– Laura y yo no éramos las mejores amigas del mundo, íntimas ni nada parecido -empezó a hablar-. Pero sí nos teníamos la suficiente confianza como para comentar algunas de nuestras cosas y todo eso. Habíamos coincidido en pases de modelo, sesiones fotográficas… Hasta nos parecíamos un poco, físicamente. Ella era mayor que yo, y pensé que siempre podía aprender algo de su experiencia.
– ¿Eres modelo?
– Sí. Bueno… No soy una top-model, si te refieres a eso.
– ¿Y Elena Malla? ¿También era modelo?
– Lo mismo, sí. A ella la conocía menos. Elena sí era amiga de Laura. Muy buena amiga. Yo aparecí después.
– ¿Cómo supiste que Elena había muerto?
– Anteayer por la noche. Me llamó Laura, muy afectada, no te lo puedes imaginar. Necesitaba un poco de consuelo moral, porque estaba deshecha.
– ¿Por qué se hizo cargo Laura de todos los gastos del entierro de Elena?
– Por amistad. ¿Por qué otra cosa?
– Elena tenía un padre.
– Un padre con el que no se hablaba. Laura prefirió ocuparse de todo y pasar de él.
– Sin embargo, ese hombre fue al entierro.
– Es lo menos, ¿no? Era su hija. Laura le llamó y le dio la noticia.
– ¿Estabas delante cuando lo hizo?
– Sí.
– ¿Y?
– Nada. Un tremendo silencio al otro lado. Luego un «¡Dios mío!» y la pregunta ritual, el cómo. Laura se lo dijo de la mejor forma posible, con tacto. El tipo volvió a repetir lo de «¡Dios mío!» y colgó.
– ¿No preguntó nada?
– No.
– ¿Sabes por qué se suicidó Elena?
– No, ya te he dicho que la conocía a través de Laura. Oye -frunció el ceño intrigada-, ¿por qué te interesa tanto la muerte de Elena? ¿Qué tiene que ver con lo de Laura?
– Puede que nada -reconocí-. Pero me dejo llevar por el instinto y sé por experiencia que la muerte llama a la muerte. Las casualidades no abundan. Lo de Elena tal vez fuera lo único relevante que sucedió antes de que mataran a Laura. Una muerte siempre afecta a las vidas de quienes rodean a la víctima. Es el detonante de muchos sentimientos.
– En este caso lo fue. El entierro resultó de todo menos plácido.
– ¿Qué sucedió?
– El padre de Elena se puso como loco. Es más, yo creo que lo está. ¡Dios…! -se estremeció-. Con su hija de cuerpo presente empezó a gritar igual que un iluminado, llorando, montando un número espantoso… Dijo que Dios la había castigado, pronunció no sé cuántas frases bíblicas y luego, ya en plan más realista, le juró a Laura que le devolvería todo el dinero del entierro. A Laura sólo le faltaba eso.
– ¿Se puso violento?
– No, eso no. Gritos y cara de iluminado, ya sabes.
– ¿Quién asistió al entierro de Elena?
– No demasiada gente, la verdad, y yo apenas si conocía a nadie. Tampoco hice preguntas. ¿Qué más me daba?
– Elena Malla estuvo hospitalizada hace poco.
– ¿Ah, sí? No lo sabía.
Era lo menos convincente que me había dicho hasta ese momento, pero no quise forzarla. No era importante. Ahora reinaba la paz entre los dos.
– ¿Qué hizo Laura después del entierro?
– Se fue a su casa.
– ¿Sola?
– No, yo la acompañé. Fue cuando me pidió que pasara unos días con ella.
– ¿Tenía miedo?
– ¿Por qué iba a tener miedo? Simplemente estaba muy afectada. Es algo de lo más natural.
– Laura debía de saber por qué se suicidó Elena.
– Es posible. Puede que me lo hubiese contado si yo hubiera estado con ella.
– ¿Por qué no fuiste ayer mismo, por la noche?
– Laura quería hablar primero con Álex, a solas, y no me preguntes por qué, puesto que tampoco lo sé. Me dio unas llaves para que pudiera entrar sin problemas en caso de que ella no estuviese al llegar yo, o por si la pillaba dormida, ya que si lo está no oye el timbre de la puerta. Yo no sabía a qué hora estaría ahí.
