XXXV

Escuché el lejano zumbido del timbre del teléfono cuando salí del ascensor.

Miré la puerta del piso de Laura, pero abrí la mía impulsado por la llamada, aunque estaba casi seguro de que sería del periódico y me armarían la bronca.

Dejé atrás la imagen de mi vecina…, las moscas…, todo.

Llegué junto al aparato y entonces lo odié. Me habría gustado tomarme un minuto más para pensar, para tomarme un baño y asearme, para…

¿Para qué?

– ¿Sí? -pregunté temeroso.

De todas las personas del mundo que habrían podido llamarme, a quien menos esperaba era a ella.

– ¿Daniel?

– Julia?

– Sí.

Me tomé parte de aquel minuto, unos pocos segundos, para respirar. Luego me dejé caer en uno de mis sacos.

– Daniel, ¿estás bien?

– Supongo que sí -respondí pensando en la pistola de Laureano Malla y en que pudo haber sido peor.

– Quería que supieras…

– No hace falta.

– Creo que sí. Siento todo lo que ha sucedido y…, bueno, no sé ni cómo decírtelo.

– Te has enamorado de mí y necesitas tranquilizar tu conciencia -bromeé sin muchas ganas.

– Desde el primer momento fuiste un ángel -declaró-. La única persona honrada de este embrollo. Te lo debía. Por eso te he llamado.

– ¿Y para tranquilizar tu conciencia?

– No, eso no. No le he robado el dinero a nadie. Iban a pagar, y han pagado. Sé que tú les habrás llevado los negativos.

– Sí, debo de ser transparente.

– Sin ti, las cosas se me habrían complicado mucho.

– ¿Ya sabes que sesenta mil euros no dan para mucho?

– Son mejores que nada.

– ¿Y luego qué?

– No te preocupes por mí. Sé caer de pie.

El tono era agradable, casi dulce. Dos amigos conversando de algo trivial. Ni el rollete que había habido entre los dos ni los asesinatos importaban.

– No pensaba preocuparme por ti -la tranquilicé.

– Escucha, quiero que sepas algo. -Habló con un poco más de convicción-. Yo llevaba muy poco tiempo en la agencia, apenas tres meses, desde comienzos del verano. Todavía no tenía nada, así que no he dejado mucho tras de mí.

Tres meses o tres años, ¿qué importaba?

Nunca había hecho el amor con alguien como ella.

– Eres inteligente -reconocí-. Siempre has estado protegiendo tus intereses por encima de todo, cubriéndote por si acaso. Te llevaste las fotos de Laura y Álex para que no le relacionaran a él con ella. Te llevaste las fotos de Laura y Constantino Poncela porque, al no aparecer Álex, temiste que algo se hubiese estropeado, y con razón. Después, al no dar con Álex, tomaste las riendas del asunto, llamaste a Ágata Garrigós… -Reflexioné un momento y pregunté-: ¿Por qué no llamaste también a Poncela?

– No sabía si Álex había hecho ya la operación. Como has dicho, fui a lo seguro.

– Y, por último, me salvaste de él y de su gorila en la plaza Kennedy.

– Fue una simple precaución. Sólo te tenía a ti.

– ¿Y el resto?

– ¿Qué resto?

– ¿Es cierto que Laura pensaba dejar a Álex?

– Sí. Ya estaba bastante mal, y la muerte de Elena la descompuso del todo. Le recriminó a Álex lo sucedido y discutieron. Tampoco estaba de acuerdo en que ella tuviera que utilizar su piso para las operaciones. Pensaba que un día uno de los clientes podía hacer algo. Y quería desengancharse.

– ¿A quién se le ocurrió lo de las fotografías y los clientes?

– A Álex. Lo vio en una película y la idea le gustó.

De nuevo el cine. Toda la historia tenía el mismo denominador común.

– ¿Por qué aceptó Laura?

– Por él. Lo habría hecho todo por él. Le quería.

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿Tú también le querías?

Se produjo una pausa.

