Volví a llamar a varios timbres repitiendo el truco del día anterior. Pregunté por el piso del señor Malla haciéndome el despistado y lo conseguí a la tercera. Un vecino me dijo que no lo sabía, una vecina me informó de que era el cuarto segunda, y otra, además, me abrió la puerta de la calle. Subí en el ascensor tan despacio que tuve tiempo de preguntarme dos cosas: qué estaba haciendo yo allí, y por qué no avisaba de una maldita vez a la policía.
Me respondí yo mismo. A la primera pregunta: quería cerrar el círculo. A la segunda: no me daba la gana de contarlo todo sin más al primer tipo uniformado que apareciera, aunque eso debería hacerlo igualmente después.
Pero tengo mi orgullo.
Las últimas veinticuatro horas no habían sido precisamente agradables.
Mientras subía, también reviví la película de la historia.
Y pensé en Julia.
Bajé en el cuarto piso y me detuve frente a la puerta del piso de Laureano Malla. Loco o no, iluminado o no, era un asesino. Y un sádico. No tenía ni idea de cómo reaccionaría el pobre diablo cuando se viese acorralado. La noche pasada, allí mismo, había logrado disimular muy bien, contenerse.
Ahora…
Llamé a la puerta y esperé. Estaba en casa. Me miró desde todas sus distancias y frunció el ceño. Tenía el mismo aspecto del día anterior, rostro cetrino, pinta de espectro, el escaso cabello formando guedejas deshilachadas y despeinadas, los ojos hundidos y de mirada amarga, la boca con su media luna apuntando hacia abajo, las arrugas…
Tanto él como yo habíamos hecho muchas cosas desde nuestro primer encuentro.
– ¿Qué quiere ahora? -me preguntó al reconocerme.
La luz amarillenta del rellano, unida a la que proporcionaba la bombilla de su recibidor, conferían a la escena un toque final de película mal iluminada. Todo eran sombras y formas oscuras más allá de nosotros.
– Quiero hablar, señor Malla.
– ¿De qué?
– De usted.
– Yo no tengo nada que decirle. ¡Váyase!
Estaba preparado para evitar que cerrara la puerta.
– Han matado a alguien más -dije.
Eso despertó su interés.
– ¿A quién?
– A Álex.
Qué curioso. Seguía sin saber su maldito apellido.
– Me da lo mismo. Déjeme en paz.
– Tenemos que hablar, señor Malla. El juego ha terminado.
Me extrañó verle sonreír. Era lo que menos esperaba en ese momento. Su media luna invertida se expandió ligeramente. No mejoró su aspecto. Más bien fue una mueca agria.
– ¿Usted lo llama juego? -manifestó.
– ¿Por qué no?
– Mi hija está muerta. No es un juego. -Recuperó su gravedad-. ¿Es que no va a respetar el dolor de un padre?
– Laura Torras también tenía unos padres. Yo los conocí ayer. Buena gente. Todavía no saben que su hija ha muerto.
Era como una estatua de sal.
– Voy a entrar -le anuncié.
– No -se envaró.
– Preferiría hacerlo antes de avisar a la policía. Quiero escuchar lo que me tenga que decir, y que sepa cuál fue su error.
– Usted está loco.
– Hoy ya me han llamado loco una vez, pero la que me lo ha dicho tal vez tenga razón. No es su caso. En cambio, usted sí lo está. Matar a dos personas es grave, pero la parafernalia y el atrezo de complemento…
– Yo no he matado a nadie.
– ¿Cómo lo llama? ¿Ajusticiamiento? No deja de tener sentido.
Me estaba hartando de aquella conversación repetitiva en el rellano. Iba a cargar contra la puerta cuando él la abrió del todo. Las arrugas de su cara se le hundieron más, y su intensidad fue casi la del Gran Cañón. El agitado viento de su respiración me demostró que estaba en la recta final.
Me dejó pasar y lo hice.
Cerró la puerta una vez estuve dentro, y me precedió con paso cansino por aquel pasillo lleno de recuerdos. Nuevos pósteres de películas, La Reina de África, Matar a un ruiseñor, El halcón y la flecha… Más fotografías suyas con actores, actrices y directores: Gérard Depardieu, Robert De Niro, Al Pacino, John Houston e incluso Meryl Streep… Malla y su pasado. Malla y sus recuerdos. Las había de todos los tamaños y colores, individualmente o formando grupos en grandes marcos. El museo seguía por todo el piso, pero la guinda se la llevaba el despacho del dueño de la casa. Aquello sí era un mausoleo cinematográfico presidido por un cartel de Los diez mandamientos, además de otros como Ben-Hur y El Cid. Debía de ser un fan de quien fuera presidente de la Asociación Nacional del Rifle de los Estados Unidos, Charlton Heston. Las librerías estaban repletas de libros dedicados al cine, biografías, diccionarios y estudios. Todo olía a rancio. Todo.
