A pesar del éxtasis sexual, no tuve lo que se dice buenos sueños. Tampoco sé cuándo me dormí, ni falta que hace. Desde luego no fue antes de las tres horas, cuando dejamos atrás todo un universo de sensaciones que me llevaron a un mundo desconocido para mí. Me pudo el cansancio, porque yo habría deseado seguir despierto, y continuar, continuar, continuar…
Tuve media docena de pesadillas, con Laura siempre metida en ellas. Y también Álex. Un Álex sin rostro convertido en el Correcaminos, porque no paraba de entrar y salir a toda velocidad sin que yo lograse retenerle. A Laura la veía viva, muerta, moviéndose con el cuerpo destrozado igual que en la película La noche de los muertos vivientes, o como la zombi de tantas otras de serie B. En algún momento estábamos en una gran fiesta en la que no faltaba nadie, Ángeles y Jordi, Paco y Pepa, Mariano, el periódico en pleno, y también Constantino Poncela, Plácido, Ágata Garrigós, los padres de Laura, Robi, Luis Martín, Andrés Valcárcel, Elena Malla…
La única que no aparecía era Julia.
No, Julia no estaba en ninguno de los sueños, y yo la buscaba, la buscaba, la llamaba.
– ¡Julia!
Estaba en una cama enorme, como un campo de fútbol. Yo extendía la mano y palpaba las sábanas. Entonces el campo se convertía en una piscina, una gran piscina llena de olas que me hacían subir y bajar. Pero Julia no aparecía por ningún lado.
– ¿Julia?
Abrí los ojos.
Lo que se movía era el colchón acuático de aquella cama extravagante.
Y, desde luego, Julia no se encontraba en ella.
Me incorporé de un salto. Estoy habituado a dormir a oscuras, completamente a oscuras, así que un poco de claridad me despierta. Pero ya era de día, tarde, la persiana estaba subida y aquello parecía un solárium. Debía de estar muy agotado para no abrir los ojos con la primera claridad.
Y seguía agotado, dolorido, aunque ya no sólo por la paliza de Plácido.
– Mierda… -gemí.
La alarma se me disparó en la mente. Me levanté de un salto. No tenía nada que ponerme, así que salí desnudo de la habitación. Sesenta mil razones me gritaron que era idiota. Salí al pasillo y en tres zancadas me planté en la sala. Allí me detuve, muy cortado.
Las sesenta mil razones seguían en el maletín, depositado en el mismo lugar que la noche anterior, mientras Julia, sentada en el sofá y con el teléfono sobre las rodillas, me miraba con expresión divertida. Llevaba la misma camisa de la noche anterior, sólo que sin abrochar, y unas braguitas blancas, minúsculas, en forma de V. Tenía el cabello igual de alborotado, a lo Farrah Fawcett, a lo Julia Roberts, a lo…
– Buenos días -me saludó.
– Hola -dije con la boca pastosa.
Reparó en mi entrepierna y se echó a reír.
– Yo también me alegro de verte.
– Eso lo dijo Mae West en una película. -Me sentí aún más cortado.
– Sí, supongo que ya no queda nada original -convino recuperando un deje de tristeza.
– ¿Álex sigue comunicando? -pregunté.
– Sí. -Dejó el teléfono a un lado y se levantó.
Fue una sacudida.
– Julia…
– Ahora no, por favor. -Puso una mano por delante, a modo de pantalla, y no ocultó su malestar-. Será mejor que te vayas. No quiero que llames a la policía desde aquí.
Podía entenderlo.
– ¿Qué vas a hacer tú?
– ¿Qué quieres que haga? Esperar.
– ¿Esperar qué?
– ¡No lo sé, joder, no lo sé! -Se puso a gritarme como en sus mejores momentos-. ¿Vas a empezar de nuevo con las preguntas?
