VII

Rodolfo Albesa, Robi para los amigos, no estaba en la ferretería de su padre. En realidad tampoco estaba su padre, ya que había muerto, ni la ferretería, que había sido clausurada porque seguramente los ordenadores no llevaban tachuelas. En un bar me indicaron dónde se hallaba antes la ferretería, ahora convertida en una tienda de alquiler de vídeos. Y en la tienda de alquiler de vídeos fue donde me dijeron que el señor Albesa había pasado a mejor vida mientras veía un partido de fútbol. Su hijo, Robi, tenía ahora un nuevo negocio en la plaza de la Corona, haciendo esquina con Josep Anselm Clavé. Di un par de vueltas con el coche, me perdí, y logré orientarme después de aparcar muy cerca.

El nuevo negocio de los Albesa también era muy propio: lápidas de mármol para tumbas de buen ver. De chucherías para el bricolaje y elementos de construcción a revestimientos externos para almas caídas aunque no olvidadas. Me vi obligado a poner cara de funeral cuando entré en la tienda. Una niña-palillo se me acercó dispuesta a lo que fuese. No tenía nada de carne. Era todo huesos y estaba tan blanca como los mármoles blancos que vendía, aunque vistiera tan de negro como los mármoles negros que también vendía. Me estremecí al imaginarme a Laura casada con Rodolfo Albesa y vendiendo lápidas, aunque siguiese viva. La niña-palillo, con voz de pésame anticipado, me preguntó qué deseaba. Le pregunté por Robi así, directamente, como si fuéramos amigos de toda la vida. Entonces dejó de ser eficiente y profesional y adoptó una actitud de ligero fastidio.

– Aún no ha llegado -me soltó con tan poco calor como el de las tumbas que revestía.

Dada la hora, o iba sobrado o el negocio no se animaba en verano.

– Tengo que hablar con él, y es urgente -insistí.

– Puede tardar cinco minutos, o media hora.

– O no venir en lo que queda de mañana -sugerí yo.

– También.

– Es que he ido a su casa y no estaba -me arriesgué.

Tuve suerte.

– Se mudó hace un mes.

– Ya decía yo.

No es fácil ser agradable con una niña-palillo que te pone cara de asco. Busqué la forma de mantenerme impertérrito sin perder encanto.

– Verás, hemos perdido a alguien muy querido para los dos, y tengo que verle antes de que… Ya me entiendes, ¿no?

No creo que me entendiera, pero debía funcionar a base de muertos.

– ¿Sois amigos?

– Sí, y también de Laura Torras.

– Ah.

Me arriesgué aún más al decir el nombre, porque a lo mejor era su novia o su mujer. Pero lo hice. Funcionó. La niña-palillo me dijo que probara en su nueva casa, y hasta me dio las señas. No estaba lejos: vivía en la avenida Prat de la Riba. Se lo agradecí diciéndole que estaba en deuda con ella y, como respuesta, me enseñó dos filas de dientes mal colocados arriba y abajo de sus mandíbulas. Y sin correctores. Quiso ser una sonrisa.

Salí de allí pasando junto a un ángel con las alas extendidas y cara de mártir mirando al cielo, como si no quisiera ir o fuera el peor de los sitios. No lo había visto cuando entré. Al pie pude leer: «Familia Sanz-Rocamora».

Siempre he querido que me incineren después de repartir mis órganos.

Pasar la eternidad con un ángel de alas extendidas que mira al cielo llorando presidiendo tu tumba debe de ser…

Robi me abrió la puerta de su casa en bata y pijama. Mi llamada no le había despertado, pero desde luego no hacía ni diez minutos que estaba levantado. Todavía no se había pasado por la ducha, tenía el cabello revuelto y la barba del día anterior. Pero era el clásico guaperas, de ciudad o de pueblo, guaperas listillo que no casaba nada con lo de la ferretería, pero menos con lo de las lápidas. Imaginarme a Laura con él fue otra sensación vacua. Me recordó al Mark Wahlberg de Boogie Nights, sin saber por qué.

– ¿Sí?-Me miró dudoso.

– ¿Puedo hablar con usted? -Mantuve la distancia-. Es importante.

– ¿Importante para quién?

– Para los dos.

– ¿De qué?

Tenía un par de opciones, y escogí la más fácil, la que suele abrir todas las puertas porque no hay casi nadie que no aspire a sus cinco minutos de gloria, a poder ser en la televisión, pero, si no, en la prensa o la radio. Saqué mi carné de periodista y se lo enseñé. Tuvo que abrir la luz del recibidor para poder leerlo. Lo sostuvo él mismo en las manos y no pareció impresionarse demasiado.

– ¿Periodista? -repitió.

– Quiero entrevistarle.