Por fin salía el nombre.
– ¿Quién es Álex?
– El novio de Laura.
– ¿Novio?
– Sí, novio. -Hizo un gesto tajante.
– ¿Por qué no viven juntos?
– ¿Y yo qué sé, tío?
– ¿Y por qué no se quedó él con ella?
– Lo mismo: ni idea. Pero a veces hay cosas que es mejor compartir entre chicas, ¿vale? -Me lanzó una de sus miradas cargadas de dudas-. ¿Y tú vives en el piso de enfrente de Laura? ¡Joder! Pues no te enteras de la misa la mitad. ¿Nunca viste a Álex?
– Ni a él ni a nadie. -Pensé en lo de la Agencia Universal-. Mis horarios son muy anárquicos. Supongo que como los de ella. Nos cruzábamos a veces, pocas, y, que yo recuerde, nunca la vi acompañada. En según qué escaleras, nadie sabe nada de sus vecinos. Luego te sorprendes cuando lees que tenías a unos etarras arriba. -Recordé algo y agregué-: De todas formas, Álex tenía que estar por allí a menudo. Había un recado para él en el contestador automático de Laura esta mañana.
– ¿Que decía? -Julia se envaró aunque lo disimuló.
– Oh, nada. -Fingí indiferencia-. Lo de volveré a llamar y todo eso.
No insistió.
– ¿Sabes algo de las actividades de tu amiga?
– No demasiado, salvo que era muy guapa, un pedazo de mujer, y una buena modelo y actriz.
– ¿Algo acerca de con quién se relacionaba?
– No, ni idea. No vamos por ahí contando con quién salimos.
Quizá más tarde llegase la hora de los truenos. De momento echaba balones fuera. Seguí con mi línea blanda.
– La segunda vez que estaba en el piso, apareció Ágata Garrigós.
– Ah.
– Dejó una nota por debajo de la puerta. Una nota muy extraña.
– ¿Puedo verla?
– Sí, claro. -La saqué del bolsillo y se la pasé.
Julia la leyó en voz alta aunque para sí misma: «He cambiado de idea. Estoy dispuesta a negociar con usted. Es urgente. Póngase en contacto conmigo hoy mismo». Levantó los ojos, plegó los labios en un claro gesto de incomprensión y me la devolvió.
– ¿Sabes algo de esto?
– Supongo que sí -admitió, consciente de que yo la había seguido.
– ¿Quién es Ágata Garrigós?
– Una que tiene mucho dinero -dijo con admiración y pesar.
– ¿Qué relación tenía con Laura? ¿O contigo ahora?
– Conmigo, ninguna. Yo sólo hacía de intermediaria. Laura tuvo un lío con su marido, Constantino Poncela. El tío supo enrollársela bien, primero sin decirle que estaba casado, y luego… En fin, no sé exactamente cómo se lo montaron ni qué viento se traían. Duró lo que tardó Álex en volver, un par de meses.
– ¿Álex estaba fuera?
– Sí, haciendo una película barata. A Laura se le cruzaron los cables, pero ella estaba colada por él. Álex chasqueaba los dedos y Laura saltaba. Así son las cosas.
– ¿Dejó al tal Poncela?
– Laura siempre ha necesitado un hombre cerca. Me lo dijo ella misma. Era muy fuerte de carácter pero al mismo tiempo… Supongo que se sentía sola, celosa, porque Álex atrae a todas las mujeres como un imán. Pensó que se lo estaba montando con otras y lo suyo con Poncela fue más allá de lo normal. Se sintió impresionada por lo que tenía y por lo que seguramente le dijo que le daría. El mundo a sus pies.
– ¿Igual que Andrés Valcárcel?
– ¿Quién es ése?
– El que le compró a Laura el piso de Juan Sebastián Bach.
– No lo sabía. Nunca he oído hablar de él.
– ¿Se enteró la mujer de Poncela del lío de su marido?
– Sí, y metió baza. Toda una dama, ¿sabes? Fue a ver a Laura y ésta, que ya había recuperado a Álex, le aseguró que no volvería a suceder nada. Lo malo es que el tipo estaba colgado por Laura e insistió. Llamadas y todo eso. Se puso pesado.