Cuando se enfadaba era diabólica. Pero también lo era cuando hacía el amor. Formaba parte de su naturaleza. Vehemencia y pasión. Algo que me había devuelto por la vía más directa. No quiso seguir viéndome y echó a andar camino de su habitación. No la retuve. Alborotó el aire a su paso y yo me resigné. Fui al cuarto de baño, me lavé un poco y me puse la misma ropa del día anterior. De regreso a la sala capturé mi camisa y la chaqueta. Julia reapareció en el mismo momento. Seguía descalza, mostrando sus hermosos pies, pero se había puesto unos pantalones, con la misma camisa sin abrochar y anudada sobre el ombligo. No parecía que acabase de levantarse de la cama después de haber dormido poco. No tenía ojeras ni restos de cansancio. Cualquier fotógrafo habría podido hacerle una sesión sin problemas. Al menos es lo que se me ocurrió.
En cambio ella me endilgó un seco:
– Tienes un aspecto horrible.
– Mi valet no me ha traído la ropa -me justifiqué-. Olvidé decirle dónde estaba. No suelo dormir fuera de casa.
– Te creo -volvió a pincharme.
– ¿Qué te sucede? ¿A qué viene este cambio?
Estaba molesta, o enfadada, o todo a la vez. Volvía a pelearse con el mundo entero.
– Oye, pasa de mí, ¿vale? -dijo, muy seca.
Tal vez se estuviese arrepintiendo de lo de la noche anterior.
– Te has levantado con el pie izquierdo, ya veo. -No quise discutir.
– No es eso. Lo que pasa es que es de día y los problemas siguen estando ahí. Esto es un marrón…
Ya no había magia. No quedaba nada salvo, como mucho, una retirada honrosa. Me acerqué a ella pero ella se apartó de mí, rehuyendo mi mirada, con los ojos fijos en el suelo.
Caso perdido.
– De acuerdo -me rendí-. Sea lo que sea que haya hecho, lo siento.
Caminé en dirección al maletín negro. Sentí sus ojos en mi espalda. Lo tomé por el asa y mi cabeza empezó a dar vueltas.
– ¿Por qué no te vienes conmigo? -probé por última vez.
– ¿Con el dinero?
– No. Conmigo, a casa de Álex, y luego a la de los Poncela.
– Vas a devolverlo.
– Sí.
– Estás loco.
– Soy precavido, nada más. Y honrado.
– Ya.
– Me duele que no lo entiendas.
– Y a mí me cabrea que no lo entiendas tú. Eso es dinero negro, limpio y negro. Al imbécil ese no le importa.
– ¿Estarás aquí?
– ¿Dónde quieres que esté?
– Te llamaré. O volveré más tarde, dependiendo de cómo vaya todo.
Esperaba un «No lo hagas» o un «Vete a la mierda», o cualquier frase de las suyas, pero no dijo nada. Busqué su bolso con la mirada y al localizarlo dejé el maletín y caminé hacia él. Fue al cogerlo cuando ella cambió. Toda su calma, su fría serenidad, su enfado y su comedia se vinieron abajo.
Se traicionó a sí misma por primera y única vez.
– ¡Eh, eh! ¿Qué haces?
– Nada. -Miré en el interior de aquella inmensidad-. ¿Por qué?
– Deja eso. No me gusta que hurguen en mis cosas.
Estaba pálida.
– Sólo iba a buscar las llaves del coche de Poncela. Las metiste ahí dentro.
– ¿Vas a llevártelo? -quiso despistar demasiado tarde.
– Sí.
Volví a meter la mano y atisbar dentro. Julia se me echó encima.
– ¡Deja eso!, ¿quieres? ¡Ya las buscaré yo!
No me gustó la forma de empujarme, ni su nerviosismo, ni el modo en que quiso recuperar su bolsa. Pasé de la sospecha a la certeza. Algo acababa de romperse en nuestro frágil equilibrio impuesto por el intercambio sexual. No le di el objeto de su deseo; al contrario, lo retuve tirando de él. Eso hizo que acabase de volverse loca.
– ¡Dámelo!
– Si te hubieras estado quieta no habría hecho más que coger esas malditas llaves -le dije-. Pero sigues sin creer en mí, sospechando de todo, así que ahora pienso que aquí dentro hay algo que no quieres que vea. Y voy a comprobar qué es.
