V

Saqué mi Mini del garaje a toda velocidad, sin ver a nadie, huyendo del fantasma de Laura, y enfilé la calle Juan Sebastián Bach hasta el final. Podía doblar por Calvet y su lento tráfico debido a las dobles filas, llegar a la Diagonal y atravesarla toda, de sur a norte, hasta salir de la ciudad, o podía tomar la Vía Augusta, los túneles de Vallvidrera, la B-30, y finalmente la antigua 152 rumbo a la Plana de Vic. Tardé en decidirlo el tiempo que duró el semáforo de Calvet. Giré a la izquierda y escogí la opción más rápida, aunque sólo fuera por la ausencia de semáforos: los túneles. Si no había ningún accidente de los que solían cortar el tráfico y formar largas colas kilométricas, llegaría en poco más de media hora.

Mientras ponía mi viejo Mini al máximo me dio por pensar.

Pensé en Ángeles, mi querida ex. Y en mi hijo Jordi. Y en que cosas como aquélla hubieran sido la causa de que ella se alejara de mí. ¿Cuántas veces me había estado esperando sin que yo apareciera? ¿Cuántas veces habría bastado con una llamada rápida?

Bastaba una mujer muerta, aunque fuese mi escultural vecina, para que saliera disparado en busca de Dios sabía qué.

Si Paco hubiese estado en Barcelona todo habría sido distinto.

¿O no?

En otro tiempo, siendo niño, viajar hasta El Figaró era una aventura. Cuarenta y dos kilómetros maravillosos por paisajes impresionantes, sobre todo al final, y más aún después de La Garriga. Ahora ya no era así. La carretera, una autovía doble, partía El Figaró en dos al salir de La Garriga, de modo que uno de los pueblos más bellos de Cataluña se había convertido en un lugar de paso que nadie miraba. Ni su castillo se salvaba. El río Congost ya no era más que un vertedero. Por si fuera poco, de sus inmensos bosques no quedaba nada después del gran incendio de unos años atrás.

Así que cada vez que pasaba por allí, me entraba la depresión, y los recuerdos de mi infancia se amontonaban haciéndome daño. El que los padres de Laura Torras vivieran en El Figaró se me antojaba incluso cruel. Era una de esas casualidades extrañas de la vida.

Detuve el coche cerca del hostal Congost, en la carretera vieja. Ya no quedaba nadie a quien yo pudiera recordar. El camarero, un tipo joven con bigotito, me sonrió feliz de que un foráneo se detuviera allí. No quería tomar nada, así que le hice la pregunta directamente. Reaccionó bien. Cosa rara.

– ¿Los padres de Laura Torras? ¡Sí, claro! Mire, suba las escaleras que dan a la plaza, saliendo a la derecha, y luego todo recto hasta la iglesia. Una vez frente a ella, no tiene más que tomar la callejuela de su izquierda. Es una casa de dos plantas, con las ventanas pintadas de verde y los bajos de piedra.

Le di las gracias y salí. Un tren silbó en la estación y me evocó algunos recuerdos más. Frente al casino, un grupo de adolescentes quemaba los rescoldos del verano y sus últimas horas muertas. Me pregunté si ahora un verano daría tanto de sí como cuando yo era joven. Les di la espalda para subir la breve escalinata que daba a la plaza. Todo estaba igual, pero, al mismo tiempo, todo era distinto. Escalé las empinadas calles que trepaban por la montaña y alcancé mi objetivo mientras empezaba a sudar. Sólo al ver la casa de los Torras comprendí que no tenía ni idea de lo que iba a hacer o decir. Como escritor de novelas policiacas, a veces mezclaba realidad y ficción.

La imagen de Laura abierta, con aquellos dos tajos en cruz, el vibrador en la boca y la botella de cava en la vagina, me recordó que ni en mis mejores o peores novelas yo había sido capaz de tanto.

Así que pensé de nuevo en Dana Andrews fascinado por el retrato de una Laura encarnada por Gene Tierney.

Yo era el nuevo Dana Andrews.

Una mujer entraba en la casa de ventanas verdes y bajos de piedra cuando la localicé. Apreté el paso y me situé a su lado. No tuve que preguntarle nada. Se parecía mucho a Laura aunque sus facciones mostraban más dureza debido a la edad. Era alta y recia, bien formada, un auténtico producto de la tierra. Vestía de negro y parecía mayor de lo que en realidad debía ser. Me miró asustada al materializarme junto a ella y subió un peldaño para poder verme desde arriba.

