III

Podía quedarme quieto, ser descubierto y que, encima, alguien pensara que soy el vecino loco que mata a la vecina sexy en un arrebato de frustrada pasión. También podía hacer lo que hice: salir a la carrera para evitar que la mujer que acababa de entrar se encontrara con la visión del Apocalipsis.

Porque era una voz de mujer.

Pasé junto al cadáver de Laura, esquivé las manchas y me detuve en la puerta que comunicaba la sala con el recibidor. Cualquier cosa que hiciese o dijese carecía de sentido. Estaba allí, en el piso, con la muerta. Eso era todo. Me había metido en una trampa por curioso y por esa típica inocencia que es el refugio de algunas de nuestras peores estupideces. ¿Qué más me quedaba? Lo único que sabía era que Laura vivía sola, y que alguien acababa de entrar.

Ese alguien era una mujer que llevaba una maleta en la mano izquierda, un bolso color carne colgando de su hombro y unas llaves en la derecha. Miraba estupefacta las manchas de sangre abiertas a sus pies.

Luego dirigió sus ojos hacia mí.

Laura era hermosa, un don de la naturaleza hecho mujer, pero la recién llegada no le iba a la zaga. Algo más joven, sin apenas maquillaje, a las primeras de cambio me habría parecido una estrella de cine o, más probable aún, lo que era: una modelo. Vestía un top amarillo condenadamente ajustado a su cuerpo, sin mangas y muy escotado, y una falda de piel negra muy corta que dejaba libertad a sus piernas, muslos firmes, rodillas huesudas y largos y estilizados gemelos. Calzaba unas zapatillas sin tacones, cruzadas por unas tiras de cuero. Sus pies también eran un sueño, como sus manos, su pecho y un rostro que se daba un aire a Scarlett Johansson. Debía de medir un poco más que yo, y tenía una inmensa cabellera azabache, espectacular, que rivalizaba con sus ojos almendrados y sus labios carnosos.

– ¿Quién eres tú? -consiguió preguntar.

– ¿Y tú?

– Yo he sido la primera -me recordó.

La voz era firme. Se adivinaban en ella rasgos de miedo, por las manchas, la sorpresa de ver allí a un desconocido, pero no mostraba sumisión sino más bien todo lo contrario, valentía. Me pareció la clásica persona enérgica, habituada a luchar, con carácter. El hecho de que me tuteara, aunque yo fuera mucho mayor que ella, resultaba significativo.

– Soy el vecino de Laura -dije-. Vivo ahí enfrente.

– ¿Cómo te llamas?

– Daniel Ros.

– Nunca he oído hablar de ti. Laura…

– Éramos vecinos, no amigos Lo de «éramos» fue un desliz.

– Entonces ¿qué haces aquí? -Desvió su mirada de la mía para volver a mirar las manchas. Cuando los alzó de nuevo fue para fruncir el ceño y gritar con más fuerza en dirección al interior del piso-: ¡Laura!

No me moví.

– ¿Qué está pasando aquí? -quiso saber la recién llegada mientras guardaba las llaves del piso en su bolso. Todavía llevaba la maleta colgando de su mano izquierda-. ¿Y esto? -Señaló la sangre.

Me sentí atrapado, inútil.

– Escucha, hay algo que…

No me hizo caso. Dejó la maleta en el suelo y trató de entrar, pasando por mi lado. Tuve que interponerme. Cuando quiso apartarme la sujeté con ambas manos. No le gustó que la tocara. A mí, sí. Tenía la carne fresca, como si no hiciera calor, y la piel muy suave. Se apartó dando un paso hacia atrás y me miró, asustada por primera vez.

– ¿Dónde está Laura? -repitió.

– Está muerta -dije yo.

– No digas estupideces.

– Alguien la ha asesinado esta noche.

Se lo solté a bocajarro, con premeditación y quizá con crueldad, deduje por la forma en que me miró y se apartó de mí. Asimiló mis palabras y algo le hizo ver que yo hablaba en serio. Eso la hizo reaccionar también con más miedo. Dio un paso atrás y calculó sus posibilidades.

Decidí ser menos brusco, sólo para tratar de evitar que gritase o le entrase la histeria.

– Escucha, por favor -le mostré mis manos abiertas, limpias de todo mal y, por supuesto, de sangre-. No sé lo que ha pasado aquí esta noche, ni quién la ha matado, pero todo ha sucedido hace horas. Acabo de salir de mi piso, he visto la puerta abierta, la sangre en el suelo, he entrado y… eso es todo. No hace ni cinco minutos que estoy aquí.

Siguió inmóvil, desconcertándome. No sabía si iba a ponerse a gritar o…, ¿o qué?

Hasta que, poco a poco, la vi hundirse, empequeñecerse. Dos pequeñas motas de humedad aparecieron en sus ojos. La verdad iba entrando en su razón, se apoderaba de ella. Miró a mi espalda.

– No es agradable de ver, te lo juro -traté de convencerla.

Empecé a hacerlo, aunque todavía se resistió.

– ¿Qué… quieres decir?

– El asesino se ha ensañado.

– Dios…

No quería estar hablando allí, en el recibidor de un piso que había asaltado un sádico, con un cadáver destrozado a menos de cinco metros y unas manchas de sangre capaces de gritar más en silencio que mi compañera si, después de todo, se ponía histérica. Caminé hacia la puerta y ella se apartó de un salto.

– Ven -la invité-. Será mejor que vayamos a mi casa.

– ¿No vas a llamar a la policía?

– Todavía no.

– ¿Por qué?

– Salgamos de aquí, por favor.

Abrí la puerta del piso de Laura. La aparecida me miró con ira y algo de frustración. La noticia empezaba a aturdiría y, al fin y al cabo, tenía que decidir si yo era de fiar. No creo que se rindiese, pero aceptó lo evidente, aunque tenía dos opciones: seguirme o, ahora que nada lo impedía, entrar y ver el cuerpo. Dudó un par de segundos, pero finalmente me tranquilizó haciendo lo que imponía el sentido común. Recogió la maleta del suelo y le dio la espalda al horror. Pasó por mi lado y llegó al rellano. Antes de cerrar la puerta vi algo colgado de la pared, detrás de ella.

Las llaves del piso de Laura.

Alargué la mano, las atrapé y me las metí en el bolsillo del pantalón. Visto y no visto. Temerario.

Y desde luego absurdo, incriminatorio, por mucho que mi instinto me hubiese dicho que las cogiese y yo acabase de obedecerle, todo en una fracción de segundo.

Cerré la puerta del piso, apreté el botón de la luz del rellano, saqué mis llaves y abrí mi propia casa. Me aparté para dejar paso a mi compañera. Vaciló por última vez.

Allí, en mitad de ninguna parte, me pareció una diosa.

Nunca olvidaré cómo pasó por mi lado y entró en mi piso. Evoqué a Claudia Cardinale en La chica de la maleta, otro de mis ítems infantiles más recurrentes.

Y fui tras sus pasos.

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