A veces estás dormido pero tienes la sensación de estar despierto. Quieres abrir los ojos y no puedes. Quieres moverte y no lo consigues. Eres consciente de dónde estás, de quiénes te rodean. Crees escuchar sus voces y la inmovilidad te vuelve loco durante unos segundos, hasta que te calmas y entonces… logras abrir los ojos.
Mi mente estaba quieta, pero no lograba ver.
El día anterior…
¿Qué vi y dónde lo vi? ¿Que oí y dónde lo oí? ¿Qué dije y dónde lo dije?
Tenía la clave pero mis ojos permanecían cerrados.
Conduje hasta la plaza de la Bonanova y subí por San Juan de la Salle. Aparqué sobre la acera, frente a mi destino, porque por algo el coche no era mío y pasaba de las nuevas multas que pudieran imponerle. Con el maletín en la mano crucé la calzada y entré en el edificio. Una parte de mis problemas iban a terminarse. Por alguna extraña razón, aquel dinero me quemaba. Le dije al conserje de turno que iba a visitar a los Poncela y me indicó el piso.
Una doncella muy puesta me abrió la puerta y me observó de arriba abajo. Mi desaliño era notorio. Llevar barba evita tener que afeitarse, y con el cabello largo das siempre sensación de libertad. Pero el tono era espantoso, la chaqueta arrugada, la cara de sueño después de una noche de placer telúrico. Le sonreí para darle ánimo antes de que me pidiera que entrase por la puerta de servicio.
– ¿La señora Poncela?
– ¿De parte de quién?
– De Papá Noel -anuncié-. Dígale que es algo relativo a unas fotografías. Ella ya sabe.
Vaciló. No las tenía todas consigo. Yo ya estaba en el piso, así que sí era un asesino psicópata…
– Es urgente, ya lo verá -la animé.
No la pagaban para saber qué era importante y qué no, ni para valorar a las visitas sino para dar los recados, así que dio media vuelta. A lo lejos escuché una voz de hombre. Hablaba en tono airado. Se me ocurrió preguntar:
– ¿El señor Poncela también está en casa?
– Sí -me informó la criada-. Hoy todavía no ha salido. ¿Quiere que le diga a él que han llegado los Reyes Magos?
Me gustó su sentido del humor. Su ironía valía mucho en tiempos como éstos. Deduje que por debajo de su uniforme, latía el alma impenitente de una rebelde. Una más.
– Gracias, me quedo con la señora.
Acabó de retirarse. No quería ver a Constantino Poncela, y mucho menos antes de «liquidar» con su mujer. La criada no tardó ni medio minuto en reaparecer. Regresó mucho más tranquila y feliz. Tendría unos treinta años, cara redonda, cuerpo discreto y voluntad. Parecía legal.
– ¿Quiere acompañarme, por favor?
La seguí. Me condujo a una sala abarrotada de libros. Me dejó en ella con un escueto «buenos días» y se retiró sin tiempo para más. Dejé el maletín en el suelo y quemé el único minuto en que estuve allí, solo, mirando si por algún lado asomaba uno de mis libros policiacos. Nada. Todo eran obras clásicas. Un ambiente noble.
Como el de Ágata Garrigós, señora de Poncela.
Entró en la estancia tan elegante y correcta como la viera el día anterior. Pensé lo mismo: tenía clase. Eso no se compra, se nace con ello. Me costó imaginármela con el energúmeno de su marido, pero la vida siempre nos da extraños compañeros de viaje. Me observó desde una discreta distancia, llena de prudencias, sin llegar a tenderme la mano. No se traicionó en ningún momento. De cerca se me antojó una mujer muy agradable, sin sofisticación pese a la calidad que la envolvía. No tenía sentido darle vueltas a nada, así que fui directo al grano.
– Señora Poncela, no me conoce -empecé a decir-, pero creo que esto es suyo, o al menos estaba dispuesta a pagar por ello.
Le tendí las fotografías, no los negativos.
Frunció el ceño, pero lo desfrunció al momento cuando miró las instantáneas. Le bastó con ver la primera para saber de qué le estaba hablando.
Se puso pálida.
– No entiendo… -se quedó cortada.
– No es lo que se imagina -quise tranquilizarla-. Me llamo Daniel Ros y soy periodista. Lo único que busco es información.
– Sigo sin entender. -Las fotografías se agitaron en su mano.
– ¿Mi relación con esto? -la ayudé-. Bastarán un par de segundos para que se sienta más calmada, no tema.
Me estudió un poco mejor. Debí de poner cara de buena persona, aunque mi aspecto fuese desastroso. Algo de luz iba formándose en su mente: yo acababa de darle aquello por lo que había estado dispuesta a pagar. Era algo más que un ofrecimiento: era una prueba de amistad. Se sentó en una silla y me ofreció hacer lo mismo.