– ¿Sí?

– Me llamo Daniel Ros -me presenté con la mejor de mis sonrisas-. Soy periodista y estoy haciendo un reportaje sobre su hija Laura.

Le cambió la cara. Una sonrisa luminosa se expandió por ella mostrando una sana dentadura. En otro tiempo debió de ser una mujer atractiva, aunque no tanto como su hija. Laura había escapado de las cadenas del pueblo mientras que su madre seguía atrapada por las mismas.

– ¿Ah, sí? -dijo-. Hablé con ella hace una semana y no me dijo nada.

– Bueno, ya sabe cómo son esas cosas.

– ¿No será para una revista de desnudos? -le dio por alarmarse un poco.

– No, se lo juro -la tranquilicé-. Es para una publicación de arte y moda que también toca cine y teatro. ¿Ve? -Le enseñé mis dos credenciales, la de periodista y la del periódico, como si eso dignificara algo lo que pensaba hacer. Para ella resultó convincente.

La gente quiere creer.

Y yo me sentí otra vez mal, porque aquella mujer ya no tenía ninguna hija y lo que la esperaba era el dolor, el vacío, pasarse el resto de su vida recordando.

– ¿Y quieren entrevistarnos? -se animó de nuevo.

– Si tiene unos minutos…

– ¡Naturalmente! Es la primera vez que nos piden que hablemos de Laura, aunque yo estaba segura de que cuando triunfase de verdad… Pase, pase. -Abrió la puerta y entró llamando-: Ignacio, ¡Ignacio! ¿Estás ahí? Un periodista de Barcelona quiere preguntarnos cosas de Laura. ¡Ignacio!

Un hombre mayor, mucho mayor que su esposa, se asomó por una vidriera. Parecía enfermo, estar de baja por algún motivo. Al otro lado se veía un patio lleno de plantas y flores, luminoso como el día, cuidado y muy bonito. El hombre se acercó arrastrando los pies y me tendió la mano mientras me observaba con atención. El apretón fue muy fuerte. La mujer, por su parte, ya me estaba ofreciendo una butaca. La casa olía a rancio…, a pueblo…, no sé. Era un aroma penetrante cargado de evocaciones, como si yo mismo reconociese algo estando allí.

– ¿Conoce a Laura? -preguntó su padre.

– Por supuesto -dije una primera verdad antes de mentir-. La entrevisté ayer. Fue ella misma quien me sugirió que hablase con ustedes y me dio sus señas. Un encanto.

No le impresioné demasiado. A la mujer sí, pero no a él. Ella me seguía observando feliz, dispuesta a ser «la madre de», como cualquiera con vocación. Por el contrario, el padre de Laura me estudiaba detrás de sus ojos profundos, las arrugas de su rostro, sus enormes manos, tal vez de labrador, si es que aún quedaban tierras en alguna parte de por allí.

– ¿Qué clase de reportaje está haciendo? -quiso saber.

– Se lo he explicado a su esposa. Ella es modelo, y aunque en cine no ha destacado, ahora tiene la oportunidad de llegar a ser una actriz en alza. Vamos a hablar de tres o cuatro chicas con futuro, todas camino de ser estrellas.

– ¿Y Laura es una de ellas?

– Sí.

Empecé a sentirme mal. A darme más y más cuenta de lo que estaba haciendo. Era un imbécil. Les estaba llenando la cabeza de sueños sólo porque mi instinto me había empujado hasta allí. La única posibilidad de enmendar todo aquello sería que diese con el asesino para tranquilizarles en lo posible cuando supieran la verdad. La gente quiere justicia para descansar en paz. Ahora, mi conciencia y la suya estaban unidas.

– ¿Lo ves? -La mujer se acercó a su marido y le cogió la mano-. Te dije que tarde o temprano triunfaría, y no sólo por ser guapa. ¡Laura es muy lista! ¡Siempre lo fue! ¡Tenía las ideas muy claras! Estoy segura de que usted también se habrá dado cuenta después de hablar con ella, ¿verdad, señor Ros?

