XXI

Estaba tan metido en mis pensamientos que por poco me llevo por delante a una madre con un niño en un paso cebra. Claro que la mujer cargó a las bravas, con la criatura en brazos, como quien toma parte en una cerrada ofensiva sobre posiciones enemigas al grito de «ya pararán». Y paré. Pero mi frenazo hizo que el taxi que iba detrás de mí estuviese a punto de empotrarse contra mi Mini. Le hice un gesto conciliador al taxista y éste, un tipo joven con un mostacho espeso, me correspondió con otro de comprensión. Paz y gloria.

Intenté olvidarme de Laureano Malla. Me pregunté si aún ejercería de crítico de cine en algún medio que yo no tenía controlado. No recordaba ni su nombre.

Andrés Valcárcel era otra cosa.

Me había engañado por la mañana. Ahora iba sobre aviso.

Aparqué el coche decentemente, en la calle, en un hueco que había dejado un viejo Panda que tenía todo el aspecto de haber sufrido colisiones múltiples a lo largo de su historia sin que nadie se ocupara de arreglarlo. Caminé hasta el edificio y agradecí el que en una casa como aquélla hubiese conserjes las veinticuatro horas. Le dije que iba a ver al señor Valcárcel y me franqueó el paso. Cuando llamé a la puerta me pregunté si su perro de presa, la enfermera Gómez, seguiría allí.

Tuve suerte.

– ¿Quién es? -me preguntó la voz del empresario sin abrirme la puerta.

– Daniel Ros, el detective. He estado aquí esta mañana.

La pausa fue breve. Pero fue una pausa, al fin y al cabo.

– ¿Qué desea?

– Hablar con usted un par de minutos, por favor.

Ya no hubo pausa.

– Aguarde un momento -me dijo.

El momento tardó un minuto. Con el oído pegado a la puerta, logré identificar primero sus pasos alejándose y después el apenas perceptible maullido de la silla de ruedas acercándose de nuevo a mí. Valcárcel debía de haber hecho muchas cosas durante ese minuto, porque me pareció jadeante y algo mal peinado, como si se hubiese cambiado de ropa o puesto la liviana bata de seda que llevaba. Me lanzó una pétrea mirada de abajo arriba antes de apartar su silla para que yo pudiera entrar.

– No le esperaba -reconoció.

– ¿Está solo?

– Sí.

No me dio más explicaciones. Me precedió él mismo hasta la habitación en la que habíamos hablado, su estudio. No cerró las dos puertas. Ya no había nadie. Noté su preocupación en los gestos, el rostro y la voz. Se movía más despacio, quizá tratando de pensar por qué estaba yo allí a la hora de la cena. Por eso hizo la primera pregunta:

– ¿Se olvidó de algo esta mañana?

– No, yo no -le dije-. Usted sí.

– No le entiendo.

Estaba harto de dar vueltas en círculos. No conseguiría que el asesino se me echase a los brazos confesando, sólo con hacer preguntas más o menos intencionadas y tratándoles con guante blanco. Así que ataqué. Saqué de mi bolsillo la nota que él mismo había dejado bajo la puerta del piso de Laura y se la enseñé.

En su rostro sólo apareció una leve crispación. No era ni miedo ni desasosiego, sólo esa crispación.

Tenía temple. Y dignidad.

– Sí, ¿y qué?

– No parece necesitar esa silla de ruedas las veinticuatro horas del día. ¿Mató a su enfermera o le dio el resto del día libre?

Sonrió. Debí de hacerle gracia.

– Me habría gustado hacer lo primero -reconoció-. Pero fue lo segundo.

Me senté delante de él y guardé la nota. Mi gesto le hizo entristecer la mirada. Juntó sus dos manos y esperó.

– ¿Por qué no me dice la verdad? -pregunté.

– ¿Qué verdad?

– Que aún veía a Laura.