– Esa nota habla de un chantaje.
– ¿Qué dices, hombre?
– «Estoy dispuesta a negociar con usted.» -Eso puede significar cualquier cosa.
– ¿Por qué has ido a hablar con Ágata Garrigós?
Esperaba la pregunta, y ya tenía la respuesta preparada.
– Laura estaba harta de Constantino Poncela y de su mujer. Me pidió que fuese a verla, antes de que la mataran. Me lo dijo después del entierro de Elena. Así que yo había quedado con esa mujer para explicarle la verdad, es decir, que vigilara a su marido, porque de Laura ya no tenía de qué preocuparse.
– ¿Y has ido a pesar de que Laura había muerto?
– Sí, he ido. Es lo menos que podía hacer, ¿no?
– ¿Es lo que le has dicho?
– Sí.
No se correspondía en nada con la escena que yo había visto en las escalinatas de la iglesia. Ni por los gestos ni por las reacciones de una y otra.
– Me ha parecido ver que la señora Poncela se echaba a llorar.
– ¿Y quién no lo haría en su caso? Por la razón que sea, quiere a su marido, ya ves. Todo esto la ha descentrado. Ha visto su matrimonio en peligro.
– ¿Le has dicho que Laura había muerto?
– No. Si la policía aún no lo sabe… No he querido meterme en líos.
Se defendía bien, y ganaba soltura, aplomo, a cada minuto.
– ¿Por qué fuiste a casa de Álex?
– Le he estado llamando todo el día, y no ha parado de comunicar. No sé si tiene el teléfono desconectado o mal colgado. Por eso al final he ido a verle. No debe de saber lo de Laura. Yo he pasado varias horas colapsada… -Unió sus manos en un gesto de tensión-. Después de ver el cuerpo… me he venido aquí, estaba en blanco. Al final y antes de acudir a la cita con la señora Poncela he decidido pasarme por la casa.
– ¿A quién has telefoneado al salir?
– ¿Yo?
– Con tu móvil, en el taxi.
Me lanzó una mirada envenenada.
– A Álex, por supuesto, una vez más. Seguía igual.
– ¿Y tu otra llamada?
– A la señora Poncela, para decirle que estaba de camino.
Iba cazándole las mentiras, o las desviaciones de la verdad. Unas veces era cautelosa, otras demasiado rápida. Pero era una buena actriz. Era convincente y se amparaba en su belleza. Cualquiera habría deseado creerla.
– ¿Dónde puede estar Álex?
– No lo sé. -Su reacción fue sincera. Se llevó una mano a los labios-. Estaba loco por ella. Iban a casarse.
– ¿Qué relación había entre Álex y Elena Malla?
– Ninguna.
– La portera de la casa de Elena me describió a alguien idéntico a él diciendo que la visitaba.
– De acuerdo -bufó-. Se conocían. ¿Y qué? Elena había salido con Álex antes de que él se enamorara de Laura. Esas cosas pasan. Seguían siendo amigos.
Me estaba hartando de tantas vueltas, verdades a medias y mentiras absurdas.
– ¿A quién proteges más, a Laura o a Álex?
– ¿Qué quieres decir? -Se puso en guardia.
– ¿Tengo pinta de idiota? -No quise que me contestara, por si acaso-. ¿Qué buscabas en el piso de Laura, y por qué Álex ha desaparecido justo hoy?
– ¿Estás sordo? ¡Te he dicho que…!
– Entraste en esa casa, registraste sus cosas, y con ella destripada al lado. Eso indica mucho estómago, y mucha urgencia. ¿Qué era?
– ¡Algo, no sé, un indicio, joder! -estalló-. ¿Es que no te entra en la cabeza? ¡Mierda contigo!
Se puso en pie y yo la imité. No la quería con ventaja, por si acaso. Fui más rápido y la sujeté sin manías. Su piel seguía siendo tan suave como dura era su carne. Sus ojos echaban fuego. Quiso soltarse y no lo consiguió. Por si acaso cuidé mi entrepierna. Tenía agallas para eso y más.
– ¿Quieres soltarme? ¡Ya está bien!, ¿no?
No lo hice.
– Tienes respuestas para todo, ¿eh? Pasando de que sean absurdas o contradictorias. ¿Vas a quedar mal ahora por una o dos? ¡Vamos!, ¿qué buscabas en el piso de Laura? ¿Fotos, tal vez?
