Tenía el móvil descargado.
Eso es algo de lo más normal. Cuando lo necesitas de verdad, el trasto va y se descarga, o tú te olvidas de recargarlo la noche anterior. Tuve deseos de estrellarlo contra el suelo.
Tampoco llevaba monedas sueltas.
Perdí cinco minutos buscando cambio en la panadería, el estanco y el bar del casino, rodeado de chicos y chicas light que bebían indolentes y fumaban como chimeneas, sobre lodo ellas. Luego perdí otros cinco minutos buscando una cabina. La más próxima al casino rebosaba clientela colonial. Regresé al hostal Congost y allí tuve más suerte. Por lo menos, esa vez le pedí al camarero una limonada. Marqué el número de mi casa mientras me llamaba idiota a mí mismo.
Nadie descolgó el aparato, ni Julia ni un policía ni…
Mi aparición matutina en casa de Laura Torras me la había jugado bien.
Colgué antes de que saltara el contestador.
Quise pegarle un puñetazo al teléfono. Me abstuve. Hasta pensé que cuando llegase a mi piso lo iba a encontrar vacío.
Marqué un segundo número, el de información telefónica, y pedí el de Laura Torras en la calle Juan Sebastián Bach. Tuve que rectificar de inmediato: calle Compositor Johann Sebastian Bach. La operaría me lo facilitó y pulsé los nueve dígitos correspondientes. Al otro lado el zumbido sonó cinco veces antes de que también apareciera el correspondiente contestador automático.
Su voz.
– Hola, soy Laura. Si no tienes prisa y eres capaz de esperar la señal, podrás dejar grabado tu mensaje. Te llamaré en cuanto esté de vuelta. He ido a pasar unos días a la Luna. Chao.
Evocador.
Y terrible.
Esperé oírlo en inglés, por aquello de que era modelo y, según su madre, trabajaba más para fuera de España que aquí. Pero no hubo segunda versión. No dejé ningún mensaje y colgué de nuevo.
Laura Torras no tenía ninguna prima llamada Julia. Y Julia no había llamado a la policía. El asesinato seguía siendo un secreto que tan sólo conocían tres personas: ella, yo y el asesino.
Miré las montañas que aprisionaban El Figaró mientras me bebía mi limonada. Los últimos minutos con los Torras no habían servido de mucho. Me había ido casi de inmediato, temeroso de que apareciera la policía con la noticia. Ya no habría noticia. Por lo menos, de momento. Eso seguía dándome margen. Todo el margen del mundo.
Los Torras no sabían gran cosa, ni la agencia para la cual trabajaba su hija, ni nadie. Yo sí tenía algunas nuevas preguntas. Zarpazos que iban de aquí para allá en mi cabeza, aunque todavía sin concretar. La voz de Laura me había sacudido de arriba abajo. Tenía calor, matices. Era una voz abrumadoramente sensual.
Sí, era sensual en un simple mensaje telefónico.
Se suponía que tenía que estar en el despacho de mi editor, Mariano. Claro que también se suponía que debía entregarle un libro que no tenía. Y, siguiendo con las suposiciones, se suponía que antes debía pasar por el periódico.
Y estaba sin móvil.
No quería ver a Mariano aquel día y discutir con él. Ni quería pasarme por el periódico y perder el tiempo. Pero tampoco podía dejarlos colgados a todos. Volví dentro, pedí más monedas para llamar, el del bigotito me las facilitó y me apoyé por segunda vez en el aparato telefónico.
Primero, Mariano.
La mayoría de los escritores famosos se pasan el día en la televisión, o bien hablando de sus obras o bien en tertulias que los hacen populares, y así venden esas obras. Yo debía de ser el único que escribía con seudónimo mis novelas policiacas, y mantenía mi identidad real en secreto precisamente para que me dejaran en paz. Daniel Ros Martí sólo era un periodista. Escribir es divertido, me gusta. La promoción, no. Y la fama, menos. Yo no tengo nada que decir, salvo en mis libros. Punto. Sólo Mariano conocía la verdad.
– ¿Sí? -Oí su voz grave.
– Mariano, soy yo.
– ¿Qué pasa? -Lo imaginé mirando la hora.
– No voy a poder ir, lo siento. Ha surgido un imprevisto.
Paco Muntané es mi mejor amigo. Mariano es el segundo, y también un poco padre. Más o menos. Pero Paco no me paga derechos de autor. Mariano, sí. Supongo que eso le da otro aire a la palabra «amistad». Y, como padre, te puede gritar.
Me gritó.
– ¿Cómo que no vienes? -Del grito pasó a la ironía-. ¡Oh, bueno, no importa! ¿Por qué ibas a sentirlo? Al fin y al cabo, no estamos en marzo, cuando me llamas para saber qué tal va la liquidación de tus derechos de autor, ni en abril, cuando me atosigas para que te mande el cheque. Tú tranquilo, hombre. ¿A quién le importa que dentro de tres meses sea Navidad? ¿Ibas a traerme algo de la nueva novela, toda, una parte, o un capítulo?
– Mariano…
– Cualquier día te haré chantaje. -Ahora se puso borde-. O me das tus novelas a tiempo o digo a la prensa que detrás del seudónimo de Jordi Sierra i Fabra se esconde el discreto periodista Daniel Ros Martí. ¿Qué tal?
