Unos diez minutos después de desearnos mutua buena suerte, continuaba en mi saco de bolitas, pensando en ella.
Julia, Laura, Álex, Elena y el resto de los personajes de la Gran Comedia Humana.
Laura, de Otto Preminger.
Ni yo era Dana Andrews ni la realidad se parecía en nada a la ficción, por más que los Malla del mundo se empeñaran en decorar sus escenas.
Es curioso, pensé en ello de pronto: la noche en que mataron a Laura, yo creía haber oído gritos. Primero se me antojó un sueño; después, al descubrir su cuerpo, me dio por pensar que habían sido reales. Casi me sentí culpable. Ahora volvía a resultar un sueño. Malla no les había dado tiempo a gritar, a ninguno de los dos. Y yo soñé gritos. Mi subconsciente soñó gritos.
Extraño.
Me levanté y fui a mi discoteca casera. Necesitaba un poco de música. Necesitaba a mis Beatles. Miré los discos y recordé que ellos nunca le habían cantado a ninguna Laura, pero sí a una Julia. La madre de Lennon. Era uno de los temas del doble álbum blanco.
El mismo de «Helter Skelter» y de «Piggies».
Escuché «Julia» una sola vez.
Ésa fue mi señal para ponerme en marcha.
Regresé al teléfono, maldije una vez más el hecho de que Paco no regresara de sus vacaciones hasta el domingo por la noche, y marqué el número de la policía. No conocía a nadie salvo a él, así que me daba igual con quién hablar. Una voz grave y recia me sacudió el tímpano desde el otro lado.
– Central, ¿dígame?
– Quiero denunciar un crimen -dije.
Al otro lado del hilo telefónico, el hombre se puso en situación.
– Hable -me pidió con voz aún más grave.
– Ha habido un asesinato en Juan Sebastián Bach.
– Aguarde, ¿quién? Juan Sebastián qué? ¿Es la víctima?
Tuve ganas de echarme a reír, pero de verdad, liberando mis nervios y la tensión de aquellas veinticuatro horas. Reír por encima del cansancio, el calor y el recuerdo de mi vecina destripada y llena de moscas.
Las malditas moscas hijas de puta.
– Juan Sebastián Bach es el nombre de la calle -dije despacio-. ¿Se lo deletreo?
El policía tomó nota.
– También hay un hombre muerto en una torre de la calle Pomaret y otro en un piso de la calle Mallorca, entre Aribau y Muntaner.
– Oiga, ¿me toma el pelo?
– Qué más quisiera yo.
– Repítamelo despacio, y dígame quién es usted.
– Pásense por aquí y se lo cuento todo, ¿de acuerdo?
Tomó nota de mi nombre y de la dirección. Imaginé que ya estarían movilizándose. Los tendría en casa en menos de cinco minutos. Un enjambre y la locura.
– No se mueva de donde está, ¿de acuerdo? Y no toque nada.
Se iban a enfadar, y mucho, aunque les diera el caso resuelto.
¿No tocar nada?
Colgué el teléfono.
Cinco minutos.
¿Qué hace uno en cinco minutos mientras espera a la policía?
Tenía que llamar al periódico, darles la noticia, soltar a los perros antes de que me los echaran a mí, hablar con Carlos Pastor y calmar a Primi Moncada, y pedir que mandaran a alguien para que les contase la historia.
O parte de ella.
La justa.
Sólo la justa.
Pero no me moví, seguí pensando en Julia hasta que volví a poner la canción de los Beatles.
A veces basta un minuto de paz antes de la tormenta.
Justo cuando terminó la última nota, escuché el aullido de las sirenas de la policía acercándose a toda velocidad.