XXVI

Si no recuerdo mal, comencé a vomitar más o menos cuando giró por Mitre, calle Balmes abajo. Seguí prácticamente por toda la avenida hasta el túnel, después por debajo de la Diagonal, y terminé en la curva de salida hacia la travesera de Les Corts, cuando ya no me quedó nada. Julia no paró ni un momento, pescó todos los semáforos en verde. Creo que se vengó de mí. No nos perseguía nadie, pero le dio caña. Para cuando terminé, me sentía más aliviado, aunque me dolían las zonas que me había machacado el puño de hierro de Plácido. Qué nombre tan extraordinario para un energúmeno. Lo de la vomitada fue como cuando hice el amor en un tren. Se empieza en Tarragona y se alcanza el orgasmo en Zaragoza.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó ella al ver que recuperaba mi posición en el asiento contiguo.

– Psé -logré gemir.

– Toma, límpiate.

Abrí los ojos. Me tendía un paquetito de pañuelos de celulosa que había cogido del mismo coche. Me limpié la boca, la barbilla y las manos. Me despreocupé del coche y me limité a cerrar la ventanilla. Ya no conducía rápido.

Me fijé que nos dirigíamos a su casa.

– Voy a mear sangre el resto de mis días -dije para despistar antes de preguntarle-: ¿Adónde vamos?

– A mi casa -¿Por qué?

– Primero, porque conduzco yo. Segundo, porque no pienso acercarme a tu calle en muchos años, pero menos esta noche, con Laura allí. Tercero, porque tú no estás en condiciones de quedarte solo. Y cuarto, porque no te voy a dejar. ¿Algo más?

– Estoy bien -traté de disuadirla sin mucho entusiasmo.

A mí tampoco me apetecía pasar la noche en mi piso, en una casa silenciosa, con Laura al lado, ni llamar a la policía y estar despierto hasta el amanecer respondiendo preguntas. La idea de quedarme con ella era poderosa.

– Mira, querido. -Me gustó eso-. No quiero discutir, ¿vale?

– ¿Eso es todo?

– Hay más, pero no sé si te importa.

– ¿Qué es?

No me respondió de momento. Estábamos ya en su zona, los jardines Bacardí, frente al Nou Camp. No se molestó en buscar un aparcamiento decente. El coche no era nuestro. Lo metió sobre la acera y se quedó tan tranquila. Sólo entonces noté la presión que llevaba encima, la forma de atenazar el volante. Tenía mérito: se había enfrentado a dos hombres ella sola, armada con su spray antivioladores. Chica precavida.

Y me había salvado de una buena.

– Daniel -suspiró agotada-, trato de ser fuerte, o al menos parecerlo, pero me cuesta. Me cuesta horrores. -Su sinceridad se hizo mayor-. No sé si me crees o no, pero tengo miedo. Estoy rota, asustada por todo lo que ha pasado hoy, desconcertada… Por un día ya está. Me voy a mi casa y tú te vienes conmigo, por ti y por mí. Por los dos, ¿vale?

– Vale, no te enfades.

– Y no vayas a preguntarme por qué no me he quedado en tu coche esperándote.

– Es obvio que querías ver al tipo, por si le conocías.

– Daniel…

– Me callo, me callo.

– Lo que sí quiero saber es por qué te estaban dando.

– El del Audi no conocía a Álex, así que me ha tomado por él. Cuando le he dicho que no traía nada se ha puesto nervioso. Supongo que ha creído que pensaba llevarme su dinero.

– ¿Dinero? ¿Qué dinero?

No estaba muy seguro de que siguiera ahí. Salí del coche y fui a la parte de atrás. Abrí el maletero. El maletín estaba en su sitio. Mi «cita a ciegas», sin Kim Basinger, había sido provechosa. Regresé con él al asiento delantero y lo abrí sobre mis rodillas.

– Este dinero -le dije a Julia.

Pude verle la cara, su cambio de expresión, la apertura de los ojos hasta lo imposible, la forma en que quedó paralizada. Había muchos tacos de billetes. Muchos. Yo no miré para nada aquella pequeña fortuna. Seguí mirándola a ella. Parecía más hermosa a cada momento, como si la acción acabase de realzarla todavía más. Acababa de pensar en la Basinger y ahora me vino a la mente la imagen de Farrah Fawcett en sus mejores días, aquel cabello…

– ¿Cuánto hay? -logró hablar.

