XXV

Salimos del restaurante con el tiempo demasiado justo, y eso no me gustó. Mi idea era dar un vistazo al perímetro de la plaza de John Fitzgerald Kennedy antes de la cita, y, a poder ser, presenciar la llegada de mi misterioso interlocutor telefónico de la mañana y de su Audi blanco. Sea como fuere, hacía rato que barruntaba la naturaleza del encuentro. La frase: «No se deje ninguno. Los quiero todos», era demasiado evidente. Tendría que dar alguna explicación y no estaba muy seguro de que el hombre la entendiese. Pero no quería dejar ningún cabo suelto. Todos los candidatos servían.

El de la cita creía haber hablado con Álex. Pudo matar a Laura igualmente.

– ¿Por qué llevas eso ahí atrás? -Julia señaló el aparatoso book de Laura.

– Lo encontré y pensé echarle un vistazo.

– ¿Un recuerdo?

– No.

Sonaba ridículo.

– ¿Vas a contarme adónde vamos ahora o es una sorpresa? -preguntó ella cuando puse en marcha el Mini.

– Debo ver a una persona en la plaza Kennedy, al final de Balmes. Es todo lo que sé.

– ¿Y quién es?

– No lo sé, ya te digo. Llamó a casa de Laura mientras yo estaba allí y me tomó por Álex. No tuve tiempo de decirle nada. Quedamos a las doce y, por si acaso, voy a ir.

– Estás loco -alucinó ella.

– Sí, ¿verdad? -le sonreí enseñándole los dientes.

– ¿Puede saberse para qué vas?

– Curiosidad, otro posible candidato a asesino… No lo sé. Dijo que «los llevara todos».

– ¿A qué se refería?

– ¿No te lo imaginas?

Puse el coche a buena velocidad, a pesar de lo cual la hora de la cita quedó rebasada mientras subía por Balmes. Llegamos a John F. Kennedy a las doce y tres minutos. No quise meterme en ella, aunque yo subía por la derecha y la cita era en el otro lado, el izquierdo. Uno y otro eran imposibles de ver desde la parte opuesta por la elevación de la plaza, situada algunos metros sobre el nivel de Balmes. A unos cincuenta metros vi un hueco y aparqué ahí. Deseaba preservar en la medida de lo posible todo lo concerniente a mi persona.

– Bien, escúchame con atención -le dije a Julia-. Yo me bajo, pero tú no. Tú te quedas. No sé lo que voy a encontrarme ahí, y contigo puede que todo fuese más difícil. No sé lo que voy a tardar en regresar, aunque no creo que sea mucho. Habrá algunas explicaciones y poco más, ¿de acuerdo?

– Déjame ir contigo -protestó.

– Julia, confía en mí.

– ¡Confía tú en mí!

– ¡No se trata de eso, lo hago por seguridad! ¡No sé a quién voy a ver!

Se cruzó de brazos, como una niña pequeña, y miró al frente. Su enfado resultó entrañable y tierno. Quise abrazarla. Es decir, sentí la tentación de hacerlo antes de comprender que era una estupidez. Allí dentro, en la penumbra, su rostro volvió a adquirir los rasgos más juveniles, no los de la mujer que era.

Llegaba tarde y las explicaciones sobraban. Abrí la puerta del coche y, por precaución, me llevé las llaves. Ella lo notó. No quise mirarla y eché a correr Balmes arriba. Cuando llegué a la plaza Kennedy, el Audi blanco ya estaba aparcado. Dejé de correr para serenarme e hice los metros finales al paso. El ocupante del coche me estudió y yo le estudié a él.

Era un hombre de unos cincuenta y algunos años, tan elegante como el coche, traje y corbata pese al calor del verano, impecable. Se le notaba lo más evidente, algo que formaba una especie de segunda piel en todos ellos, los Valcárcel y compañía: el poder, y la seguridad y fuerza que emana de él. Su rostro no era simpático, aunque a ello contribuía el tono marcadamente hostil de su cara. Sentirme odiado, despreciado, por alguien que no conocía y que me confundía con un chorizo como Álex, me hizo sentir como un gusano.

Me detuve delante de él.

Me vino a la memoria una escena de película: el tipo sacaba una pistola, me largaba dos tiros sin preguntar y salía a todo gas. Fin.

Mi estómago se encogió. La cena empezó a sentarme mal. Eché un vistazo alrededor, pero la plaza me pareció vacía. Era demasiado tarde para la gente de a pie. Ni siquiera había tráfico de bajada.

– ¿Es usted? -Me hizo la pregunta más obvia.

– Sí -le dije por segunda vez, sin mentirle, porque al menos yo era yo, aunque no fuese el yo que él creía.

El motor de su coche estaba en marcha.

– Vamos a terminar esto cuanto antes -espetó con sequedad.

– Será lo mejor.

– Venga.