Se convirtió en una furia. La bofetada fue mucho más fuerte que la de la noche anterior. Me habría asesinado con la mirada. No tuve más remedio que defenderme. Arrojé el bolso a mi espalda y utilicé los brazos para frenar su segundo ataque. La empujé y no sirvió de nada. Se me lanzó a la cara. Aquellas manos que por la noche habían sido un sueño ahora eran armas capaces de arrancarme los ojos. Logré atraparle una. La otra, por desgracia, me alcanzó. Menos mal que tenía reflejos. Un segundo empujón, más fuerte, hizo que cayera de espaldas sobre el sofá. Me pareció salvaje y hermosa, pero peligrosa. De haber tenido un arma creo que la habría utilizado. Y, por supuesto, no bastó tampoco ese empujón. Volvió a la carga.
Y yo me cansé de ser una buena persona.
Nunca he pegado a nadie, y menos a una mujer, pero tuve que hacerlo, en defensa propia, a la manera en que Glenn Ford pegaba a Rita Hayworth en Gilda. Mi primera bofetada le hizo girar la cara. Se le soltó el nudo de la camisa y acabó con los pechos al aire. Los tenía preciosos, naturales. Era imposible olvidar su tacto tan rápido.
Creo que por eso capté la escena, de pronto, a cámara lenta. Una película más. Llevaba el día recordando más y más películas. Ahora era una de Sam Peckimpah. La segunda bofetada, por el otro lado, la obligó a doblar el cuerpo y las rodillas. Eso me dio ventaja. Salté sobre ella y la arrinconé en el sofá, con mi peso aplastándola. Aun así luchó, pataleó, e intentó defenderse con rebeldía. Le di la tercera bofetada.
Y una cuarta.
No, no era como hacer el amor.
Se rindió a la quinta.
Dejó de luchar, de resistirse. Un hilito de sangre le caía por la comisura de su labio. Tenía los brazos abiertos y respiraba con fatiga. Los pezones duros, como cada vez que se excitaba para lo bueno o lo malo. Su energía estaba concentrada en los ojos y en la mirada asesina. No recuerdo que nadie me haya mirado con tanto odio.
– Estás loca -jadeé.
Dejé transcurrir unos segundos, para hacerle comprender que podía ser peor. Tuvo que aceptarlo. Me levanté de encima de ella despacio, acalorado, y cerré el puño derecho para mostrárselo. No se movió. Reculé hacia atrás sin darle la espalda y llegué de nuevo hasta el bolso.
– Veamos qué hay aquí que te preocupa tanto.
– Daniel, no lo hagas.
Ahora empleó la súplica.
Tomé el bolso dispuesto a echar su contenido sobre una butaca, lo más alejado de ella.
– Daniel, esto puede ser maravilloso, por favor. Lo de esta noche… Puede repetirse, ¿entiendes? Todas las noches, si quieres.
Desparramé todo aquello en la butaca.
Es curioso, lo primero que vi fueron las llaves del coche de Poncela. Me las metí en el bolsillo, junto a las del piso de Laura, las del Mini y las de mi casa. Parecía un cerrajero. Pero a continuación, por entre aquella amalgama de peines, cepillos, el spray antivioladores, sus propias llaves, la cartera y más cosas, lo que me golpeó a los ojos fueron las fotografías.
Unas eran grandes y estaban dobladas; otras, pequeñas. También había dos sobres de color marrón claro. Lo saqué todo para examinarlo mejor sin perder de vista a Julia. La vi hundirse en el sofá y apoyar la cabeza en el respaldo con los ojos cerrados.
Las fotografías, grandes y pequeñas, eran de Laura y de Álex. Había un par de él, las más destacadas, tan guapo y macizo como le viera en las del piso de Elena Malla, en plan modelo. En el resto, Laura y su novio mostraban diversas poses triviales, familiares, como las de cualquier pareja. En el campo, en una boda, en cualquier parte.
– Fuiste otra vez al piso de Laura a por estas fotos -comprendí-. Tú te las llevaste después de todo.
Julia no dijo nada.
– Esto sólo tiene una lógica, querida -continué a medida que la luz se hacía en mi mente-: Querías borrar toda huella de Álex en ese piso, toda relación entre Laura y Álex.
Nuevo silencio. Más luz.
– Pero no te llevaste las fotos para proteger a Laura, sino para… protegerle a él.
Julia apretó las mandíbulas.
– Dios -exclamé-, ¿qué coño tiene ese Álex?
