XIII

Subí a urgencias. El de Pompas Fúnebres no recordaba nada más, o no quiso decírmelo. Se había quedado con Laura y punto. Por lo visto, Elena Malla estaba sola, aunque él no se pasaba las veinticuatro horas del día allá, ni hablaba con todo el mundo, naturalmente.

Naturalmente.

La sala de urgencias de un gran hospital es el sitio menos recomendable del mundo para los corazones sensibles. Demasiadas lágrimas, demasiados gritos, demasiada sangre, demasiado de todo y nada bueno. Prisas y nervios por parte de los acompañantes, camillas que llevan a candidatos al cementerio, calma y mesura en los rostros de los médicos y las enfermeras que, con cara de circunstancias, iban dando partes de guerra. Contrastes. Un mundo se movía a cien por hora y el otro a cámara lenta. Para unos era la vida, su vida. Para los otros, la rutina, el roce constante con lo trágico.

Tuve que enseñar mi carné tres veces para que me hicieran caso. Y nadie se impresionó demasiado.

– ¿Es por lo del preso de la Modelo que se ha autolesionado tragándose trozos de cuchillas de afeitar envueltos en algodón? -me preguntó una enfermera con carita de ángel.

Le dije que no era por él, ni por el herido en el atraco de la sucursal bancaria del día. Eso la desilusionó.

– Ayer enterraron a una chica que se había suicidado el día anterior. Quería ver a los médicos que la atendieron.

Me señaló un mostrador defendido por cien kilos de enfermera, mantuvo su sonrisa de ánimo y se despidió de mí diciéndome:

– Hasta luego.

Crucé los dedos y toqué madera. Allí dentro, un «hasta luego» tenía muy poco de prometedor.

Unos quince kilos de enfermera se movieron hacia mí para mirarme. Era lo que debía pesarle la cabeza. El resto se mantuvo inalterable. Le puse el carné delante y bizqueó para poder leerlo. Como el resto, sobrada, no se inmutó demasiado.

Ahora sólo provocaba eso la televisión.

Le repetí la pregunta a ella, le supliqué ayuda, puse cara de buen chico y de odiar a las anoréxicas. Elena Malla. Suicidio. Laura Torras. No habló hasta que yo dejé de hacerlo.

– El médico que estaba de guardia cuando ingresaron a esa mujer no se encuentra aquí ahora -me informó.

– ¿Y el que firmó el parte de defunción?

– Tampoco.

No miraba ningún registro. O tenía buena memoria, o nadie más había muerto víctima de su propia mano dos días antes, o recordaba el caso. También es posible que quisiera quitárseme de encima.

La juzgué prematuramente y mal.

– Pero le buscaré a la enfermera jefe -me dijo-. Si espera un momento, intentaré localizarla.

No merezco mi suerte.

Le di las gracias y esperé. Intenté mirar al suelo o al techo, pero no a mi alrededor. Algo difícil. En el espacio de cuatro minutos entraron a una niña inconsciente que se había bebido un vaso de no sé qué porquería biodegradable y a un anciano con la cadera rota, machacado por los reproches de su hija, que no dejaba de repetirle:

– ¡A ver qué hacemos ahora, porque ya me dirás, tozudo, que eres un tozudo! ¿Quién te mandaba…? ¡Si es que no se te puede dejar solo!

Por la cara del hombre vi que sufría más por la paliza de su hija que por su propio dolor.

La enfermera jefe apareció por uno de los pasillos. Supe que era ella porque la vi hablar con la mujer de los cien kilos y luego dirigirse a mí. Era de estatura media, rostro decidido y ojos firmes. Me tendió una mano y llegó mi primera sorpresa.

– ¿Algo importante, señor Ros?

– ¿Me conoce?

– Leo sus columnas.

Eso valía mucho.

– ¿Puedo hacerle perder cinco minutos?

– Venga, hablaremos más tranquilamente en privado. -Me señaló uno de los consultorios de urgencia vacío.

Me precedió, esperó a que yo entrara y cerró la puerta. Había una camilla, los elementos necesarios para un primer examen a un paciente y una silla. Ella se sentó en la camilla y esperó a que yo hiciera lo propio en la silla. No perdió el tiempo.

– ¿Qué es lo que desea saber?

– Todo lo relativo a la muerte de Elena Malla.

– ¿Está escribiendo un artículo?

– De momento, investigando. No es sólo ella.

– Comprendo -asintió con la cabeza-. ¿Era alguien especial?

– ¿Elena Malla? No la entiendo.

– La prensa no suele interesarse por demasiadas personas, tanto si se han suicidado como si han sufrido algún accidente. Cuando lo hace es por algo.

– Eso es lo que trato de averiguar. No puedo decirle mucho, lo siento.

– Perdone mi parte de interés -se sinceró-. A veces hay casos que te afectan más que los otros.

– ¿Fue uno de ellos?

– Era muy joven y muy guapa, muchísimo. Una belleza, un tipazo. Ningún suicidio tiene sentido, al menos para mí, pero tratándose de adolescentes o personas tan especiales como me pareció ella a juzgar por su aspecto, aún lo tiene menos. Después, al ver tanta soledad…

– No la entiendo.