Se volvió y fue a la parte de atrás del Audi. La abrió. Lo único que vi fue un maletín negro, muy bonito. Alargó la mano, lo abrió y me mostró su contenido.

Dinero.

Filas perfectamente agrupadas de euros usados, no nuevos, todos de doscientos, cien y cincuenta.

No me sentí impresionado, sólo asustado. Los chantajes se pagan así, y lo esperaba. Lo del susto era por la cantidad. Me preguntaba cuánto dinero habría allí y en ese momento él mismo me lo dijo:

– Sesenta mil euros. Puede contarlos si quiere.

– No es necesario.

– Entonces démelos y llévese el dinero.

Cerró el maletín pero no me lo entregó. Volvió a dejarlo en el maletero. Me enfrenté a sus ojos sabiendo que no iba a gustarle la verdad y que, lo más seguro, no me respondiese a ninguna pregunta. No él.

– Me temo que debo decirle algo.

– Oiga, no perdamos tiempo, ¿quiere?

– Lo que debo decirle no le va a gustar -puse en voz alta mis pensamientos.

No le gustó que le dijera que no le iba a gustar. Su cara se petrificó y sus ojos se convirtieron en agujas llenas de odio. Cerró la mano derecha y la convirtió en un puño. Yo no me moví; me quedé quieto, nada agresivo. La cena se me estaba revolviendo en el estómago.

– ¡No juegue conmigo, se lo advertí! -me gritó.

– No soy quien usted piensa.

No me escuchó.

– ¡Mierda, démelos de una vez! -gritó, perdida su exigua paciencia-. ¡Yo he cumplido con mi parte!

– No sea estúpido, le digo que…

No se puede contemporizar con una persona que va a dar tanto dinero por algo que se le esfuma. Tendría que haberlo comprendido.

– ¡No me llame estúpido, cabrón de mierda!

– Verá, he venido porque…

No pude terminar. Estaba en tensión, creyendo que sería él quien se me echase al cuello, y ni de lejos imaginé que el ataque llegase por detrás.

Primero fue la voz del hombre que decía:

– ¡Plácido!

Luego el golpe en los mismísimos riñones.

Le vi una fracción de segundo antes de que me lo diera, de reojo, y ya fue tarde. El tal Plácido no tenía nada de plácido. Era alto, como una torre. Salió de alguna parte próxima a nosotros.

El segundo golpe me puso casi a las puertas de la inconsciencia.

– ¡Mételo en el maletero, vamos! -ordenó el dueño del Audi.

Una zarpa de acero me aplastó el hombro, y me trituró los huesos. Yo estaba caído de lado, así que me movió sin esfuerzo. Abrí los ojos y su cara de gorila amaestrado me asustó de veras. La mía debió de gustarle aún menos a él, aunque el tercer puñetazo fuese en el estómago, allá donde la cena decidía si revolverse del todo o no.

No fue la mejor forma de tratar a una cena.

– ¡Ya -insistió su amo-, antes de que pasen coches!

El golpe definitivo iba a darme en la cara. Adiós a mi nariz. Intenté hacer algo, lo que fuera, pero ninguno de mis músculos me respondía. Cuando iba a cerrar los ojos, sin embargo, vi una forma fugaz que llegaba por detrás de ellos dos.

Una forma que reconocí al instante, por entre mis brumas.

Julia.

No era un sueño. Estaba allí.

– ¡Cuidado!

El grito del dueño de Audi llegó tarde. El puño de Plácido se detuvo. Volvió la cabeza y, por lo menos, lo último que vio fue hermoso. Se escuchó un siseo extraño, abstracto. Alguien había abierto una puerta por la que silbaba el viento.

El spray antivioladores de Julia roció a placer la cara del gorila.

Me sentí libre. Plácido dejó de sujetarme y empezó a gritar, con el rostro hundido entre las manos. Cayó de rodillas. La reacción del chantajeado no fue precisamente la de ayudarle. Tenía la intención de meterse en el coche y salir disparado. Julia lo evitó.

La segunda rociada también lo cegó a él.

Yo estaba hecho polvo. Me resultaba imposible echar a correr y llegar hasta el Mini, porque las piernas apenas si me sostenían. Julia también lo entendió. Empujó con todas sus fuerzas al hombre y lo derribó sobre Plácido.

– ¡Métete dentro! -me ordenó.

La obedecí. Cerré el maletero por pura inercia, ya que estaba apoyado en él, y resbalé hasta la portezuela contigua a la del conductor, sujetándome para no caer. Julia, más ágil y llevando la iniciativa, ya estaba dentro, arrojó su bolso detrás y atrapó el volante. El que el Audi estuviese en marcha fue una bendición. No tuvo más que poner la primera y pisarle al pedal del gas.

Balmes abajo.

Lo último que recuerdo de toda esa parte fue su voz exclamando:

– ¡Joder, qué movida!

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