Laureano Malla se sentó detrás de la mesa de su despacho. Yo lo hice delante. Los dos estábamos cansados.
Cansados aunque dispuestos para el minuto final.
– ¿Y bien? -me preguntó.
– ¿Por dónde quiere que empiece?
– Usted ha hablado de un error.
– ¿Así que es eso? -Me dio la impresión de que estaba más lúcido de lo que aparentaba. Sus ojos eran como puñales y me miraban fijamente-. ¿No creyó que pudiera cometerlo?
– Usted no sabe nada -me espetó-. Ha venido dando palos de ciego, con las manos vacías, sin ninguna prueba.
– No la tenía ayer. Hoy sí. Fue precisamente mi visita la que le hizo reaccionar, y esa reacción le ha traicionado.
– ¿De qué está hablando?
– De Álex, por supuesto -dije-. Usted le creía muerto donde lo dejó: en el recibidor del piso de Laura. Pero yo le dije que habían matado a Laura y que Álex había desaparecido. Eso lo puso en alerta. Si él no estaba allí, ¿dónde estaba? Algo no encajaba. Por eso fue a su casa, para asegurarse.
– No sea idiota.
– Ayer vi a mucha gente, señor Malla, pero sólo a una persona le dije que Laura Torras estaba muerta: a usted.
Apretó las mandíbulas.
Y se quedó muy quieto.
– El montaje estuvo bien -aproveché para continuar-. Un tanto melodramático… pero efectivo. Laura destripada a lo Sharon Tate, incluida la pintada con su sangre, el «CERDOS» marca de la casa de Charles Manson. Lo del vibrador a lo Ramón Novarro, lo de la botella de cava a lo Fatty Roscoe Arbuckle, las fotografías a modo de sudario con las que se han inmolado tantas actrices y actores, la tapa de inodoro a modo de collar estilo Judy Garland… ¿Quiere que siga?
– ¿Le gusta el cine?
– Mucho.
– Es bueno -reconoció.
– Gracias, pero déjeme decirle que ese toque de color resultó excesivo.
– Yo diría que es genial -dijo de pronto.
Con orgullo.
– ¿Así que ya no lo niega?
– ¿Qué más sabe? -obvió mi pregunta.
– Todo.
– ¿Por ese simple… error?
– No ha sido tan difícil una vez las piezas han encajado. Curioso, sí, pero no difícil. Bastaba con reunir esas piezas. Y cuando he dado con el cuerpo de Álex… Maldito cabrón -suspiré-. Sin embargo, para alguien que ama el cine tanto como usted, le ha hecho un flaco favor al Séptimo Arte. Ha aportado un poco de mierda a la leyenda negra y nada más, aunque se crea un genio, como todos los locos. No tenía por qué hacerle todo lo que le hizo a Laura.
– ¿Está seguro? -me retó-. Puede que la cruz que le grabé en su condenado cuerpo le evite ir al infierno, después de todo.
– Entonces no la encontrará, porque usted sí va a pudrirse en él -le dije sintiendo ira.
No le afectó mi conato de furia, al contrario, se relajó y perdió la última de sus caretas: la de padre compungido y víctima social. El ramalazo de orgullo de su profunda mirada se hizo poder. Todo artista desea reconocimiento. Yo acababa de convertirme en su público.
– El mundo necesita paz.
– ¿Y es usted el flagelo vengador?
– Cuando toda la mala hierba haya sido arrancada…
– Espere, espere -le detuve-. ¿Va a seguir dedicándose a esto?
– Sólo digo que mi ejemplo…
– ¡Por Dios! -le miré más y más alucinado-. ¿Habla en serio? ¿De verdad se cree usted la Mano Derecha de Dios?
– ¿Justifica usted lo que hacían ese chulo y su prostituta?
– ¡No somos jueces, y mucho menos verdugos! -grité-. De ser así, ¿por qué no mató también a su hija antes de que ella misma decidiera acabar con todo?
Mentarle a Elena le hizo reaccionar.
– ¡No me hable de ella! -me ordenó.
