XII

Me sentía mal, hecho una mierda, pero marqué el número de Álex otra vez.

Seguía comunicando.

Colgué y regresé al Mini. Una vez sentado me sentí peor. La Laura de la película era un ángel. La mía posiblemente también, pero sobre todo para quien pudiera pagar sus servicios. La vida real era así: un asco. Pagar un piso en Juan Sebastián Bach y vivir a todo tren no era fácil. Luis Martín me lo había dicho: ¿trabajar en el extranjero? No. Laura no.

Así que la razón era evidente. Laura ya no era modelo, ni candidata a actriz. Seguí escuchando la voz del fotógrafo:

– No todas lo consiguen. Muchas se quedan por el camino.

Y Andrés Valcárcel me había hablado de su amor por el dinero y de su prisa por llegar.

¿Adónde?

No estaba de humor. El día empezó mal y ahora se ponía horrible. En unas horas Laura había pasado de ser un ángel a convertirse en un demonio. O una superviviente. Demasiado. Soñar con ella fue barato cuando creía que tenerla era imposible.

¿Y si llamaba a la policía y me olvidaba de todo?

Ahora resultaba que podía haberla matado cualquiera. Había una larga lista de candidatos. Su agenda estaba repleta de nombres masculinos. Eso era trabajo de Paco y los suyos.

Fuera como fuese, no merecía una muerte tan cruel.

– ¿En qué parte del camino dejaste de creer? -dije en voz alta.

No suelo dejar aquello que empiezo. Lo sé. Lo sabía. Era absurdo fingir. Tozudez, orgullo o sentido del deber periodístico. En aquel momento podía ser todo o nada al mismo tiempo. Laura, Laura, Laura. Sólo ella. Ella y lo que le habían hecho. En cualquier caso, si le debía algo a alguien, era a mí mismo.

Regresé a la cabina telefónica, rendido.

Me esperaban unas largas horas de preguntas a la caza de una sola respuesta.

Álex continuaba comunicando. Marqué el número de información y mis amigas me dijeron que en la calle Villarroel había dos floristerías. Anoté las señas de ambas. Otra vez con Álex. Más de lo mismo. Fuera quien fuese, debía de estar pegado al teléfono. De vuelta al coche me fui de la parte alta y bajé al centro por Muntaner, hasta la calle Villarroel. Tuve una de mis corazonadas. De las dos floristerías, escogí la que quedaba más cerca del Hospital Clínico. Corona y flores, por asociación, equivale a entierro. Con un hospital cerca, la elección tenía mucha más lógica. Por desgracia y dada la hora, las personas decentes estaban descansando. Ya era muy tarde, y no tenía hambre, pero quedaba media hora para que la tienda abriese. Así que metí el coche en el aparcamiento de Casanova y entré en una «frankfurtería» situada enfrente de la floristería a tomarme un bocadillo. Pasé el rato escuchando una nada original conversación de pareja sobre la comida basura, las relaciones y la necesidad de orden «llegado el momento», para no acabar descontrolados. El tipo me pareció acorralado. Ella, con las alas desplegadas, iniciaba el asalto final. Según él, con una hora para la comida y teniendo un turno tan malo, bastante hacía con tomarse algo. Según ella, cuando vivieran juntos le prepararía cualquier cosa aunque fuera para llevárselo en una fiambrera. Siempre tendría más valor nutritivo. A él, lo de la fiambrera debía sonarle a albañil de los buenos tiempos.

Intenté concentrarme en Laura y lo que sabía hasta el momento.

Además de la extraña llamada, la visita de la tal A. G. y otros detalles menores.

– ¿Así que sólo te veré por las noches? -protestaba la mujer-. Pues vaya.

Al otro lado de la calle, y cinco minutos antes de la hora, vi que la floristería abría la puerta. Me levanté feliz de volver a la actividad, me acerqué a la barra y pagué la cuenta procurando que dispusiera de un nuevo aporte de monedas para llamadas telefónicas. Salí a la calle, crucé la calzada y entré en la tienda. Al momento me asaltó un fuerte olor a mil esencias. Después de haber estado oliendo a muerto, aquello fue balsámico.

Me animó un detalle: la dependienta leía una de mis novelas policiacas. Me animó otro detalle: lo hacía con pasión, cerca del final y del desenlace. Me desanimó un tercer detalle: era demasiado joven para mí. Me acodé en el mostrador y esperé a que levantara los ojos. Su sonrisa estaba llena de armonía y calor.

– Hola, ¿qué desea?

– Perdona, ¿recuerdas si una señorita llamada Laura Torras compró ayer una corona de flores aquí?

– ¿Laura…? ¡Oh, sí, sí, Laura Torras! -Sus ojos se abrieron con intensidad. Salvo por sus manos, llenas de cicatrices debido al trabajo, con las uñas romas, era muy agradable-. Yo misma la he llamado por teléfono esta mañana. ¿Viene a por ello? -Abrió un cajón, bajo el mostrador, y extrajo de él un cheque que me enseñó-. Mire, ¿ve? Arriba escribió correctamente la cantidad, pero abajo, en letras, sólo puso «tres sesenta». Se olvido el «cientos». Nos dimos cuenta demasiado tarde y los bancos son tan puñeteros… Bueno, quien se dio cuenta fue el dueño, anoche. Y menudo es él.

– ¿Sabe por qué no pagó con tarjeta de crédito?