– No la veo. Usted me alarmó con su visita y pensé que tal vez tendría problemas. Eso es todo. Por eso fui a verla. Sea como fuere, no me dé lecciones de ética, señor Ros.

– No le entiendo.

Andrés Valcárcel señaló un montón de periódicos y revistas depositados encima de una mesita.

– Un hombre activo, que se ve obligado por las circunstancias a pasar un tiempo de su vida fuera de la circulación, lee mucho, señor Daniel Ros Martí, periodista. Me había pillado.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Preferí seguir sus reglas y su juego. Se aprende mucho más escuchando lo preciso y hablando cuando es necesario. Mandamiento de oro número uno para el buen empresario. También imaginé lo que buscaba.

– ¿Qué cree que es?

– Antes, un reportaje. Ahora, después de ver esa nota en su poder, algo más.

– ¿Como qué?

– Usted tiene algo que ver con Laura, y quiere saber si yo aún estoy en la partida. Debe de estar enamorado de ella, ser celoso… Debió de creer que, si se hubiese presentado aquí como periodista esta mañana, yo no le diría ni una palabra. Y se equivocó. Soy viudo, ya no tengo nada que ocultarle a nadie. Y a un detective de verdad le hubiese dicho todavía más, sin problemas, siempre partiendo de la base de que Laura haya desaparecido, cosa que ahora no me creo.

– No busco un reportaje, ni tengo nada que ver con Laura.

– ¿Me toma por imbécil? -se rió-. Yo introduje esa nota por debajo de su puerta. Si usted la tiene, es porque tiene las llaves del piso de Laura. Ella no le daría las llaves a nadie con quien no se acostara.

Había ido a preguntarle, a practicarle un tercer grado, y me daba la impresión de que quien estaba cuestionado y debía responder era yo. Intenté darle la vuelta a eso.

– Soy su vecino -dije.

– ¿Qué?

– No le mentí del todo. Estoy investigando.

Ahora fue él quien se sorprendió.

– ¿Así que… es cierto que ha desaparecido?

– Sí.

Me sostuvo la mirada, incrédulo, y de pronto se puso de pie. Casi me asustó. Caminó sin problemas en dirección a un mueble, que una vez abierto resultó ser un bar, y desde allí me preguntó:

– ¿Quiere beber algo?

– No, gracias.

– Yo lo necesito -confesó.

Se sirvió algo fuerte y miró la botella. La gravedad de un segundo infarto le colocaba a las puertas de la muerte, pero él mismo se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago. Regresó adonde yo estaba, pero ocupó otra butaca, no su silla de enfermo.

– ¿Va a contármelo todo? -insistí-. Es tarde.

– ¿Debo contarle algo?

– Me ayudaría.

– La palabra «todo» es muy ambigua en este caso. No sé nada. Hace mucho que no la veo. ¿Qué quiere? A cambio, ¿por qué no me explica qué interés tiene en esto?

– No tengo que ver con ella, apenas la conocía. Pero soy periodista, y curioso. Alguien como Laura no puede desaparecer así como así.

Me lo estaba ganando. Valcárcel debía de ser poderoso. Mucho. Cuando se supiese lo del crimen…

– ¿Quiere que me trague eso?

– ¿Por qué no?

– Oiga, Ros. -Su tono fue condescendiente en exceso-. Laura es una mujer de bandera. Nada de lo que le pase o le afecte es casual, y no conozco a nadie que lleve pantalones y se quede igual después de conocerla. Si es su vecino, y no lo dudo, está haciendo méritos como un caballero andante para ir tras ella.

– ¿Se drogaba ya cuando estaba con usted?

– ¿Cómo dice?

– Entré en su casa con las llaves del conserje, y lo que encontré no me gustó nada. Había heroína como para tumbar a un ejército. ¿Comprende ahora el motivo de que quiera localizarla sin armar ruido? Es guapa, de acuerdo, y me gusta, ¿a quién no? Pero anda en la cuerda floja. Quiero ayudarla, como usted si lo que dice en esa nota es cierto. -Toqué su mensaje en mi bolsillo.