– ¿Fotos? -dejó de debatirse, asustada-. ¿De qué cono hablas?
– Alguien se llevó unas fotos del dormitorio, y fuiste tú.
– ¡Yo no sé nada de lotos! -Se me quedó mirando más fijamente, y entonces vi un cambio, un destello. No supe si era para decirme la verdad o para seguir confundiéndome, pero dijo-: ¡Buscaba heroína, tío listo¡¿Te enteras? ¡Heroína!
Aflojé la presión y aprovechó para soltarse. No esperaba aquello. Julia dio tres o cuatro pasos para apartarse de mí, pero sólo eso.
– Laura era drogadicta. -Suspiró-. ¿No querías oír la verdad? Pues ya la tienes -me lo escupió a la cara-. Tu querida vecina, tu oscuro objeto del deseo, estaba enganchada. No se puede tener todo en la vida, ¿verdad? -Sonrió sin ganas, como si quisiera hacerme daño-. Eso no quiere decir que no fuese mi amiga y que yo no la apreciase, ¿vale? Busqué lo que pudiera tener en su casa, para deshacerme de ello y no complicarlo todo aún más. Lo hice por precaución.
Elena Malla. Laura.
– ¿También es drogadicto Álex?
– No.
– ¿Y tú?
– ¡No!
– Eso no cambia…
– Oye, basta ya. -Dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, agotada-. ¿Por qué no te largas de una vez?
No era mala idea. El día estaba siendo muy duro y el anochecer amenazaba con acentuar el cansancio. Sin embargo me quedaban preguntas, y quería hacerlas por si Julia desaparecía de nuevo.
– Me iré cuando termine -la avisé-. ¿Sabías lo que hacía Laura?
– No te entiendo.
– Lo de la Agencia Universal.
– Sigo sin entenderte. -Me miró impasible.
– Laura trabajaba ahí. Agencia Universal.
– Te equivocas. Las dos trabajamos para la agencia de Martha Hardy.
– No hablo de su trabajo como modelo, sino del otro.
– ¿Otra vez? -Se llevó una mano a la cabeza-. ¿Se puede saber de qué leches estás hablando?
Cuando dejaba de ser fina, dejaba de ser fina. O eso, o que yo la estaba hartando de todo y poniéndola de los nervios.
– ¿No sabías que tu amiga Laura era una puta de lujo? ¿O las llaman «señoritas de compañía»?
– ¡Eres un maldito cabrón hijo de puta…!
Se me echó encima, con los ojos convertidos en dos brasas y las manos llenas de uñas buscando mi cara. Todavía no sé como conseguí sujetarla, porque era un toro. Quería pelea, y peleó, igual que la tigresa que antes había imaginado que era. Tuve que sacar genio y concentración para ponerle las manos a la espalda. Quedamos pegados el uno frente al otro, cada a cara. Era turbadora.
Sentí deseos de besarla.
Era una estupidez, pero es la verdad.
Con los labios entreabiertos, carnosos, aspirándola…
– Suéltame, por favor.
– ¿Te vas a estar quieta?
– Suéltame.
Lo hice, más por mí que por ella.
– Ahora vete.
– ¿Sabías o no lo de la Agencia Universal y que Laura hacía servicios íntimos para mantener su tren de vida?
– ¿Vas a irte o no? -Se cerró en banda.
No supe cómo continuar. Ahora ya no. Y desde luego no iba a arrancarle nada más, ni verdades ni mentiras. Recogí mi chaqueta arrugada y enfilé el camino de la puerta. Su voz me detuvo antes de abandonar la sala.
– ¿Adónde vas ahora?
– Tengo un par de citas importantes.
– ¿Vas a seguir con esto?
– Sí.
– ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
– Conciencia -dije de forma vaga.
– ¿Cuando llamarás a la policía?
– No lo sé.
Eché a andar por segunda vez. A mitad del pasillo volví la cabeza. Julia me observaba, con los brazos cruzados sobe el pecho. Era un contraluz perfecto.
– ¿Encontraste la heroína? -fue mi última pregunta.
– No.
Me llevé su imagen en ese contraluz mórbido cuando salí de su casa.