Dejé las fotos y abrí los sobres de color marrón. Si la sorpresa inicial había sido fuerte, ahora la que siguió fue aún más contundente. Me bastó descubrir la primera de aquellas imágenes para verlo, por fin, todo claro.
Laura y Constantino Poncela.
Aquello era algo más que hacer el amor. Era una suerte de posiciones, detalles, hechos, coyunturas y situaciones. Todo un espectáculo digno de la más porno de las revistas. Y con profusión de primeros planos. Estaban en la cama de Laura, en la habitación del espejo. No había ninguna duda al respecto. Me pregunté qué clase de tipo es capaz de tomar todo aquello viendo cómo su propia chica es la protagonista.
Las fotos no eran muy buenas, pero sí muy claras.
El otro sobre contenía los negativos. Cien o más.
Julia volvía a mirarme.
– Pudiste haberte ido de aquí feliz y satisfecho, y regresar -me dijo-. Pero has tenido que estropearlo lodo.
– Fin del romance. -Título de otra película. Ralph Fiennes y Julianne Moore.
– Tú lo has dicho, capullo.
Guardé los negativos en su sobre, y éstos y las fotos en el bolsillo de mi chaqueta. Julia me miraba con una mezcla de desesperación y frustración, sin taparse el pecho, con el pelo tan revuelto como su vida.
– ¿También vas a llevarte eso? -me escupió.
– Aunque no te lo creas, será mejor para ti -le dije-. Acabarías quemándote con todo esto.
– Pero qué estúpido eres, cielo -lamentó con amargura-. ¿De veras crees que me proteges? ¿De dónde coño has salido? ¡El último de los románticos! A lo mejor con un polvo ya te has enamorado de mí.
– Fueron tres -le recordé.
– Vete a la mierda -suspiró.
– Dime algo: ¿tú también estás metida en esto, con Laura y Álex?
– ¡No!
– Entonces, además de querer protegerle borrando su rastro del piso de Laura, te llevaste esas fotos y esos negativos para continuar tú con el chantaje. Por esta razón llamaste a Ágata Garrigós. Espera, espera… -Una nueva ráfaga de luces irradiaba mi mente. Todo estaba allí, se hacía claro-. Laura esperaba a Álex ayer por la mañana, por eso los negativos estaban en su piso. La matan, tú los encuentras y te los llevas por si acaso. Vas a casa de Álex y no está. Misterio. Vuelves, llamas, y lo mismo. Más misterio. Álex ha desaparecido, pero… no se habría ido sin los negativos, así que o Álex ha matado a Laura, cosa rara porque tú sí te llevaste sus fotos y en cambio él no, o Álex… también está muerto.
– ¿Qué estás diciendo? -Me miró como si estuviese aún más loco.
– Vamos, cariño. Suma dos y dos. Tenemos dos historias: la de Álex y su desaparición por un lado, y la del chantaje a los Poncela por el otro. Mientras buscas a Álex, no pierdes de vista el negocio, el doble chantaje: venderle a Constantino Poncela los negativos, y a su mujer las fotos. Nena -silbé-, eres la hostia.
Había algo más. Algo a lo que tenía que enfrentarme de una vez. La noche anterior, entre aquel paroxismo sexual, debí de haberlo pensado en algún momento. Ahora era el último interrogante que me quedaba para cerrar el círculo.
Saqué la agenda electrónica del bolsillo de mi chaqueta y fui al teléfono. Busqué «Carol» y marqué el número. Julia me miraba sin saber qué estaba haciendo, pero lo comprendió cuando empecé a hablar.
– ¿Agencia Universal? -dijo la voz de Carol.
– Quisiera un servicio completo para el fin de semana.
– Muy bien señor.
– ¿Puedo pedirle a Julia Pons? Me la han recomendado.
– Por supuesto, señor. -La mujer del teléfono expresó su complacencia-. Una gran elección. Es una de nuestras señoritas más jóvenes y bellas, y muy reciente en nuestra casa. Quedará satisfecho, sin duda.
Ya lo había cerrado.
Era suficiente. Colgué.
Esta vez la sonrisa de Julia me desarmó.
– No deberías quejarte, encanto -me dijo-. Lo que hice anoche vale mil quinientos euros, sin contar con que te salvé el pellejo.