Siempre me amenazaba con eso.
– No serías capaz.
– ¿Que no? ¡Joder, Dan! ¡Llevas una temporada…!
– Ha sucedido algo.
– ¿Cuándo no sucede algo?
– Esto es grave, y excepcional.
– Convénceme.
Supongo que no se es editor en esta selva, y además independiente, sin que ningún grupo te haya absorbido todavía, siendo normal, o incluso legal. Mariano era legal. Se podía confiar en él. Sus gritos tenían calor humano. Su ironía era afable. Llevábamos demasiados años juntos, desde que, siendo joven, había visto en mi lo que otros no veían. Mis novelas se vendían bien. Todos contentos. Que llevase una temporada demasiado solo y resistiéndome a escribir era otra cosa. Una larga temporada.
– Alguien ha destripado a mi vecina -le dije bajando la voz-. ¿Recuerdas que te hablé de ella en un par de ocasiones? Pues he llegado tarde. Nunca más podré soñar con su cara ni con su cuerpo después de lo que le han hecho.
– ¿Hablas en serio?
– Sí.
– ¿Y qué tiene que ver ella con nuestra cita?
– Estoy investigando algo.
– ¿Otra vez?
– Mariano…, no tengo más monedas y esto se va a cortar. -No quería empezar a discutir con él-. Te llamo desde un teléfono en un bar de El Figaró porque no me iba el móvil. Mañana te digo algo.
– ¿El Figaró? ¿Qué haces en El Figaró? ¡Dan!
– Mañana, ¿de acuerdo? Esto se va a cortar.
– ¡No me vengas con cuentos! ¡Dan, espera!
Dejé el auricular en la horquilla menos de tres segundos antes de volver a descolgarlo. Puse las últimas monedas y marqué el número del periódico. Le dije a la telefonista que me pasara con Carlos Pastor, el director. Todavía no sé por qué, tal vez porque Carlos quería castigarme o porque Primi Moncada escuchó mi nombre, quien apareció en la línea fue él.
Y el jefe de redacción sí tiene mal genio.
– ¡Ros, coño! ¿Dónde cojones estás?
– ¡Joder, Moncada! -reaccioné lo más rápido posible-. ¿Dónde quieres que esté? ¡Trabajando!
– ¡Hace más de una hora que debías estar aquí! ¿Trabajando en qué? ¿En tu columna? ¡Vente cagando leches desde donde estés! ¡Sólo faltabas tú!
– ¿Qué pasa?
– Comas está enfermo, Sorribas se ha dado una hostia con el coche al volver de vacaciones, y el novato de Pozas ha tenido que cubrir lo de la explosión de butano en Sants. Todavía estamos en cuadro. ¿Te cuento mi vida?
– No estoy en Barcelona -se lo dije de una vez.
– ¿Que no estás en…? -Le salió toda la mala uva que a veces se gasta-. ¿Me tomas el pelo?
– Tengo algo gordo entre manos.
– ¿Tú? ¿El señor honesto que nunca quiere exclusivas porque dice que son amarillistas? ¡No me jodas, Ros!
– Pues esto es de impacto. -Me mordí el labio inferior.
– ¿De qué se trata?
– Ah, ah, ya me conoces.
– Oye, Ros. -Su voz se hizo falsamente paciente-. Si has ligado en vacaciones me parece bien, pero no te me enrolles ni me encabrones. Hoy no. ¡Dime en qué andas o te juro que…!
Esa vez sí, el teléfono hizo la consabida señal de aviso cuando no hay más reservas y la comunicación va a cortarse. Salvado por la campana. No tenía más monedas. La máquina se las había zampado todas como un hijo hambriento.
– Lo siento, Moncada. Confía en mí.
No confiaba.
– ¡Ros, espera!
Tal como le había sucedido a Mariano, se le cortó la voz, aunque esta vez la culpable había sido Telefónica y no yo. Me quedé mirado el aparato con aprensión. Podía vivir de mis libros, pero sólo si escribía más. Y me gustaba ser periodista y tener mi columna diaria o hacer reportajes cuando fuera menester. Lo llevo en la sangre. Carlos nunca me despediría. Era mi tercer amigo. Primi Moncada, sí.
Iba a tener que escribir sobre el asesinato de Laura, lo quisiera o no. Por supervivencia.
Estaba agotado.
– ¿Por qué?
Era la pregunta que nunca sabía responder.
Sólo pensaba en aquel cadáver destripado frente a mi puerta, empujándome.
Regresé al Mini, abrí la puerta y me golpeó el vaho de calor aprisionado allí dentro. Un calor que ya era muy fuerte. Iba a cerrar cuando una mosca se metió dentro y abrí las ventanillas para que se largara. Eso me hizo volver al cuerpo de Laura. Calor. Moscas.
Mi coche no tiene refrigeración. Pero es que me gusta mi coche. Mi viejo Mini.
– ¿Y si le pongo unos cubitos de hielo?
No estaba de humor, así que mis posibles ironías no me sirvieron de nada. El mundo entero se me antojaba falso después de que alguien hubiera asesinado un poco de su belleza. Arranqué y salí a la carretera.
No seguí hacia Barcelona. Me desvié cuando vi el primer rótulo que anunciaba Granollers a los pocos kilómetros.