– ¿Por qué? ¿No le gusta? ¡Elena no era mejor que Laura Torras! ¡Estaba embrutecida igual, por las drogas, por lo que le obligaba a hacer su chulo! ¡Según sus teorías, ya no era una criatura de su Dios!
– ¡Cállese!
Creí que iba a saltar sobre mí.
Me equivoqué.
Yo estalla en tensión, a la defensiva, así que no hice nada por evitar que abriera el cajón central de su mesa y que de él sacara una pistola con la que me apuntó.
– Ya está bien, señor Ros -jadeó-. Ya está bien.
Todos mis argumentos se vinieron abajo.
Y supe que sólo a un idiota se le ocurriría ir a casa del asesino sin haber llamado antes a la policía. Por muy periodista que fuese.
Aun así, si me hubiera querido matar, ya habría disparado. Mantuve cierta sangre fría calculando todas mis posibilidades.
– ¿Otro recuerdo de los buenos tiempos? -pregunté sin alegría.
Laureano Malla me estudió con detenimiento. El silencio que nos envolvía era ahora un estruendoso clamor de sensaciones. ¿No decía la publicidad de Alien algo así como «En el espacio nadie puede oír tus gritos»? Mi cabeza trabajaba rápido. La suya se adentraba por momentos en un Más Allá luminoso.
Sonrió por segunda vez.
– Veo que es como todos, señor Ros. No entiende.
– ¿Qué se supone que no entiendo?
– Dios no puede hacerlo todo.
– Y usted está comisionado para echarle una mano.
– No sea irónico ni emplee ese mal gusto conmigo, se lo ruego. La ironía siempre me ha parecido el despecho de los inferiores ante aquello que está por encima de ellos.
– Buena frase.
– ¿Es usted católico?
– No.
– Entonces… ¿cómo pretende…? -Su rostro reflejó el dolor que mi ateísmo le producía.
– Hablemos de usted. ¿Por qué se escuda tanto en Dios? ¿Qué tiene que ver Dios con el hecho de que su mujer se fuera con otro, cansada de aguantarle, y de que su hija se le echara a perder, tal vez por culpa de usted mismo y de todo esto? -Abarqué su mundo con las dos manos.
– ¿Me está poniendo a prueba?
El cañón de la pistola subió un par de centímetros. Pasó de apuntarme al pecho a hacerlo entre las dos cejas. Yo ya tengo las cosas bastante claras, no era necesario que me abriera un tercer ojo. Volví a callarme para no provocarle todavía más.
– ¿Por qué se ha metido en esto? -preguntó inesperadamente.
– No lo sé.
Era la verdad. No me creyó.
– ¿Estaba enamorado de Laura Torras? ¿Es eso? ¿O se trata del reportaje de su vida? ¿Qué es, señor Ros? Las personas se mueven por amor o por dinero. ¿Cuál es su caso?
– Siempre hay una tercera vía.
– Dígamela.
– Esa voz interior que nos guía, el instinto, la justicia…
La mano volvió a bajar levemente. Necesitaba tiempo. Y sólo hablando iba a conseguirlo.
– Fue por vengar a Elena, ¿verdad? -dije suavemente.
– Elena. -Suspiró con un deje de tristeza que le envolvió de nuevo en sus recuerdos-. Mi niña…
– Ella se marchó de su lado, tal vez porque se parecía demasiado a su madre. No pudo retenerla. Era guapa, guapísima. Sin embargo, lo peor fue que conociera a Alex. ¿Me equivoco?
– No, no se equivoca -reconoció. -Álex la embruteció, la hizo prostituirse, la inició en el consumo de drogas y la redujo a nada. Y ella, lejos de reaccionar, de acudir a usted, se dejó arrastrar hasta el fondo. Estaba enamorada de ese hombre.
– Eso no era amor, señor Ros. Álex era el diablo.
– El diablo se apoderó de Elena, lo mismo que hizo con su esposa.
La luz de su prepotencia celestial se apagó un poco. La realidad volvió a acorralarle. Se hundió despacio.
Llegaba mi tiempo.
– Al morir Elena, ya no pudo más.
– No pude más -repitió más para sí que para mí-. Mi hija y yo ya no… teníamos relación alguna, pero… la fe me mantenía. La fe y la esperanza. Yo rezaba muchísimo, ¿sabe? Dios tenía que escucharme. Sin embargo…
– Su muerte fue una revelación.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo sabía la verdad, y en el entierro de Elena, al ver a esa mujer, y a ese hombre… Lo habían pagado todo con el sucio dinero de sus vicios. Ellos. Los dos. Pero sobre todo… Comprendí cuál era mi deber.