– Señora Poncela -volví a hablar-, usted estaba dispuesta a pagar por esas fotos. Ignoro para qué las quiere, pero ahora ya las tiene, y gratis. Sin embargo, a cambio, necesito unas respuestas.
– ¿No cree que esto es algo muy… privado, señor…?
– Ros, Daniel Ros -le recordé. Y continué-: Puede que me baste con simples afirmaciones y negaciones. Nada más. -Intenté ser lo más convincente que pude-. Sin embargo, debe saber que hay dos personas muertas en todo este caso, ambas asesinadas, y que tal vez sea mejor que hable conmigo ahora que con la policía después. Si lo que pretendía recuperando estas fotos era evitar el escándalo…
– ¿Ha dicho dos… asesinatos? -La palidez se acentuó en su rostro.
– La primera, la mujer que aparece en esas fotos con su marido. El segundo, el hombre que las tomó y los chantajeaba a ambos.
– No entiendo… ¿Qué quiere decir?
– Señora Poncela, mientras usted iba a pagar por las fotos, su marido iba a hacerlo por los negativos. Eso los coloca a ambos en una posición delicada.
– ¡Dios mío! -Se llevó una mano a la boca.
– ¿Se encuentra bien?
– ¿Para qué quiere saber todo esto, señor Ros? -Hizo caso omiso de mi pregunta-. ¿Va a escribir un artículo sangrante escarbando en la porquería ajena?
No me habría creído el cuento de la vecinita encantadora, máxime teniendo en cuenta que Laura me había salido un poco puta.
– No me conoce, pero le doy mi palabra de honor de que si escribo algo, hablaré de todo menos de eso. -Señalé las fotografías que seguían aferradas por los dedos de su mano-. De otro modo, no se las habría dado sin más. Si necesito saber quién mató a Laura es por motivos personales, nada más.
Cerró los ojos. No la dejé reaccionar.
– Señora Poncela, ayúdeme y se ayudará a sí misma.
Se estremeció. De alguna parte del piso se escuchó de nuevo la voz enfadada de su marido.
– Yo… no puedo…
– Por favor.
– ¿Cómo? -Volvió a abrirlos.
– Contestando a mis preguntas.
Sentí que estaba acorralada. Las fotografías debían de quemarle las manos. Se levantó para dejarlas en la repisa inferior de la librería más próxima a ella y volvió a sentarse.
– ¿Qué quiere saber? -dijo con voz ahogada.
– ¿Cuánto estaba dispuesta a pagar por eso?
– Primero… me llamaron y me dijeron que tenían unas fotografías comprometedoras de Constantino, y que si las quería… debía darles sesenta mil euros. Ésa fue la… sí, la primera llamada. Luego alguien volvió a telefonearme y me pidió cuarenta mil.
– No entiendo.
– La primera vez me llamó un hombre. Dijo que me daba una semana para tener el dinero en metálico. Luego, ayer, de improviso, una mujer dijo que me lo daba por cuarenta mil si la transacción se llevaba a cabo esta misma mañana. Yo no la creí y me reuní con ella para que me enseñara lo que se suponía que iba a comprar. Vi esas mismas fotos y le dije que me telefonease hoy. Estaba esperando esa llamada cuando ha aparecido usted.
– Al principio no aceptó el chantaje del hombre.
– No, cierto.
– Pero fue ayer a casa de la mujer de las fotos, y dejó una nota aceptando el pago.
– ¿Cómo sabe eso? -se envaró.
– Es largo de contar, y no viene al caso, se lo aseguro, esté tranquila. -Saqué la nota del bolsillo y se la tendí-. Puede destruirla usted misma. Lo que quiero saber es por qué cambió de idea con respecto al chantaje.
El desasosiego volvió a ella. Tampoco era de las que se amilanaba fácilmente. Tenía las fotos. Tenía la nota incriminatoria. Yo se lo estaba dando todo gratis. Unió sus manos sobre el regazo y entrecruzó los dedos apretándolas con fuerza. Los nudillos se le blanquearon.
– ¿De verdad es tan importante?
– Sí, si calla para proteger a su marido.
– Yo no le protejo a él, señor Ros, aunque no creo que haya matado a nadie si es lo que piensa o quiere decir.
– Entonces ¿para qué quería esas fotografías?
Llegaba al límite de su resistencia.
– Señora Poncela -insistí-. Le he dado algo por lo que estaba dispuesta a pagar cuarenta mil euros y por lo que le pedían sesenta mil. Si esto no le merece confianza…
– Quiero divorciarme de mi marido y ésta es la prueba que necesito, señor Ros.
Lo dijo de pronto. Fue un disparo.
Y se hizo la luz.
– Gracias. -Reconocí su valor.
– Quizá le parezca monstruoso, o difícil de entender.
