos unidas a la altura del pecho. Percibí su calor. Ya había tocado su piel al sujetarla. Pero ahora su aroma me alcanzó de lleno. Para muchas personas, entre ellas yo, el olor es el más fuerte de los afrodisíacos. Más aún que la percepción a través de la mirada. Olor es sensación. Vi sus ojos transparentes, aquellos labios dibujados a la perfección y cincelados por un Miguel Ángel único. Los veintipocos eran muy veintipocos, quizá veintiuno, todo lo más veintidós, aunque imaginé que, maquillada, podía pasar por toda una mujer de casi treinta. La magia de la moda. A Laura le echaba veinticinco o veintiséis años. Una niña para mí. Una veterana para su mundo.

– Julia, no quiero parecer teatral, pero… ¿podrías confiar en mí, quieres?

– No te conozco.

– Ni yo a ti, pero mi casa es tuya -le ofrecí.

– ¿Cómo has dicho que te llamas?

– Daniel -dije yo-. Daniel Ros Martí.

– De acuerdo, Daniel -asintió con la cabeza-. Hasta luego.

Me fui deseando estar ya de vuelta.

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