– No lo sé -dijo la muchacha-. El encargo se hizo por teléfono y quien tomó nota de él fue la dueña. Ahora no está aquí. Creo que la conocía por haber vivido cerca o algo así, no presté atención. El pago se hizo en el lugar de la entrega, y supongo que con un muerto delante y los nervios… Un respeto, ¿no? Además, si la conocían…

Era comunicativa, afable. Tampoco le había dado mucho tiempo a reaccionar. Seguía con el talón que ya jamás iban a poder cobrar entre las manos.

– ¿Dónde se entregó la corona?

– Aquí al lado, en el Clínico.

– ¿A nombre de quién? Bueno, quiero decir que si la cinta y el crespón llevaban alguna indicación especial, un nombre…

– No lo sé. Tendría que mirar en el libro de pedidos.

– ¿Puedes hacerlo?

Mi suerte desapareció allí. El talón desapareció de mi vista, devuelto al cajón, y ella se puso firmes y en guardia. Frunció el ceño.

– ¿No venía a pagar la corona?

– No.

– ¿Entonces a qué vienen tantas preguntas?

En España nadie saca billetes como en las películas, ni le guiña un ojo a la chica haciéndose pasar por el chico. Utilicé la verdad.

– Soy periodista -dije-. Esto es una investigación oficial.

– ¿Que tiene que ver…?

– Vamos -la interrumpí con misterio-. Será mejor que me lo cuentes a mí que a la policía.

– ¿La policía? ¿Por qué?

– Ha habido un crimen -la asusté-, y esas flores forman parte de la investigación. Estoy escribiendo acerca de ello.

No le di tiempo para que lo pensara demasiado. Logré impresionarla. Por eso le gustaban mis novelas. Debía de meterse hasta el alma en ellas. El libro de pedidos estaba sobre el mostrador. Lo empujé suavemente hacia ella y conseguí que lo abriera casi por inercia. Buscó por entre una marea de anotaciones hechas con una letra nefasta hasta que detuvo el índice en una.

– Aquí está -señaló-. Laura Torras para el entierro de Elena Malla. Entrega a las doce y media de la mañana. Inscripción en la cinta: «Tu amiga. Eternamente, Laura».

Al levantar los ojos del libro se encontró con mi sonrisa.

– Gracias.

– No hay de qué -musitó.

Yo ya estaba en la puerta cuando me detuvo.

– Oiga, el talón…

Le mostré mis manos desnudas e insolventes.

– Me temo que tu jefe va a hacer algo más que enfadarse. -Luego apunté con el índice de mi mano derecha al libro y pregunté-: ¿Te gusta?

– Sí.

– Cuando lo termines léete Las horas muertas. Es mi favorito.

– Ya lo he leído -me sorprendió-. Y prefiero El secreto.

Decidí comprar todas mis flores en esa floristería llegado el momento en que tuviera que comprarle flores a alguien. Salí, caminé unos pasos para alejarme de su proximidad y extraje la agenda electrónica de Laura. El nombre de Elena Malla figuraba en ella, con dirección y teléfono incluidos. Vivía en Sants, cerca de Badal. Era otra pista ambigua, como todas, pero era la única alternativa que tenía de momento. Allí donde hubiese muertos, se producían acontecimientos.

Caminé hasta la entrada del Clínico por aquel lado, el de la calle Villarroel. Si no recordaba mal, de otra luctuosa visita anterior, Pompas Fúnebres estaba por allí cerca, en el largo pasillo de la planta inferior. Me alegré de acertar y de que nada hubiese cambiado por esa parte del hospital. El lugar era una especie de sala no muy grande, sin ventilación, con algunas mesas y sillas. Un letrero de «Prohibido fumar» destacaba por encima del resto. Tuve que esperar cinco minutos a que un hombre terminara de vender un nicho a unas mujeres enlutadas. Cuando se retiraron me senté delante de él. Demasiado rápido para su gusto, así que le puse mi carné de periodista por delante.

– ¿Puedo hacerle un par de preguntas?

Suavizó la expresión, aunque menos de lo que cabía esperar.

– ¿Algo genérico o concreto? -inquirió con profesionalidad.

– Concreto: el entierro de Elena Malla.

– Llega un día larde -distendió los labios-. Eso fue ayer.

– Necesito información. -Fui aún más concreto.

– ¿Era alguien importante? -vaciló.

– Tal vez. Eso es lo que estoy investigando. Puede que haya algo detrás. ¿Recuerda quién pagó el entierro?

– Sí, desde luego. -Le cambió la cara. Un rayo de luz se la atravesó de lado a lado mientras hacía un gesto de admiración con la mano derecha-. Es imposible de olvidar.

– ¿Una mujer joven y muy guapa?

– La misma.

– ¿Qué parentesco tenía con la finada? -Fui exquisito en el lenguaje.

– Ninguno, creo.

– Entonces ¿cómo apareció por aquí?

– Me parece que fue la única dirección o teléfono que encontraron los de urgencias. La llamaron, vino, y eso es todo.

Los tres cheques del talonario de Laura encajaban: hospital, entierro y flores.

– ¿La trajeron de urgencia?

– Sí, anteayer, aunque ya no pudo hacerse nada. Ésta lo hizo bien.

– ¿El qué?

– Pues el suicidio. ¿No lo sabía?

Por la cara que puse comprendió que no, que no lo sabía. Y se suponía que era un periodista informado.

Eso fue todo lo que saqué de él.

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