XXXII

Pasé de ir a por mi coche. Cada segundo contaba. Sabía que era inútil volver atrás, pero… lo hice.

Y creo que no sólo por el dinero, que a fin de cuentas habría devuelto igualmente a los Poncela.

El taxi le pisó a fondo cuando le dije que era una urgencia y le pagaría el doble de lo que marcase el contador. No se anduvo con chiquitas. Me dejó en la travesera de Les Corts, en el lado del Nou Camp, en un tiempo récord. Crucé la calzada, atravesé los jardines Bacardí y me precipité a la carrera sobre el edificio de Julia. Llamé a su timbre sin obtener respuesta. Llamé a todos los timbres para que alguien me abriese. Y alguien lo hizo. Siempre hay una incauta a la que basta con escuchar un «Yo» para que pulse el botón de apertura de la puerta de la calle. Pasé por delante de la garita de la portería. Una voz quiso retenerme:

– ¡Eh, oiga!

– ¡Ya sé el piso!

Subí a la carrera. La voz interior seguía repitiéndome: «Idiota, idiota, idiota».

Llegué frente a la puerta de Julia. Llamé al timbre. Llamé con los nudillos. Le di una patada. Ningún sonido al otro lado. Ningún rumor. Cuando me convencí del todo inicié el descenso. Quería hablar con el portero, pero él también me estaba esperando al pie de la escalera. Su cara era muy expresiva. Confiaba en aquello que dice que todo lo que sube ha de bajar.

– Tengo una nota para usted -me dijo.

– ¿Ah, sí? -me sorprendí.

– Ha subido tan a lo suyo… Que conste que le he llamado, ¿eh?

– Olvídelo. ¿Cómo sabe que la nota es para mí?

– Ella me ha dicho que vendría un hombre con barba, el pelo alborotado, la chaqueta arrugada y corriendo.

Encima.

– Es muy intuitiva, ella -afirmé lleno de convencimiento.

– ¡Oh, sí! Y guapa, ¿verdad?

Podía apostarlo. Tanto como lista. En lo de Álex me había demostrado que era una ingenua, pero en el juego que había llevado conmigo…

Se había ganado aquel dinero. Polvo incluido.

El hombre me pasó la nota. Iba sin sobre. Adiviné que conocía su contenido por la cara de santo que puso. Siguió examinándome como si valorase mi peso específico en la vida de su ex vecina. Supongo que no le encajaba.

– ¿Hace mucho que se ha ido?

– Sí, bastante, justo al llegar yo.

– ¿Volverá?

Era una pregunta más bien estúpida.

– Llevaba cuatro maletas y algunas bolsas, más todo lo que le cabía en los brazos. Hizo dos o tres viajes y cargó el taxi. No me dijo adónde iba. Pero desde luego se despidió.

Me alejé de su lado tras darle una cortés despedida, acompañada de una palmada en el brazo. No desplegué la hoja de papel, escrita a mano y con nervio, hasta que estuve en la calle. El texto era muy breve y también muy significativo.

«Espero que des con lo que buscas. Yo ya tengo mi parte. Lo siento.» Firmaba con su nombre, Julia, y había una posdata: «Has sido un tesoro. Pudo haber sido distinto».

Distinto.

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