XVI

Tenía el pie dispuesto, por si ella pretendía cerrármela en las narices. No pasó nada. Sus ojos ya eran bastante grandes, así que ahora parecían lagos. La carnosidad de los labios formaba una O que envolvía la blancura de sus dientes. Seguía llevando la misma ropa, y su respiración, agitada, hacía subir y bajar su pecho bajo la camiseta ceñida. Todo en ella resaltaba la magnitud y rotundidad de sus formas.

Aunque yo no estaba para eso.

– Hola -dije rompiendo su silencio.

Lo cerró todo, de golpe, ojos y boca. Reaccionó mejor de lo que me esperaba, con flema. Algo me dijo que estaba habituada a las situaciones límite y que pese a su juventud, llevaba algunas horas de vuelo.

– ¿Esperabas a alguien? -volví a preguntar.

– A ti, desde luego, no.

Le salió la vena combativa. Nada de mostrarse acorralada. Debió de pensar que, puesto que estaba allí, yo también le había mentido por la mañana. Ahora tocaba intercambiar algunos movimientos en aquella partida de ajedrez, buscando la forma de llegar hasta la última línea del rival. Estaba molesta por el imprevisto y lo que pudiera derivarse de él.

– ¿Puedo pasar?

– No.

– Gracias.

Se apartó para que entrara. Al rozarme con ella capté la descarga de adrenalina. De haber podido medirla, habría puesto una aguja del revés. No se resignaba, ni se relajaba. Era una gata. Peor aún, era una tigresa. Estaba tensa al cien por cien, recelosa y dispuesta para la batalla.

No caminé por delante de ella. No le di la espalda. Esperé a que cerrara la puerta y me precediera. El piso era grande, espacioso, pero no estaba lo que se dice arreglado. No había apenas muebles. Al pasar por delante de lo que debía de ser la habitación principal vi una enorme cama, redonda, con el colchón de agua. Eso lo supe porque todavía se movía. Ella debía de haberse tumbado en él. Pasamos de largo y desembocamos en una sala decorada con fría modernidad, llena de butacas y sofás, tapices y luces indirectas. Había un gran aparato de televisión, un vídeo, un DVD y un reproductor de CD.

– No está mal -comenté.

– Es de alquiler -dijo sin que yo entendiera el por qué de su explicación-. Me cuesta un riñón.

– Los hay más baratos.

– Y también hay barracas en La Mina.

– Oye, quien debería estar molesto soy yo, ¿vale?

– ¿De verdad?

Se cruzó de brazos delante de mí y me clavó su mirada de fuego. Pese a su juventud, me pareció todavía más mujer que por la mañana. Muchos hombres habrían perdido ya el trasero por ella, y se lo haría perder a muchos más. Yo no quería entrar a saco en un cuerpo a cuerpo con ella. Necesitaba que estuviera menos combativa, más dispuesta a hablar. Conté hasta diez.

– Escucha -le propuse-. ¿Por qué no hablamos sinceramente, los dos, sin violencia?

– ¿De qué?

– De Laura, de lo sucedido, de lo que hemos estado haciendo tú y yo desde esta mañana.

Me senté en una butaca. Ella siguió de pie. Junto a una puerta vi la misma maleta de la mañana, la que llevaba al entrar en el piso de Laura. Julia siguió la dirección de mi mirada.

– Aún no la he deshecho -se justificó sin que yo le preguntase-. Todo ha sido tan…

Por un momento me dio la impresión de que perdía fuerza.

– Ven, siéntate -le pedí.

– ¿Quieres beber algo?

– No, gracias.

La verdad es que no quería perderla de vista.

– Yo sí -exhaló-. Tengo la boca seca.

– En este caso beberé un vaso de agua.

– De acuerdo.

Desapareció por el pasillo y me levanté automáticamente. La vi entrar en la cocina. Escuché el ruido de unos vasos, la nevera al ser abierta y cerrada, y el tintineo de unos cubitos de hielo. Volví a la butaca y esperé. Mi chaqueta ya no podía estar más arrugada y mojada. Pero allí se estaba bien. En alguna parte debía de refrescar el ambiente un aparato de aire acondicionado puesto a no demasiada fuerza. Julia reapareció con una bandejita. La colocó en una mesa. Lo mío era agua. Lo suyo, no. Lo suyo era un buen latigazo de whisky. La botella estaba en la bandejita. Bebí un par de sorbos. Ella apuró de un solo trago el contenido de su vaso.

– ¿De verdad eres el vecino de Laura?

– Sí, ya ves que vivía enfrente.

– ¿Tenías con ella…?

– Nada. Soy periodista, y eso es todo. No me gusta que maten a mis vecinos mientras duermo. Y menos a alguien como ella.

– ¿Nunca intentaste nada?

– No.

Sonrió y el tono irónico de sus ojos me hizo daño.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó.

– Todo.

– Todo es mucho, y más si no tienes ni idea de nada.

– Tengo tiempo.

– ¿Ah, sí? -me espetó-. ¿Vas a quedarte a vivir aquí?

Con ella, me gustaría. Una fantasía hecha realidad nunca está de más. Pero no se lo dije. Intenté reorganizar mis pensamientos. No resultó fácil ponerlos en orden.

Me remonté al principio de la historia.

– ¿Por qué volviste a entrar en el piso de Laura esta mañana, después de que yo me hubiera ido?

– ¿Cómo sabes que volví a entrar?