Había conocido a Constantino Poncela. No me extrañaba. Preferí callar lo que pensaba; en cambio, dije:
– Es usted toda una mujer, así que imagino que tendrá sus razones, aunque sólo sean ésas. -Señalé las imágenes.
– Verá, señor Ros… -habló despacio, tanto para sí misma como para mí-. Un desliz no es motivo de divorcio, al menos según lo veo yo. Pero sí puede ser la gota que colme el vaso. Cuando Constantino y yo nos casamos, mi familia tenía dinero, mucho dinero. Él no. Él no tenía dónde caerse muerto. Las fábricas, los negocios, todo estaba a mi nombre, porque a poco de casarnos mis padres murieron y pasó a mí, su única hija. En el testamento de mi padre, supongo que porque sabía con quién me había casado, puesto que yo estaba enamorada y por lo tanto ciega, había una cláusula en la que decía que yo debería seguir siendo la única dueña de todo. Siempre, o lo perdería. Me daba igual, aunque sí es cierto que habría sido tan tonta como para ponerlo a nombre de los dos. Mi padre me preservó. En la actualidad, los negocios de los Garrigós siguen siendo míos, aunque los lleve Constantino. Yo nunca le he cortado las alas, ha tenido acceso libre a bancos y medios. Jamás le hice preguntas. Sin embargo… él se olvidó de algo esencial, algo que para mí es muy importante. Habrá quien lo llame orgullo, dignidad, respeto… Yo lo llamo honestidad. Una y otra vez cerré los ojos a sus devaneos. No soy tonta. Reuniones, viajes, una mentira aquí, un descuido allá. Creyó que yo vivía en una nube. Y mi error fue callar. Como muchas mujeres. Callar, fingir, ignorar. Yo tampoco era ya la misma de cuando nos casamos. Pensé que si lo necesitaba… Además, no eran amantes, queridas, una secretaria o algo parecido. Constantino debió de imaginar que eso sí sería peligroso. A él le han ido siempre las prostitutas de lujo, de primera clase. Y, al final, todo tiene un límite. Una prostituta deja una huella leve. Cien, un tufo insoportable. Sus aventuras, por llamarlo de una manera elegante, ya eran algo más. Estos últimos meses han sido muy duros. No sé si fue ella, la de la fotografía, pero… Hasta que se me ha caído la venda, ¿entiende, señor Ros? El Constantino con quien me casé ya no es el Constantino de hoy. No le conozco. Es un extraño para mí. Ayer mismo, al salir de casa de esa mujer tras dejarle la nota, fui al banco y ordené que bloquearan todas sus cuentas. No creo que lo sepa. Esperaba a tener hoy estas fotografías para decirle que todo había terminado. Ésta es la historia.
La había dejado hablar sin interrumpirla. Unas veces me miraba a los ojos, y otras al suelo. Una aureola de paz la invadió al terminar.
– Su marido quería los negativos para destruirlos y no verse abocado al divorcio si ellos les mandaban a usted las pruebas. Y usted las quería justo como prueba para pedir el divorcio. Cada uno iba a comprar lo mismo para un fin distinto.
– Hay millones en juego, señor Ros. Prefiero seguir sola y ser infeliz a continuar con esta suciedad que me repugna.
Pareció a punto de echarse a llorar. Logró contener las lágrimas. A fin de cuentas, yo era un extraño. Le había dado la llave de su futuro y su libertad, en bandeja de plata, pero era un extraño.
– Gracias -le dije.
– ¿Conoce a mi marido? -me preguntó.
– Sí.
– Creo que no le cae bien.
– No -convine-, pero digamos que en este asunto quiero ser imparcial. Usted quería las fotos y ya las tiene. El quería los negativos y es lo que va a tener. Lo que hagan ya es cosa suya, aunque, si me permite decírselo, me alegra haberla conocido y aún me alegra más saber que es la que se llevará la mejor parte de todo esto.
Se puso en pie, pero ni ella ni yo pudimos continuar. Se abrió la puerta de la estancia y por ella apareció Constantino Poncela. Vestía de forma impecable y los restos de la rociada del spray de Julia apenas si eran perceptibles en la coloración rojiza de las pupilas.
Al verme allí, se quedó completamente fuera de órbita.
Miró a su mujer.
Y a pesar de la desventaja, y de la tensión, comprobé que se las sabía todas, ágil de reflejos.
– Ágata, déjanos solos -pidió-. Yo me ocuparé de…
– Ya no es necesario, señor Poncela -dije yo.
Mantuvo su autocontrol de empresario habituado a lidiar con toros feroces, pero el temporal que crecía a su alrededor era otra cosa. Los ojos de su esposa eran una suerte de olas y vientos azotándole. Yo estaba allí, y también el maletín, a mis pies. Lo cogí yo, por si acaso.