– Sí, porque lo nuestro era diferente. Iba en serio.

– Seguro.

– ¡Vete a la mierda!

No fue un grito, sólo una protesta, un último eslabón desesperado que se desgajaba de sí misma. No le gustaba oírmelo decir, y se lo había dicho varias veces a lo largo de nuestros encuentros del día anterior.

– Voy a colgar -anunció, recuperada.

– No, espera.

– ¿Qué más quieres?

– Esta mañana, tu cambio de humor cuando me he despertado, ¿formaba parte de la misma comedia?

– ¿Qué quieres decir?

– Anoche necesitabas que me quedara contigo, y lo conseguiste. Un diez. Esta mañana te corría prisa que me fuera con la maleta llena de papeles.

– Lo siento.

– ¿Y si llego a abrir el maletín?

– Mala suerte, aunque lo habría vuelto a intentar contigo. -Suspiró y agregó-: De todas formas, cuando te levantaste, el dinero ya no estaba en mi casa, y no creo que me torturases para dar con él.

Una auténtica chica mala. El cine negro había dado un montón de personajes como ella. Y solían caer bien. O morían al final, por el chico, o conseguían su objetivo y uno las aplaudía.

– No me has preguntado por Álex.

– ¿Es necesario? -Su voz se revistió de cansancio-. Cuando he visto que seguía comunicando, he comprendido que tenías razón: o era el asesino de Laura, lo cual resultaba absurdo, y más después de lo que le hicieron al cadáver; o se había ido con los sesenta mil euros, lo cual también era absurdo, porque para Álex eso era calderilla; o… estaba muerto. Y aunque me parecía tan estúpido como todo lo demás, algo me gritaba que quizá no lo fuese, que era lo único con sentido para justificar su desaparición. Así que a mí sólo me quedaban esos sesenta mil euros y hacer lo mismo, desaparecer, por si acaso.

– Eres una buena actriz. Deberías intentarlo por ahí.

– Puede que lo haga.

– ¿Cómo conociste a Laura y a Álex?

– A ella la conocí de casualidad, en la agencia de modelos. Me llevó a la Agencia Universal cuando le dije que estaba dispuesta a todo para ganar algo de dinero. Después conocí a Álex y él fue a por mí. Laura me tomó cierto cariño. Creo que me veía un poco como a sí misma unos años antes.

– Y Álex y tú os lo montasteis a sus espaldas.

Silencio.

– ¿Dónde estás? -quise saber.

– Eso es lo de menos, ¿no crees? Tal vez volvamos a vernos. Como muy bien has dicho, sesenta mil no dan para mucho, aunque sí para hacer ciertas cosas. ¿Cuando has visto que en el maletín sólo había papeles?

– En casa de los Poncela, con él y su mujer delante.

No sé si reía o no. Volvió el silencio.

– Daniel…

– ¿Si?

– Tengo que irme.

Quería odiarla y no podía.

¿Quién dijo «No odies a quien hayas amado»?

– ¿No me preguntas por Álex?

La imaginé en el aeropuerto, o en la estación de trenes, o en casa de otra amiga. Sola. Sola con sus sesenta mil euros. Sola consigo mismo y su espléndida belleza como único aliado.

– ¿Ha muerto?

– En su casa de Pomaret, aunque lo acuchillaron en el piso de Laura.

No la oí llorar. Eso me alegró.

– ¿No preguntas quién lo hizo?

– ¿Lo sabes? -Recuperé su voz y su atención.

– Sí.

El suspiro fue muy prolongado.

– Sigues moviéndote rápido, querido.

– He tenido suerte.

– ¿Vas a decírmelo?

Cerré los ojos y la recordé en la cama. Si fingía, era muy buena. Si no lo hacía, era por algo. Tenía tres muertos y un montón de cosas que hacer. Pero a veces hay adicciones. Retenerla, y retener su voz, era una de ellas.

Sabía que iba a llorar.

Todavía era una mujer capaz de eso.

Uno siempre tiene fe en la raza humana.

Загрузка...