Ignacio Torras se relajó. La felicidad de su esposa le hizo rendirse.

– ¿Quiere tomar algo?

– No, gracias. Ahora no podría -dije sin mentir-. En realidad sólo necesito que me cuenten algunas cosas sobre su hija, cómo era de niña, cuándo decidió ser modelo y actriz, cómo la ayudaron ustedes… Ya saben, aspectos íntimos del personaje.

– Siempre quiso ser actriz -comenzó a hablar la mujer, dispuesta a complacerme en todo y más-. De niña se pasaba horas delante del espejo. Ese de allí. Solía cantar, interpretar, imitar a cantantes o actrices de la televisión, disfrazarse… No se perdía una película en el pueblo o en La Garriga e incluso en Granollers. Se sabía de memoria la vida y milagros de las grandes estrellas.

– Es muy perseverante -dije-. ¿Ustedes la ayudaron siempre?

Se produjo un intercambio de miradas que no me costó demasiado interpretar. Habría querido preguntar directamente por cómo era Laura en la actualidad y marcharme de allí cuanto antes, pero primero tenía que fingir adecuadamente mi papel. Eso requería un poco de tiempo, tenía que ganarme la confianza de los dos. Sobre la cabeza de Ignacio Torras todavía revoloteaban demasiados recuerdos ingratos.

– ¿Qué le ha dicho Laura? -preguntó el hombre.

– Que no fue fácil, pero que ustedes siempre quisieron lo mejor para ella.

No debía de casar mucho con la realidad, pero Ignacio Torras debió de pensar que su hija no quería guerras, y menos en un medio de información.

– Bueno -contemporizó la mujer apretándole la mano a su marido-, a decir verdad su padre no veía con muy buenos ojos esos delirios de grandeza. -Se sintió tímida y algo asustada, pero no se detuvo-. Cuando se fue de aquí, con diecisiete años, tuvimos mucho miedo. Compréndalo: una chica joven, guapa, sin experiencia. Y en Barcelona.

– Tiene un carácter fuerte, debo reconocerlo -aceptó el hombre-. Y parece saber lo que se hace.

– ¿Por qué lo dice?

– Gana dinero, vive bien. Yo no creo que eso sea suficiente en la vida, aunque para mi hija sí lo es. Por lo tanto…

– ¿Sus tendencias artísticas fueron naturales? -pregunté siguiendo un hilo estúpido, porque lo que deseaba saber eran otras cosas.

– ¡Oh, sí, desde luego! -se apresuró en responder la mujer-. Tenía talento y, sobre todo, esa belleza impresionante. Porque Laura es muy guapa, ¿verdad? -Continuó al ver que yo asentía con la cabeza-. Aquí no habría tenido nada que hacer, se habría casado con su novio y… ¡ya me dirá usted! Poco más. ¿Cómo renunciar a un sueño?

Mi primera cuña.

– ¿Tuvo novio antes de irse a Barcelona?

– Sí. La pretendía un muchacho de Granollers, Robi. Y estaba muy enamorado de ella, porque a veces le vemos y todavía sigue soltero y sin compromiso. Estoy segura de que no le ha olvidado. El primer amor no se olvida jamás. Y en el caso de Laura, que es tan especial, tan sensitiva…

Su marido la cubrió con una mirada de ternura y resignación.

Una hija soñadora, dispuesta a triunfar, y tan guapa que el mundo real se le hacía pequeño día a día. Y también una madre complaciente, que la alentaba en todo y un padre escéptico. El perfecto cuadro del tópico.

– ¿Laura no volvió a ver a Robi?

– No. Él quería que se quedara y ella escogió su vida.

– ¿Dónde podría encontrarle? Me interesa su punto de vista.

– Dudo que él quiera hablar de Laura -apuntó Ignacio Torras.

– Se llama Rodolfo Albesa -siguió su esposa-. Trabaja con su padre en una ferretería, en la calle Joan Prim, muy cerca de la plaza de Jacinto Verdaguer.

– María, no creo que Robi…

Su intento de protesta no sirvió de nada.

– Si este señor quiere verle, que lo haga -insistió ella-. Laura nunca le engañó, ni le dijo que se casaría con él.

