El Audi blanco de Constantino Poncela lucía una hermosa multa en el parabrisas. Y menos mal que no se lo había llevado una grúa celosa de su deber. La recogí y se la puse en la guantera, con la pistola, para que fuera un buen ciudadano y la pagara. Dejé el maletín en el asiento contiguo y pensé en mi Mini, aparcado en lo alto de la calle Balmes y sin cerrar con llave, aunque no creí que nadie fuera a robármelo ni siquiera por el book de fotos de Laura.
Esperé cinco minutos.
Julia no salió de su casa.
Convencido de que esta vez no iba a seguirme, arranqué, bajé de la acera y me sumergí en el tráfico matutino. Miré varias veces por el espejo retrovisor y nada. Eso me tranquilizó. La idea de ir a mi casa para cambiarme de ropa fue apartada nada más aparecer. Ya no quedaba más tiempo.
La calle Pomaret estaba desierta, tanto como Iradier y la perpendicular, Inmaculada. Eso me confortó. Situé el coche de forma que pudiera salir a escape si era necesario, en doble fila al lado del vado de la casa, y me apeé con una aprensión extraña en el estómago.
La noche anterior yo había cerrado la puerta de la cancela. Sin embargo, estaba abierta. Como dos palmos.
Fui a la puerta principal y llamé. Primero, la seguridad, por si acaso. Los dos tonos de la campanilla repiquetearon dentro, pero eso fue todo. El silencio posterior fue la única respuesta. También apliqué mi oído sobre la madera y contuve la respiración. Ocurrió lo mismo: nada. Cuando estuve seguro de que allí dentro no había nadie, aun a riesgo de pasarme de precavido, rodeé la casa para dirigirme directamente al garaje.
Cuando llegué bajo el ventanuco de cristal emplomado me detuve en seco.
Alguien, otra vez, había tenido la misma idea que yo.
Debajo vi dos banquetas de madera y varias cajas que formaban una tarima elevada. Fuese quien fuese el culpable de aquello, se había tomado su tiempo sin problemas. Algunos tiestos del jardín hacían de peldaños. Máxima comodidad. El duro vidrio había sido roto con una maza y no quedaba ni rastro de él, ni siquiera por los lados. Quienquiera que hubiese entrado por allí no quería cortarse.
Aquello lo habría hecho yo el día anterior de no haberme interrumpido Julia.
Y, si no fuera porque había estado con Julia toda la noche, habría pensado que ella…
¿Toda la noche?
Eso no podía jurarlo, aunque era casi imposible que ella saliese, hiciese lo que fuese allí dentro y regresase a su casa antes de que yo despertara.
Solté un taco, pero no perdí más tiempo.
Me encaramé a la pila de tiestos y madera. La estabilidad era buena. Eso me convenció de que quien hubiese hecho servir ese camino para entrar, no lo utilizó para salir. Eso lo hizo por la puerta principal y sin problema, cerrándola, aunque se olvidase de la cancela en su prisa. Cuando llegué arriba fue fácil meter el cuerpo por el hueco. Ni siquiera tuve que hacer un esfuerzo especial o cualquier tipo de filigrana para pasar las piernas, darme la vuelta o aterrizar al otro lado. Aquello tanto podía hacerlo una mujer como un niño. Por dentro había unas estanterías. Perfecto. Me serví de ellas para alcanzar el suelo, siguiendo el mismo camino que el intruso o intrusa de la noche pasada.
El deportivo de color rojo de Álex estaba allí. Me acerqué. No sólo era rojo el coche. También lo era la sangre que inundaba su blanca tapicería y el suelo. Y el vestido femenino del asiento contiguo al del conductor.
Sangre seca.
Muy seca.
La puerta del lado del conductor estaba abierta, lo mismo que la que comunicaba el garaje con la casa. El rastro de sangre iba del coche a ella, como si alguien se hubiese arrastrado a duras penas, con evidente dificultad. Seguí la pista procurando no meter la pata, es decir, sin pisar la sangre por seca que estuviese. Antes de meterme en la casa cogí un guante de mecánico que colgaba de un clavo. El de la mano derecha. Bastantes debía haber en casa de Laura pese a mis precauciones.
No tuve más que seguir la sangre.
Me condujo igual que un sendero abierto sobre el terrazo. Pasé por un distribuidor, un corto pasillo, la confluencia de la cocina y la sala…
En ella estaba el cadáver de Álex.
Y encima de él había un débil, muy débil rótulo escrito en la pared, en el que leí la palabra «CERDO» trazada con su sangre.
Me acerqué despacio, examinándolo todo. Se había quedado boca arriba, al lado de una mesita volcada. Junto a la mesita vi el teléfono, no inalámbrico precisamente, sino antiguo, decorativo, una figurita de Snoopy de la que pendía un auricular como los de antes. Al caer Álex, mientras intentaba llamar a alguien antes de morir, quedó descolgado por efecto del golpe.
Pero eso no era todo.
En primer lugar, el cadáver tenía la parte del asiento de un inodoro incrustada en la cabeza, a modo de collar, y la tapa por sombrero. En segundo lugar, un enorme charco de sangre, bajo él, indicaba que allí era donde, finalmente, se había desangrado. En tercer lugar, me bastó una ojeada para darme cuenta de que tenía dos tipos de heridas. En el pecho tenía dos o tres cortes de los que había manado toda la sangre. Además, los cortes del estómago, el cuello y el sexo no tenían sangre, porque cuando se las dieron ya no le quedaba ni una gota.
Toqué una de sus manos.
Álex llevaba muerto más de un día. El rigor mórtis no mentía.