– Matarles. -Puse la palabra en la punta de la lengua y la impulsé de forma suave hacia él.
– Sí, matarles.
– ¿Cómo lo hizo?
Yo ya lo sabía, pero el tiempo era mi aliado. Mientras la cuerda siguiese floja, tendría una posibilidad. Tensarla era dar un paso directo al adiós. Laureano Malla no se descuidó, aunque tanto su intensidad como su mirada perdieron fuerza. Se encerró un poco en sí mismo. Por detrás de él, el póster de Los diez mandamientos mostraba a un Moisés grave que sostenía las Tablas de la Ley.
– No tuve más que… seguirles -dijo-. Les vi entrar en esa casa de la calle Compositor Johann Sebastian Bach. -Pronunció el nombre correctamente-. Creí que vivían allí los dos, aunque un día, mientras seguía también a Elena, les vi en esa otra casa, la de la calle Pomaret. Por eso sabía que el hombre también tenía…
– Esperó a que se hiciera de noche. -Mantuve su atención.
– Sí. Primero le pregunté por el piso a un conserje. Me vine aquí a por el cuchillo. No podía emplear esta pistola. -La movió un poco-. De noche habría hecho mucho ruido, aunque no es un revólver que produzca un gran estampido. Regresé a esa calle y dejé pasar las horas. Oscureció y, a eso de medianoche, cuando estuve seguro de que no había un conserje nocturno como en las restantes casas de la calle, me colé dentro aprovechando la entrada de una mujer. Ni siquiera me miró. Nadie presta atención a las personas discretas.
– Esa noche el conserje nocturno no pudo ir. Fue una casualidad.
– Dios lo apartó de mi camino. -Había encontrado otra explicación más lógica para sí mismo.
– ¿A qué hora lo hizo?
– Me oculté en la escalera. El edificio entero parecía vacío. No había ni un alma. Ningún ruido. Aun así esperé. Más o menos una hora después llamé a la puerta.
– Y tuvo otro golpe de suerte: le abrió Álex.
– Sí.
– Dos personas jóvenes y fuertes. Si hubiera abierto Laura, a lo peor no habría sido tan fácil cargarse a Álex. Pero al ser él…
– Le hundí el cuchillo en el pecho. Una, dos, tres veces, no recuerdo. Cayó al suelo y no se movió. Pensé que estaba muerto. Ni lo toqué. Entré y me topé con la mujer, que estaba desnuda. ¿Se da cuenta? Desnuda. Salía del baño o… qué sé yo. A ella le corté la garganta para que no gritara. Y mientras se estremecía en el suelo y vi esa desnudez, su imagen de deseo y provocación, el mismísimo pecado hecho carne, comprendí el mensaje divino.
– ¿Qué mensaje?
– ¡Su Palabra! -Le brilló la mirada-. ¿No lo comprende? Yo sólo quería matarles. Pero ella estaba allí, desnuda, y entonces… -Mantuvo la pistola firme, pero elevó sus ojos al cielo, iluminado-. Entonces le hice el signo de la cruz.
No sé cómo pude decirlo, pero lo hice.
– La abrió de arriba abajo, y de lado a lado. Y no contento con eso, cuando empezó a destruir su ropa, encontró el vibrador, las fotografías…
– Hollywood ha dado al mundo lo mejor del Séptimo Arte, pero también el pecado de su lujuria, señor Ros. -Asintió con un movimiento de la cabeza, despacio-. Tantos mitos caídos por la estupidez, tantas estrellas captadas por el lado oscuro del mal… Quise que Laura fuera un testimonio, un recuerdo.
– Pintó lo de «CERDOS» por las paredes, preparó la gran escena, el cava en la vagina, el vibrador en la boca, las fotografías…
– Para que nadie olvide -musitó.
La pistola tembló en su mano.
Quizá disparase de un momento a otro.
– El gran montaje -exhalé.
– Sólo una puesta en escena.
– Pero se olvidó de comprobar que Álex estuviese muerto del todo.
– Álex…
Volvían las brumas. Empezó a parecer ido.
– Dígame, Malla, ¿le habló Dios?
– ¿Dios? -ladeó la cabeza mirándome desde su distancia irreal-. Sí… Oí su voz. La oí.
– ¿Qué le dijo Dios?
– Dios me dijo: «Ahora ve y reza».
– ¿Lo hizo?
– Lo hice -asintió-. Ya había interpretado sus designios. Todo estaba en paz. Me fui.