Su cara no cambió, pero la palabra «droga» le estaba haciendo pensar.

– ¿Me dice la verdad? -insistió.

– ¿Cuánto hace que no la veía?

– No sé, unos meses.

– ¿Llevaba manga larga o manga corta?

– No recuerdo. O sí…, espere… El conjunto se lo había comprado yo. Era invierno. Llevaba manga larga.

– Como en verano. Tiene los brazos acribillados. -Estaba en terreno resbaladizo y le aclaré-: Un día la encontré desmayada en el rellano, la entré en su piso, le quité la blusa y lo vi. Por eso lo supe.

Se dejó caer hacia atrás, estupefacto. Su sorpresa parecía real. Si continuaba amándola, como era lógico, aquello le hacía daño. Y tenía demasiados años como para sentirse avergonzado por nada. Ya no le rendía cuentas a nadie, ni a sus hijos. Sólo a sí mismo. Con un corazón en quiebra, las cosas deben verse de forma distinta. Creo que hubiera dado cuanto tenía por Laura, y hasta habría preferido vivir con ella un poco y morir feliz que hacerlo más tiempo y solo.

– ¿Por qué fue al piso de Laura?

– Ya se lo he dicho. Me alarmé con lo de la desaparición. Fui a verla para recordarle lo que ya sabe de sobra, que puede contar conmigo siempre, como la última vez. De paso…

– Así que me creyó.

– Por lo menos me dio la excusa para volver a verla.

– Francisco, el conserje, que dijo que había entrado con sus llaves en el portal, pero en cambio no hizo lo mismo con el piso. ¿Por qué?

– Sí, conservaba un juego de llaves. Me pidió las mías cuando terminamos, pero me hice un duplicado no sé por qué, tal vez como si fuera una forma de creer que todo podía volver a ser diferente. Lo que no me esperaba es que Laura hubiese cambiado la cerradura de la puerta. Claro que intenté entrar, pero no pude. De ahí que le dejara esa nota.

– ¿Tiene las llaves aquí?

– Sí.

– ¿Me deja verlas?

Se levantó, abrió un cajoncito y me entregó las llaves. La del cuartito secreto, el zulo de las cámaras, no estaba allí. Lo imaginaba, pero quise comprobarlo. Se las devolví aunque ya fuesen inútiles.

– ¿Acaba de decir que la última vez que la vio fue porque ella necesitaba ayuda?

– Dinero.

– Y acudió a usted.

– Quedamos como amigos, se lo repito. Eso era mejor que perderla, montarle el número, gritarle… Confié en que tarde o temprano volvería a mí. Cuando me dijo que estaba enamorada de otro… lo pasé muy mal. A cierta edad esas cosas duelen más, aunque se vean desde otra perspectiva, más serena y fría. No dudé de que se hubiera colgado por un hombre, pero conocía a Laura y pensé que cuando se desengañase… Ella no es de las que se atan, se casan o tienen hijos… Ella no. -Hablaba un poco a trompicones, mirando más para sí mismo que para mí-. ¿Sabe algo? Yo habría preferido verla muerta antes que con otro, y aun así me resigné y me dije que una mujer como Laura no vive sólo de amor. Soy realista. Así que cuando vino a pedirme ayuda, actué como un caballero, generoso, sin hacer preguntas, sin recriminaciones, sin un «te lo dije» ni un «lo tendrás todo si vuelves»… Nada.

– ¿Le dijo ella para qué quería el dinero?

– No. Me habló de un apuro y eso fue todo. Estaba muy nerviosa. Y desesperada. De otro modo no habría dado ese paso, porque también es muy orgullosa.

– ¿Llegó usted a conocer a ese otro hombre? Se llama Álex.

Andrés Valcárcel bajó la cabeza.