– Cada vez que alguien muere, aparece un enjambre de personas. En el caso de esa mujer, bueno, de esa muchacha, porque le repito que era muy joven, lo que más me afectó, además del suicidio en sí, fue la soledad.

– ¿No vino nadie?

– No vi el entierro, claro, así que no sabría decirle si alguien más la acompañó en el último viaje, pero por lo que sé, y me tomé cierto interés en ello, sólo hubo tres personas aquí a raíz de su muerte.

Elena Malla debía de ser otra Laura, otra Julia. La enfermera jefa se sentía más que impresionada. En sus ojos vi un destello inequívoco. Yo me había sentido atraído por mi vecina. Ella por la muerta.

Pero era una lesbiana discreta.

– ¿Quiénes eran esas tres personas?

– Será mejor que empiece desde el principio, ¿le parece? En realidad no hay mucho que contar, pero yendo por partes…

– Gracias.

Miró sus manos buscando las huellas del recuerdo. Dejó pasar media docena de segundos antes de volver a hablar.

– Fue anteayer por la mañana, a eso de las doce más o menos. Llegó una ambulancia con Elena Malla dentro, todavía viva pero en las últimas. Se había tomado un frasco de Cardenal, entero. Se le practicó un lavado de estómago pero fue inútil y murió a los pocos instantes. Ya tenía cianosis aguda, el pulso acelerado y la tensión arterial muy baja, erupciones cutáneas, miosis… -Con esta última palabra reaccionó-. Perdone los términos médicos. Me refiero a las pupilas muy pequeñas. Total que cuando la atendimos era irreversible.

– ¿Quién la trajo aquí?

– Oí decir que la había encontrado la portera del edificio en que vivía. Ella avisó a los vecinos y uno llamó a una ambulancia.

– Avisaron a una amiga suya.

– Sí, encontramos un número de teléfono en un papel que apareció en uno de los bolsillos de los vaqueros que llevaba. Llamamos y de ese modo contactamos con la mujer que se ocupó de todo, otra belleza. Creo que se llamaba Torras.

– Laura Torras -intercalé yo.

– Vino inmediatamente y se hizo cargo del resto, aunque estaba muy afectada por lo sucedido. Me vi obligada a darle un calmante.

– ¿Estuvo aquí todo el rato?

– Ya sabe cómo son estas cosas: papeleo, diligencias, burocracia, preguntas… Un suicidio siempre requiere una poca de investigación, aunque sea ritual. La policía no hizo mucho más. La señorita Torras quiso que la enterraran cuanto antes.

– ¿Sabe el motivo?

– No.

– ¿Permaneció aquí ella sola?

– Un hombre vino a recogerla mucho después. Me parece que ella lo llamó con su móvil.

– ¿Puede decirme algo de él?

– No demasiado. -Hizo un gesto ambiguo-. Joven, de menos de treinta años, atractivo, muy moreno, cabello largo, gafas oscuras… Parecía uno de esos que anuncia colonias por televisión, como ellas mismas, la muerta y la Torras.

– ¿Recuerda su nombre?

– Álex -fue rápida-. Ella lo llamó así cuando se echó a llorar por la forma en que él la trató. Fue cuando le miré un poco más. Esa escena se me quedó grabada en la memoria. Era un capullo.

– ¿Qué sucedió?

– El tal Álex no parecía muy contento de que estuviese aquí, y menos de que se hiciera cargo de todo. La mujer gritó que tenía que hacerlo y volvió a ponerse poco menos que histérica. Entonces él la abrazó, pero más para que no diera un espectáculo que por consolarla. Después se la llevó.

– ¿Eso fue todo?

– Sí, que yo recuerde.

– ¿Y la tercera persona?

– Ayer por la mañana, muy temprano, poco antes de que terminara mi guardia, llegó otro hombre preguntando. Era el padre de la fallecida.

– ¿Casi veinticuatro horas después?

– Puede que nadie le avisara de lo sucedido, o que no le localizaran.

– ¿Vino solo?

– Sí.

– ¿Cómo reaccionó?

– No sabría decirle. -Arrugó la cara-. Era un hombre extraño, y vestía de una forma…, no sé…, trasnochada, elegante pero decimonónica. Daba la impresión de tener una gran entereza interior, una especie de rigor que le distanciaba del resto, de todo y de todos. Suelo ver gente rara, y he sido testigo de reacciones insólitas. No diré que ese hombre se llevase la palma, pero tampoco fue de las más usuales. No lloró, aunque se mostró abatido. Lo primero, quiso hablar con el médico. Su mayor preocupación, yo diría que su mayor interés, era saber si había dicho algo antes de morir, si se había encontrado con Dios, si recibió los santos sacramentos… Lo que más le hundía era saber que su hija se había quitado la vida. En cambio, ni se alteró cuando el médico le dijo lo más duro.

– ¿Lo más duro?

– Elena Malla se habría salvado en caso de estar sana -dijo la enfermera jefe de la planta de urgencias-, pero tenía más heroína en la sangre y más huellas de pinchazos en los brazos que posibilidades de conseguirlo. Estaba rota, débil, y probablemente habría acabado muriendo igual de seguir así. Creí que lo sabía -agregó al ver mi perplejidad-. La noticia viene en el periódico de hoy por ese motivo.

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