– Si vas a contestar a cada pregunta mía con una pregunta tuya, esto será eterno. Cuanto antes sepa algunas cosas, antes me iré, ¿de acuerdo?

– Oye, ¿a qué juegas?

Cerré los ojos. Había sido un mal día, y aún le quedaban horas.

– Por favor… -le pedí después de contar de nuevo hasta diez-. Entraste en el piso, moviste las fotografías, y creo que hasta te llevaste una fotografía de la habitación de Laura.

– Eres un cerdo. Sí tuviste algo que ver con ella.

– ¡No! Sólo volví a entrar y vi los detalles. ¿Te importa?

– Yo no me llevé nada.

– Algo buscaste. ¿Qué era?

– No te importa.

– ¡Mierda! -grité.

Ella gritó más que yo, -¡Mierda tú, joder! ¿No me crees? ¿Y quién te cree a ti, eh? ¡No te conozco, tío! ¡Cuando te vi allí pensé que eras el asesino, a pesar de tu rollo! ¿Qué se supone que debía hacer? Llego, te encuentro, me dices que Laura ha muerto y no me dejas entrar. Luego me dejas en un piso extraño, te largas y me dices que llame a la policía. ¿Y si Laura tenía las llaves de aquel piso, lo sabías y te metiste en él para confundirme? ¿Me tocaba a mi llamar a la pasma y hundirme en el problema? ¿Crees que nací ayer?

Tenía su lógica. Lo reconocí.

Y hablaba como una experta.

– De acuerdo, está bien -intenté calmarla-. Los dos desconfiamos, y es lógico, pero ahora es distinto.

– ¿Por qué es distinto?

– Yo no estaría aquí si la hubiese matado, y tú…, bueno, no sé quién eres, aún no tengo ni idea de qué papel tienes en todo este lío. Para empezar, no eres la prima de Laura.

– Te dije lo primero que se me ocurrió.

– ¿Y lo de no llamar a la policía?

– ¿Tu excusa es mejor que la mía? A ti te ha dado por salir a investigar, y a mí esa gente no me gusta. Hacen preguntas, te marean, y a la que pueden te cargan todos los mochuelos. No he querido problemas, y más después de verla a ella…

Recordarla la hizo palidecer. Se sirvió otra generosa ración de whisky que desapareció con tanta rapidez como la primera.

– ¿Por qué no te gusta la policía?

– Eso es asunto mío.

– ¿Antecedentes?

No me contestó. Me lanzó una de sus miradas atravesadas, llenas de animadversión personal. Con unos ojos como los suyos, eran mortales.

La sostuve y volvió a relajarse un poco.

– ¿Por qué te interesa saber quién la mató?

– Te lo he dicho.

– ¿Vas a escribir un reportaje?

– Tal vez. Depende de lo que encuentre.

– Te gustaba Laura, ¿eh?

– Sí -reconocí.

– No hiciste nada en vida, y ahora quieres hacerlo cuando ha muerto.

– Julia…

– No sé quién la mató.

– Lo imagino. Pero sabrás cosas.

– No, no creo.

– Escucha. -Me estaba hartando de dar vueltas en círculos, así que lancé una andanada, como quien dispara con una escopeta de perdigones a una bandada de patos esperando darle a uno-. Quiero saber qué relación había entre Laura y tú, y entre Laura y Elena Malla, lo que pasó ayer en el entierro, por qué Laura lo pagó todo teniendo Elena un padre, qué papel tiene Álex en todo esto, por qué fuiste a verle hace un rato, y que por qué te entrevistaste con Ágata Garrigós, cerca de su casa, después de que ella estuviese en el piso de Laura y le dejase una misteriosa nota bajo la puerta.

Logré impresionarla.

– ¿Cómo coño sabes tú todo eso?

– Te dije que iba a investigar.

– Pues te has movido mucho -advirtió-. O tienes una varita mágica o te cunde el tiempo.

– No ha sido tanto como parece. Sólo tengo un montón de datos sin sentido. ¿Vas a ayudarme?

– Te las apañas muy bien solo.

– Julia… -repetí hastiado.

– ¿Te crees que sé de qué va esto?

– Algo más que yo sí sabrás. Espero que te interese saber quién le hizo todo eso a tu amiga.

– Tuvo que odiarla mucho -musitó.

Se sirvió el tercer whisky. Tenía aguante. Yo apuré mi vaso de agua. Sentado delante de ella y con la falda tan corta, le veía la ropa interior, de color negro brillante. No era lo que se dice recatada. Pasaba mucho. Y de mí, más. Tal vez me provocase jugando con sus armas. Sabía que las tenía. Debía de saberlo desde que tenía doce o trece años, y vivía con ello a cuestas. Su desparpajo era el de alguien que tiene seguridad en sí misma y domina las debilidades de los hombres.

– ¿Cómo has sabido mis señas?

– Te he seguido desde casa de Álex.

– ¿Qué hacías allí?

– Lo mismo que tú. No contesta al teléfono.

– ¿Y cómo has dado con él?

– La agenda de Laura. -La saqué del bolsillo y se la mostré. Eso debió de ser el golpe definitivo.

– Escucha… Lo siento. -Se llevó una mano a la cabeza-. Estoy tan desconcertada como tú, ¿vale? Tengo su imagen aquí y aún no sé… ¿Qué clase de hijo de puta le hace eso a alguien? ¿Puedes decírmelo?

Empezábamos a entendernos.

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