No se movió de sitio. Creo que pensó que era una broma y estaba decidiendo si me largaba o metía la pata haciéndolo. ¿Le juraba por mis muertos que lo había escogido como representante del comercio de lápidas para que hablase de la expansión del sector? No iba a dárselas tan fácilmente, y con eso no conseguiría que me hablase de Laura.

Si estaba resentido con ella también sería peor.

– ¿Una entrevista? -reaccionó por fin-. ¿A mí? ¿Por qué?

Total, estaba dando palos de ciego. Me lo jugué todo a una carta.

– Por Laura Torras.

Creo que le pudo más la curiosidad que el despecho. Primero creí que iba a estamparme la puerta en las narices. Después frunció el ceño y me miró de arriba abajo sin saber dónde ubicarme.

– ¿Conoce usted a Laura?

– Sólo profesionalmente y desde hace un par de días -dije sin mucho compromiso.

– ¿Quién le ha dado mi nombre?, ¿ella?

– Sí.

– ¿En serio?

– ¿De qué otra forma podría estar aquí si no? Estoy haciendo un reportaje sobre Laura, y me aseguró que usted era la persona que mejor la había conocido antes de irse a Barcelona.

No sé si me creyó, pero tragó saliva con aparatosidad y acabó apartándose de la puerta para dejarme entrar en su casa. Le seguí hasta una salita muy pequeña en la que reinaban un televisor grande y un par de vídeos interconectados. La mayoría de las cintas diseminadas por encima de la mesa y la estantería eran de artes marciales -Bruce Lee, Jet Li y Jackie Chan- y pornográficas, al cincuenta por ciento. No hizo nada por disimularlas. Robi se consolaba como podía, aunque también debía de tener éxito en vivo. No creo que la noche anterior hubiese estado trabajando en su negocio. Me hizo sentar en una butaquita y él ocupó una silla frente a mí.

– ¿Qué le dijo Laura?

– No mucho. Me habló de cuando eran novios, de lo que hacían, de que fueron los mejores años de su vida a pesar de que deseaba irse para triunfar… Le tiene aprecio.

No tragaba. Robi era el novio despechado, que seguía soltero, según los padres de Laura, porque no se la quitaba de la cabeza. Con los años transcurridos y su aspecto, tampoco hubiera jurado que su soltería fuese debido a un ataque de nostalgias por mi vecina. Fuera como fuese, alguna marca debía tener.

– ¿Va a poner mi nombre en el reportaje?

– Eso depende de usted. Si me autoriza, sí. Si no, pues no.

– Mire, me da igual, porque de todas formas dudo que vaya a utilizar nada de cuanto pueda contarle.

– No entiendo.

– Yo aún entiendo menos que ella le haya pedido que hable conmigo, aunque… -Hizo una mueca de sorna-. Bueno, puede que sí. Estaba loca entonces y ahora debe de estarlo más.

– Vaya. -Me hice el sorprendido.

– Ser guapa y tumbar de espaldas no significa que… -Le fastidiaba hablar de ella-. ¡Bah!, ¿qué más da? Loca de remate. Aquí tenía algo, pero ella no, quiso irse a Barcelona, a comerse el mundo. Cuando eres la belleza de un sitio piensas que serás la reina, pero en Barcelona y en todo eso de las modas y la publicidad, ninguna es fea, y entonces eres una más. ¿Cree que no sé lo que pasó al comienzo?

– ¿Qué pasó?

– ¿De verdad desea oírlo? -Le extrañó que quisiera la basura cuando se suponía que iba a hacer un reportaje ensalzándola, aunque yo no le había dicho nada-. Los primeros dos o tres años lo pasó fatal. Tuvo que arrastrarse hasta… Yo lo supe. Supongo que debió de pensar que no era así, pero lo supe. Una vez hasta la llamé diciendo que volviera, como si no hubiera pasado nada. Y se rió de mí. Dijo que llegaría a la cumbre. Dijo que tendría mucho dinero. Era todo lo que le interesaba: el dinero.

– Ahora está en camino de ser una estrella -le mentí.

– ¿Una estrella? -Me miró de forma atravesada-. Va a terminar en la calle, ¿sabe? -Se puso aún más tenso. Lo de que su ex triunfara empezó a ponerle de los nervios-. ¡En la puta calle! En dos días se le pasará la onda, ¿y entonces, qué? -Sus ojos destilaron fuego-. ¿Con quién se lo ha montado para llegar a eso?

– Bueno, va a hacer una película. -Tenía que decir algo.

– Es increíble. -Robi se dejó caer hacia atrás. Si la noche no había sido buena, aquello le estaba fastidiando el día.

Uno que odiaba a Laura.

– ¿Cuánto hace que no la ve?