Así pues, quien hubiese entrado por el ventanuco le había vuelto a acuchillar con saña aunque ya fuese un cadáver.
Miré al hombre que durante todo el día me había estado persiguiendo mentalmente mientras yo le perseguía a él físicamente. Ya no estaba tan guapo. Sus ojos abiertos miraban incrédulos hacia ninguna parte, y el cabello largo se desparramaba igual que una aureola por encima de sus hombros. Al bronceado le suplía la palidez cerúlea de la muerte.
No sentía simpatía por él.
Pero eso ahora ya era lo de menos.
– Te han jodido, chico -le dije.
Me di cuenta de que las preguntas volvían a surgir.
Unas, las viejas, quedaban contestadas, pero nacían otras nuevas. Ya no podía seguir más con todo aquello.
Aun así, me zumbaron los oídos.
Suele sucederme siempre cuando las ideas se me atropellan, cuando estoy delante de algo y no sé reconocerlo, cuando siento que estoy cerca pero ignoro la dirección de mi siguiente paso.
La escena del crimen de Laura. Aquella nueva escena en casa de Álex. La decoración de ambas era como el grito del asesino, su firma.
El que había entrado por el ventanuco le asestó las puñaladas cuando ya estaba muerto, de acuerdo. También le puso la tapa del inodoro, de acuerdo. E hizo la pintada, sólo una y a duras penas, porque en ese momento la sangre ya estaba muy seca.
A Álex lo habían herido en otra parte, y lo habían dado por muerto.
La sangre en el recibidor del piso de Laura.
Me aparté de él. La casa estaba cerrada, pero ya había un par de moscas, tal vez coladas por el ventanuco del garaje. Me recordaba demasiado a mi vecina y, sin tocar nada, eché un vistazo a la torre. Habían arrancado la tapa del cuarto de baño. Aparte de eso no había ningún registro. El piso de Laura estaba destrozado, y su ropa, rota y despedazada. Allí no. La irrupción del de las puñaladas una vez muerto se había concentrado tan sólo en eso. Rápido.
Yo sí registré el lugar.
Metódica y exhaustivamente.
Empecé por el baño, la cocina, un par de armarios empotrados y la habitación de Álex. En ella vi una cama con el colchón de agua, marca de la casa. En el armario había una colección de ropa digna de un ejecutivo de altos vuelos. Camisas, jerséis, trajes y zapatos; todo caro, aunque con notas horteras. En un cajón me encontré una docena de relojes, sortijas y gemelos de oro. No faltaban el Rolex y el Cartier. Los gustos caros de Álex se correspondían con sus negocios y la facilidad con que tenía para encontrar a sus chicas. En el resto de los cajones, lo habitual, calzoncillos de colores, calcetines, pañuelos y otros complementos, corbatas o pajaritas.
Di con lo que buscaba en otra habitación convertida en despacho y estudio. Sobre una mesa, dos cámaras fotográficas, una de vídeo y un estuche lleno de cintas de vídeo con nombres anotados en el rótulo adhesivo pegado a ellas. Leí algunos y empecé a abrir los ojos. Conocía al menos a dos, un político muy facha, flagelo de la izquierda, y un banquero que a veces salía por televisión cuando se daba cuenta de los beneficios de la banca a costa de los sufridos ahorradores.
En otra mesa, con cajones cerrados con llave, tuve que ser más bruto. Fui a la cocina, regresé con un cuchillo, y me serví de él para forzar la cerradura. Recordé que ni en casa de Laura ni allí había visto rastro alguno del arma homicida. En los cajones encontré el verdadero tesoro. Era tan cuantioso que comprendí que habría necesitado un par de horas para examinarlo todo como es debido. Registros de cuentas, agendas, relaciones de nombres, talonarios, dietarios, libros de notas y, por supuesto, negativos.
Conté seis. No sabía si eran casos pendientes de chantaje, a la espera del cobro, o simples copias de seguridad para seguir extorsionando a las víctimas. Miré una de las fechas, de hacía cinco meses.
No era un material agradable de ver, pero le eché un vistazo.
La protagonista absoluta siempre era Laura.
Ellos vanaban.
En el último de los cajones encontré una completa «farmacia» que habría hecho las delicias de cualquier colgado. Contenía pastillas de todos los colores, una bolsa de cocaína, una lata con heroína, drogas alternativas…
Me tomé un poco de tiempo para reflexionar.
Tenía un nudo gordiano en mi cabeza, y ninguna espada con la que romperlo. Las ideas fluían y fluían, hasta llegar a un embudo en el que se atropellaban, y lo malo era que por el otro lado no salía nada.
Todo aquello daría bastante trabajo a la policía.
Pero yo sabía que, a lo largo del día anterior, había estado con el culpable.
¿Qué me gritaba mi instinto?
¿Por qué no reconocía la última clave?
Pensé en quemar todo aquello, pero habría equivalido a destruir muchas pruebas en caso de que estuviese equivocado. Los que habían pagado por Laura ya no habrían de pagar por el chantaje de Álex, eran libres. A pesar de ello, y aun contando con la discreción policial, les iba a caer una buena encima.
Ése era su problema.
Regresé a la sala, me despedí de aquel hijo de puta y luego fui a la puerta principal. La abrí con cuidado y salí. Todavía realicé con más cuidado los siguientes pasos, abandonar la torre sin tropezarme con nadie, cerrar la cancela y meterme en el coche de Poncela.
Cuando me alejaba de la calle Pomaret, rumbo al paseo de la Bonanova, supe cuál debía ser mi siguiente destino.
Al fin y al cabo, estaba muy cerca.