– Pero Álex no estaba muerto. -Tenía que atontarle más, y saltar. Era mi única oportunidad. Tal vez me disparase, pero si conseguía quitarle la pistola, o… Qué se yo. Seguí hablando-: Puede que Álex se hiciera el muerto, o tal vez no, pero cuando recuperó el conocimiento se encontró con que habían asesinado a Laura, atrapó lo primero que encontró, que fue un vestido de los que usted había diseminado por el suelo, se taponó las heridas y salió del piso… olvidándose de cerrar la puerta del todo. Un olvido fatal que facilitó mi entrada en la escena al día siguiente. Así de fácil. Se fue medio muerto, pero gracias a ese vestido no dejó rastro de sangre en el rellano ni en el ascensor. Salió a la calle, subió a su coche y se fue a su casa, desangrándose más y más por el camino, hasta que llegó a su casa, comprendió que no iba a contarlo, quiso llamar por teléfono y ya fue tarde. De Hecho ni siquiera sé cómo pudo conducir hasta Pomaret. Fue un milagro.
– No hable de milagros. Usted lo estropeó todo -musitó sin apenas voz Laureano Malla.
– Yo, claro -asentí-. Vine a verle, le dije que Laura estaba muerta y Álex desaparecido, se puso nervioso y empezó a atar cabos. Si Álex no estaba allí, es que estaba vivo, y ¿adónde podía haber ido? A su casa, es evidente. Fue a la calle Pomaret, se hizo una pequeña escalera para alcanzar la ventana del garaje, la rompió y se coló dentro. No es complicado, ni para un hombre de su edad. No sabía con qué se iba a encontrar. Por eso cuando vio a su enemigo muerto… le asestó varias puñaladas más, por lodo el cuerpo, furioso. Esas heridas ya no sangraron, porque Álex llevaba muerto varias horas. Escribió «CERDO» con un poco de sangre, que todavía estaba algo húmeda, y le puso la tapa del inodoro por collar. Después se marchó. Telón.
– Telón.
No quedaba nada más que decir.
Ahora todo se limitaba a él, la pistola y yo.
– Entréguese, señor Malla -sugerí.
– ¿Por qué?
– Tiene atenuantes. Lo hizo bajo presión, acababa de enterrar a su hija y ese tipo era un completo hijo de puta. Despertará compasión. -No le dije que estaba loco-. Nadie va a juzgarle con demasiada severidad.
No me creyó. No esperaba que lo hiciese.
– No puedo entregarme.
– La policía no es estúpida. Apuesto a que tardan menos que yo en interpretar debidamente los hechos. Usted les dejó esas pistas.
– Yo no dejé pistas.
– Subconscientemente, sí. Está cansado.
Sus ojos se vaciaron en mí. No había en ellos ninguna emoción, ningún sentimiento. El vacío más absoluto en un viaje a través de los cuencos oscuros. Pero por agotado que estuviese, apretar un gatillo era fácil.
– Si me mata será distinto.
– Dios…
– Escuche a Dios. Escúchelo.
Me dispuse a saltar. No quería terminar como Álex ni como Laura, acompañado por un ritual al estilo Hollywood. La distancia no era excesiva, apenas un metro y medio, aunque estaba sentado. Podía ser mucho habiendo una bala de por medio.
Dudé.
Odio dudar.
– Dios vigila… -dijo él de forma apenas perceptible.
– Le está observando.
– Dios sabe…
Se dejó llevar por su abstracción. Ahora o nunca. Tenía que saltar.
Hubo una pausa muy breve, pero que se me antojó eterna.
– Yo lo hice… -comenzó a decir de nuevo el padre de Elena Malla.
Decidí sincronizarme a la de tres.
Uno.
– … por dignidad, ¿entiende?…
Dos.
Laureano Malla dejó de apuntarme. Su mano derecha hizo un giro de 180 grados. La diferencia entre apuntarme a mí y apuntarse él.
– … Dignidad…
Tres.
No me moví.
No salté.
Seguí pegado a mi asiento, inmóvil.
– Dios… -suspiró el hombre por última vez.
Se introdujo el cañón de la pistola en la boca y disparó.
No fue un gran estruendo. Sólo un taponazo. Una sorda explosión incapaz de alertar a nadie. Pero suficiente para llevarse parte de su cerebro y su cabeza con la bala al salir por el otro lado, salpicando de sangre y masa encefálica la pared de detrás suyo, el póster de Los diez mandamientos.
Volví a respirar. No lo hacía desde lo de la duda.