– Ágata -repitió, implorante.
– Hable, señor Ros -me pidió ella.
– Anoche no estaba seguro de lo que usted compraba -me dirigí a Poncela-, ni tenía lo que yo se suponía que le estaba vendiendo. Pero usted no me dejó hablar. -Sonreí con mala uva-. En realidad me metí en esto sin saber de qué iba la película. Hoy todo es distinto. Su coche está abajo, y aquí tiene el resto.
Le arrojé el maletín. Tuvo que encajarlo sobre su pecho. Fue su único movimiento.
– Está usted…
– Loco, sí, me lo han dicho esta mañana.
Me sentí cansado. El resto era cosa de ellos. Inicié la retirada sintiéndome libre. Creía que era el fin. De pronto me acordé de los negativos. Me detuve para sacarlos del bolsillo y dárselos cuando algo me detuvo. Constantino Poncela actuó como un idiota. A punto de perderlo todo y aún así actuó como un idiota, aunque gracias a él supe la penúltima verdad.
Abrió el maletín.
Quería comprobar que sus malditos sesenta mil euros seguían allí.
Al levantar la tapa su cara cambió.
No tanto como la mía.
– ¿Qué significa…? -empezó a protestar.
Yo ni siquiera pude hablar.
Revistas.
Revistas de moda y algún periódico, sin cortar, a bulto, sólo para dar sensación de peso. El perfecto camuflaje.
Para el perfecto imbécil.
Yo.
Constantino Poncela y su esposa me miraban, aunque de distinta forma. Rabia en los del hombre, curiosidad en los de la mujer. Habría deseado fundirme, pero la ráfaga de frío que me atravesó la espalda me lo impidió.
– ¿A qué está jugando? -me escupió con desprecio.
– A nada, se lo aseguro.
Mi sorpresa era real, se daba cuenta.
– Entonces ¿qué significa esto?
En el fondo, olvidando que el dinero no era mío y que era mucho, superada la primera sorpresa, tenía ganas de echarme a reír. A carcajadas.
– Significa que alguien ha sido más listo que usted y que yo, señor Poncela.
– ¿Me está tomando el pelo?
– No, se lo aseguro.
Pasaba de su mujer. Creo que estaba seguro de poder arreglarlo. Unas cuantas mentiras y eso sería todo. Volvía a ser el empresario implacable que no duda ni vacila ante nada. Arrojó el maletín sobre una silla y dio un paso hacia mí, con los puños cerrados, dispuesto a terminar con lo que Plácido no pudo la noche pasada. Me tenía ganas.
Y yo estaba hecho polvo.
Algo le detuvo.
– ¡Constantino!
Los dos miramos a su mujer.
– ¡Ágata! -gritó aún más él-. ¿No ves que…?
– Déjale ir -advirtió ella.
– ¡No puedes! ¡Tú sabes…!
– ¿Que ahí había sesenta mil euros? -sugirió Ágata Garrigós.
Su marido se quedó blanco. Yo aproveché el momento para darle la puntilla. Le entregué los negativos de sus fotografías con Laura. Le bastó abrir el sobre para comprender de qué se trataba.
– Después de todo -dije-, ha pagado por ellos.
Miró los negativos, me miró a mí, miró a su esposa. Ella, por si acaso, cogió las fotografías de nuevo. Ya no me impidió llegar a la puerta de la habitación.
– Me han ayudado mucho, los dos -dije a modo de despedida-. Por lo menos sé que puedo tacharles de mi lista. No creo que les mataran ninguno de ustedes.
– ¿Matar? ¿De qué…?
Ni Ágata Garrigós ni yo le hicimos caso. Estaba acabado.
– Suerte, señora Garrigós. -Empleé su nombre de soltera.
– Lo mismo digo, señor Ros -me deseó ella.
Caminé en busca de la salida. No me costó encontrarla. Nadie me cortó el paso. Por detrás escuché el renacer de sus voces, airada la de él, calmada la de ella. Una mujer singular, y, finalmente, fuerte.
Al llegar a la calle vi a Plácido inspeccionando el Audi con cara de desconcierto. Él tenía más huellas del spray de Julia. Parecía recién salido de una mala sesión de rayos UVA, ojos entumecidos, cara color frambuesa. Cuando me vio salir de casa de su amo se le cruzaron los cables. No supo qué hacer. Era la última persona del mundo a la que imaginaba que podría encontrar por allí.
– No tomes tanto el sol, chico -le previne-. Las llaves están en la guantera. Y búscate un nuevo trabajo. Estás en el paro.
Me recordó al extraterrestre de Ultimátum a la Tierra. Estuve a punto de decirle las palabras mágicas: «Klaatu barada nikto», para ver si reaccionaba.
Me olvidé de él al ver un taxi, pararlo y meterme de cabeza dentro.