– Laura no me dijo si en la actualidad salía con alguien…

Era un comentario estúpido, pero no repararon en él. Ya estaban inmersos en el vaivén del interrogatorio. Sobre todo María. La espiral de recuerdos y emociones se le atropellaba. Deseaba colaborar. Laura era su única hija.

– Tendrá acompañantes, claro -dijo su madre-, pero no hace mucho, un día le dije que me gustaría ser abuela y me contestó que eso iba para largo, porque una actriz difícilmente podía atarse. Ahora que ya no hacía la pasarela y se limitaba a hacerse fotos y a buscar su oportunidad en el cine o la televisión… Bueno, para vivir como vive, debe ganar mucho dinero, y no se lo pagan a cualquiera. Laura es de las que trabaja las veinticuatro horas del día, y sobre todo para el extranjero, porque aquí casi nunca la veo en revistas o anuncios. Dice que tiene mucho más cartel en Inglaterra, Francia o Italia…, por su belleza española, claro.

– ¿De qué suelen hablar cuando les llama por teléfono o viene a verles?

Ignacio Torras desvió la mirada. La centró en una hermosa kentia que presidía su jardín.

– Nos llama a menudo por teléfono -justificó María-, pero venir aquí… imagínese. ¡Si no para! Siempre de un lado para otro. Me dice que su vida es intensa pero no especial, porque en su mundillo todas son iguales en este sentido. A veces tiene que posar horas y horas. Pero es una gran chica. No sé qué habríamos hecho sin su ayuda. La televisión panorámica, el vídeo, los abonos a plataformas digitales, los electrodomésticos y muchas otras cosas son regalos suyos. Hace siete meses, cuando operaron a su padre de la próstata, lo costeó todo para que no tuviera que esperar a tener turno en el Seguro.

– María…

– ¡Es cierto!, ¿no? -Estaba lanzada-. Si este señor se interesa por ella, es lógico que detalles como éste tengan relieve. Son los que demuestran cómo son las personas.

Laura era una buena hija. Pero eso no significaba demasiado.

Iba a formular mi siguiente pregunta cuando sonó el teléfono.

Me sobresalté.

Entonces, el corazón se me metió en un puño.

Julia ya debía de haber hablado con la policía. Hice mis cálculos. Si era la ley, para dar la triste noticia, yo allí sobraba. Y no podía fundirme. Me tensé al máximo mientras empezaba a buscar una salida digna.

– ¿Sí? -preguntó María Torras.

Fueron tres segundos interminables.

– Juana! ¿Cómo estás? ¡Huy, tengo mucho que contarle! ¿No sabes que está en casa ahora mismo un periodista de Barcelona? ¡Nos está entrevistando acerca de Laura! ¡Sí!

No sé si se me notó. Expulsé el aire retenido en mis pulmones y me calmé. Pero cuanto antes me fuese, mejor. Dejé de escuchar el parloteo de la mujer porque la cabeza me zumbaba.

– Es un mundo difícil para una mujer sola -dijo Ignacio Torras.

– Laura me ha parecido fuerte y lista.

– Yo siempre he creído que, en la vida, los más fuertes caen antes y que los listos son quienes más han de cuidarse. El éxito es difícil, y muy duro. No lo sé por experiencia, aunque me consta que así es. Me alegraré de que mi hija lo consiga, pero siempre habrá que contar con lo que ella haya estado dispuesta a pagar por él.

Esta vez sus ojos me sobrepasaron y se detuvieron en un punto situado a mi espalda. Volví la cabeza y en un aparador vi un portarretratos de plata, antiguo, con una fotografía en la que podían verse dos niñas, una de ocho o nueve años y otra de tres o cuatro. Alargué la mano y lo cogí. Las dos niñas sonreían llenas de picardía. Eran extraordinariamente guapas.

– La mayor es Laura, ¿verdad?

– Sí -dijo Ignacio Torras.

– Y la menor debe de ser su prima Julia.

No hubo respuesta. Alcé los ojos y miré al hombre. En su rostro flotaba toda la perplejidad que sentía por mi comentario. María insistía en que debía colgar, porque no quería hacerme esperar impunemente.

– ¿Julia? -dijo el hombre-. La niña de la fotografía es Virginia, la hermana pequeña de Laura. Murió poco después de que se la hiciéramos. Laura no tiene ninguna prima, señor Ros.

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