– No lo recuerdo…, unos años.

– Usted la quería, ¿verdad?

– ¡Cono, claro que sí!

Amor-odio. Si Laura triunfaba, odio. Si fracasaba, amor.

Hubiera deseado verla aparecer de vuelta, con el rabo entre las piernas y llorando. La hubiese perdonado.

Y a vender lápidas en lugar de la niña-palillo.

– ¿Durante cuántos años fueron novios? -pregunté por preguntar algo, en busca de un indicio que no creía que él pudiera proporcionarme si no sabía nada de la actual vida de Laura.

– ¿De verdad va a meter todo esta mierda en un artículo? -vaciló.

– Sí.

– Dios, Laura, estás… como una puta regadera -rezongó.

– Es una historia de fondo humano, ya sabe: la chica de pueblo que llega a ser modelo y actriz. Y me interesa su opinión, imparcial y auténtica. Usted la conoció antes que nadie, en su mejor momento, en la adolescencia, cuando…

Apretó las mandíbulas. Por un lado quería hablar, gritarme su verdad. Por el otro, odiaba hacerlo.

– Entonces era una chica normal, ¿vale? -Se encogió de hombros-. Y desde luego nadie pensaba que fuera a conseguirlo. Cuando se marchó, todo el mundo dijo que acabaría mal, que…

– ¿Sí?

– No, nada -suspiró.

– ¿Pensaron que acabaría mal?

Seguía odiando todo lo que tuviera relación con Laura, incluido yo.

– ¿No lo hacen todas las que fracasan?

– No.

– ¿Y todas las tías buenas que están con viejos forrados?

– Tal vez de haber fracasado, habría vuelto -dejé ir.

– Ella es tozuda. Como una mula. Y tengo que reconocer que es lista. Loca pero lista.

Se contradecía, pero no se lo dije. Tal vez, si le pinchaba un poco más…

¿Qué?

– Cuando alguien sueña con ser modelo o actriz… -divagué.

– Todas las chicas sueñan con eso a los quince años, hasta que maduran y ven de qué lado está la realidad.

No le dije que algunas lo consiguen, y que, desde luego, alguien tiene que lograrlo, que ésa es la trampa.

– En ella fue algo más que un sueño.

– La culpa no fue suya, sino de Luis Martín.

– ¿Quién?

– Luis Martín, el fotógrafo. ¿No le ha hablado de él?

– No.

– ¿Lo ve? Era un hijo de puta. Hasta ella debe de haberlo comprendido.

– ¿Fue ese fotógrafo quien la descubrió?

– ¿Descubrirla? -Soltó una risa hueca-. Lo único que quería de ella era cepillársela.

– ¿Qué edad tenía Laura entonces? ¿Diecisiete años?

– Sí. Y fue Martín el que le metió en la cabeza los últimos pájaros, lo de que sería una gran modelo y después una formidable actriz. La convenció él para que fuera a Barcelona a «dar el salto». Ahí se fue todo a la mierda. Martín era el primero que le hacía caso, y eso fue decisivo.

– Laura…

– Oiga, mire. -Se puso en pie de un salto. Ni publicidad para sus lápidas ni fama. No quería ser el ex despechado por la bella-. Tengo que ir a trabajar y le repito que no puedo decirle nada. Han pasado casi diez años. No sé qué ha hecho ni qué hace. Y en cuanto a lo nuestro…, ¡a la mierda con lo nuestro! Hace una semana que me he prometido y no quiero que mi novia me vea relacionándome con modelos. Ni le he hablado de Laura. Hágame un favor: olvídese de mí.

Lo de la novia podía ser verdad y podía ser mentira. Pero estaba en un callejón sin salida salvo por una cosa: lo del fotógrafo. Rodolfo Albesa no daba para más. Si practicaba artes marciales como parecían indicar todos aquellos vídeos, debía estar cuadrado. Yo también me levanté poniendo cara de pena.

Caminó hasta la puerta y le seguí.

– ¿Se muere mucha gente?

– Menos de la que debiera -me soltó con sequedad.

¿Un mensaje subliminal?

Encima de un mueble, en el pasillo, antes de llegar al recibidor, vi las llaves de un coche, las del piso y la cartera del dueño de la casa. Y también un programa o prospecto promocional de una sala de baile de Barcelona, el Sutton, en la calle Tuset.

Abrió la puerta y me detuve en ella con la mano extendida. Me la estrechó. Se lo solté entonces.

– ¿Sabe dónde podría encontrar a Luis Martín?

– Tenía un estudio en la calle Entenza de Barcelona, no sé.

Nuestras manos se separaron. Sus ojos no eran nada amigables.

– Felices lápidas -le deseé.

Загрузка...