– Sesenta mil.

– Dios…

– Julia.

No me hizo caso. Alargó la mano derecha y acarició uno de los fajos. Acabó cogiéndolo para sentirlo un poco más. Pasó los billetes a toda velocidad y los dejó resbalar por el dedo pulgar.

– Julia -repetí a modo de advertencia.

– ¿Qué?

Se dirigía a mí, pero en este momento no estaba conmigo. Vivía un intenso romance con el dinero.

– Vamos en un coche robado, con sesenta mil euros que no nos pertenecen, y para terminar de aderezarlo todo, tenemos un cadáver escondido. Si un coche de la policía nos parase ahora, aunque fuera para preguntar la hora, se nos caería el pelo. Lo más seguro es que ni siquiera tuviéramos el consuelo de que nos encerrasen juntos. Nadie va a creernos.

– Sí -suspiró.

– Pues andando.

Salimos del coche y yo me llevé el maletín. Me costó mover el cuerpo, aunque estaba mejor de lo que creía. Ella tomó su bolsa. Cerró con llave y las echó dentro con gesto maquinal. Caminamos hacia su edificio, pero ahora ya no éramos dos, sino tres.

– ¿Para qué se supone que iba a servir esa pasta?

– Para comprar unas fotografías, probablemente los negativos.

– Entonces ese hombre…

– Un cliente de Laura.

Se mordió el labio inferior, con fuerza, y tragó saliva. No sé si todavía creía en la inocencia de su amiga o no, pero aquello era el golpe final. Si por el contrario conocía toda la verdad, aquélla era la prueba de que alguien se había negado a pagar.

– Mierda -gimió.

Recordé algo de pronto.

– Espera, dame las llaves del Audi.

– ¿Qué pasa?

– Hemos olvidado algo.

Retrocedimos, los dos. Antes de llegar al coche buscó las llaves en su bolsa. Las encontró a la primera. Debían estar encima de todo lo que hubiera allá dentro. Me las pasó y abrí la portezuela del conductor. Miré en la guantera y lo primero que encontré fue una pistola.

Julia también la vio.

– ¿Es de verdad?

– Te apuesto lo que quieras a que sí.

No la agarré con la mano. Utilicé uno de los pañuelos de celulosa. Me llevé el orificio del cañón a la nariz y la olí. No parecía haber sido disparada recientemente, aunque a Laura la habían cortado con un cuchillo. La dejé otra vez en su lugar y ahora me dediqué a los papeles. El vehículo estaba a nombre de…

– Constantino Poncela Diumaret.

– ¿El marido de Ágata Garrigós? -se asombró Julia.

– Todo un círculo cerrado, ¿no te parece?

– No puedo creerlo.

– Pues aquí hay sesenta mil razones para creerlo.

– No entiendo nada.

– Pues está muy claro, encanto. -Salí del coche y volví a cerrarlo. Las llaves fueron a parar de nuevo al bolso de Julia porque me las quitó de la mano-. Tu historia del amor de Poncela y Laura ya no se sostiene. Álex los fotografió haciéndolo y querían venderle los negativos. Lo que no sé es cómo se enteró Ágata Garrigós, ni para qué quería comprarlos también ella. O puede que se lo dijeran. Jugaban a dos bandas.

– No puede ser. Laura me contó lo de la visita de esa mujer. Dijo que quería a su marido, y me pidió que fuese a verla para tranquilizarla con respecto a la relación que tenía con él. No tiene sentido.

Más mentiras, y ahora el que estaba cansado era yo.

No quería discutir.

Julia tenía que saber más, mucho más, y muerta Laura había intentado aprovecharlo. Era tan sencillo como eso.

Pero yo buscaba a un asesino, no a una chantajista. Al diablo con aquello.

– ¿Vamos a tu casa? Estoy cansado.

Ella también se alegró de no seguir hablando del tema.

Reiniciamos el camino, en silencio. Hubo un momento en el que sentí una punzada en la espalda y me doblé. Julia me pasó un brazo por detrás, como si quisiera sostenerme. Me gustó.

Mi mentirosa patológica tenía corazón.

– Ve a darte un buen baño -sugirió.

– Me hará falta algo más que un baño -rezongué.

– Entonces te daré un masaje -dijo con toda naturalidad-. Te voy a dejar como nuevo.

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