– Sí.

– ¿Por casualidad o de manera premeditada?

– Tampoco es que me rindiera sin más, sin luchar. -Me desafió con la mirada-. Quise ver cómo era mi rival.

– Contrató a un detective. -No era una pregunta.

– Lo hice yo mismo. La seguí un par de veces.

– Y comprendió de qué calaña era el tal Álex.

– Sí. -El dolor sembró de cenizas su rostro-. No pude entenderlo. Es… -Apretó los puños con rabia-. Habría entendido que Laura me dejase por alguien más joven, incluso por verdadero amor, por alguien con calidad, personalidad. Sin embargo, ese tipo… La gente que carece de clase y lo asume tiene cierta dignidad, está en su sitio. Pero ese mal bicho era todo lo que yo más odio, un perfecto vividor. No sé ni cómo explicarlo.

– ¿No trató de prevenirla?

– No me habría hecho caso. Mi única arma era dejar que reaccionara por sí misma. Cuando vino a mí en busca de ayuda vi el cielo abierto. Pero han pasado los meses…

– Fue comprendiendo que ella no iba a volver.

– Sí.

– ¿Se resignó?

– No.

– ¿La llamó, hizo algo?

– Fui a verle.

Eso me hizo abrir bien los ojos.

– ¿En serio?

– Averigüé donde vivía mientras la seguía, y perdí un poco la dignidad, porque realmente fue así. Jamás me he sentido tan humillado.

– Le ofreció dinero.

– Exactamente -asintió con la cabeza-. Y ese hijo de puta se rió de mí. Se sintió muy seguro de sí mismo, me dijo que yo no tenía bastante dinero como para comprarle a Laura. No me habló de amor. Sólo dijo eso, «comprarle a Laura», como si le perteneciera. Entonces perdí la cabeza. Dios… Nunca he sido una persona violenta. Jamás. Pero ese día me cegué. Olvidé mis años y quise pegarle, aplastarle su bonita cara de chulo. Por desgracia se deshizo de mí con facilidad y me dio dos bofetadas, más tristes que otra cosa, más ofensivas que dolorosas. Después me echó de su casa.

Se llevó una mano al pecho. Respiraba con fatiga. Temí que fuera a darle el tan temido tercer infarto. Abrió el mismo cajón de las llaves y sacó de él un tubo del cual extrajo una pastillita. Se la puso debajo de la lengua. Su expresión no cambió, pero sí serenó su ánimo.

Si no había sido el asesino, cosa que todavía dudaba, porque me estaba contando lo que con toda seguridad jamás había contado a nadie, cuando supiese que Laura estaba muerta tal vez su corazón no lo resistiese.

– ¿Supo Laura lo de su visita a Álex?

– Lo ignoro.

No tenía más preguntas. Y de todas formas él tampoco tenía más deseos de hablar. Su última mirada fue suplicante.

– Es tarde, señor Ros -me dijo.

Me puse en pie. No me imitó.

– Conozco el camino, no se preocupe. -Le tendí la mano.

– ¿Le importaría tenerme informado de lo que descubra? -correspondió a mi gesto.

Pensaba hacerlo. Si era inocente, tenía la deuda moral de decirle lo que realmente había sucedido. No sería justo que se enterara por los periódicos. Con o sin dinero, la había querido. La quería.

Me detuve en la puerta del estudio.

– Señor Valcárcel, ¿llegó usted a conocer a una amiga de Laura llamada Elena Malla?

– No.

– ¿Y a Julia Pons?

– Tampoco.

– ¿Ha oído hablar de una agencia llamada Universal?

– No, ¿qué es eso?

Negué con la cabeza.

– Olvídelo -dije.

Me fui dejándole con sus recuerdos, su soledad, su esposa muerta, su amante perdida, enfrentado a la triste realidad de que el tiempo no se recupera jamás.

Un viejo en el momento de descubrir que lo era.

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