XXXIII

Por fin no tenía que ir corriendo a ninguna parte.

Lo que había empezado el día anterior, al salir de mi piso, concluía con veinticuatro horas de locura. El camino se cortaba allí. Mejor dicho: se paralizaba por obras. Las que había en mi cabeza tratando de recomponer todas las piezas.

Seguía el embudo.

Necesitaba tiempo para pensar. Y orden.

Paré un taxi y le pedí que me llevase a la parte alta de Balmes, antes de la plaza de John F. Kennedy. El taxista me hizo un favor: no darme palique. Condujo de forma pausada hasta que le pedí que se detuviera. Mi Mini seguía donde lo había dejado a medianoche. Nadie se lo había llevado como pieza de coleccionista. Pagué la carrera y me metí dentro.

Seguía invadido por mis pensamientos.

Pasaron unos cinco minutos.

Cogí el book de Laura del asiento posterior, tiré el mío para atrás lo máximo que pude y, a duras penas, instalé la carpeta de piel delante de mí. Empecé a mirar aquellas fotografías y anuncios. Laura, Laura, Laura, de todos los tiempos, de todos los tamaños, en blanco y negro y color. Ella y sólo ella. Fotografías vestida o en ropa interior, con trajes bellísimos o con simples vaqueros, en bañador o llevando pieles. Algunas eran de Luis Martín.

El fotógrafo.

Fotos.

La lluvia de cometas de mi cerebro se activó. Cada uno dejaba una estela.

Y aquella voz interior…

El vibrador y la botella de cava. Las fotos rodeando el cuerpo. La tapa del inodoro en torno a la cabeza de Álex. La palabra «CERDOS» en las paredes del piso de Juan Sebastián Bach, en plural. La palabra «CERDO» en la torre de la calle Pomaret, en singular. Sangre en el recibidor del piso de Laura. Sangre en el deportivo de color rojo de Álex.

– Álex fue apuñalado en el piso de Laura, al abrir la puerta -dije en voz alta.

¿Por qué no le remataron?

¿Por qué el asesino se había entretenido en hacerle todo aquello a Laura?

«CERDOS» se refería a ellos dos.

El asesino pensó que Álex estaba muerto.

Álex salió del piso cuando el asesino ya no estaba allí. El vestido de mujer que vi en su coche y que recogió del piso de Laura evitó que manchara el rellano y el ascensor. El conserje no estaba esa noche. Maldita casualidad. Logró llegar a su casa, comprendió que estaba mal, desangrándose en su coche, quiso telefonear y ya no pudo. Murió.

¿Y quién le dio más y más cuchilladas al cadáver de Álex, en su propia casa, horas después de haber fallecido? ¿La misma persona?

¿Fue a rematarle? ¿Por qué? ¿Cómo supo que no había muerto en el piso de Laura?

El maldito déjà vu.

– ¿Por qué? -le pregunté a la Laura de aquellas fotografías.

¿Y si sólo había investigado la punta del iceberg?

– Vamos, Laura, dímelo -volví a hablarle a sus retratos-. Ni siquiera tú merecías morir así.

Morir así.

¿Cómo?

Siguiendo un ritual…

Vibrador. Cava. Vientre abierto. Rodeada de fotografías…

Cerré los ojos y recapitulé. Vi, uno a uno, a todos los personajes del drama, a todos los que había visto el día anterior. Todos descartables. Todos sospechosos. Un novio que diez años después aún seguía colgado de ella. Un fotógrafo a lo Pigmalión que tal vez estuviese resentido. Un empresario víctima de un infarto que tal vez se debiese a su relación con Laura. Los Poncela. Julia.

Dana Andrews mirando el retrato de Laura.

Una película.

Abrí los ojos de golpe.

Cine.

Me quedé frío.

A lo largo de las últimas veinticuatro horas yo no había dejado de pensar en películas, actrices y escenas. Y todo había empezado con el retrato de Laura en su habitación, lo mismo que la Laura cinematográfica de Otto Preminger en 1944. Cine y más cine. Películas y más películas. Veinticuatro horas de momentos: La chica de la maleta, La tentación vive arriba, Ultimátum a la Tierra, Cita a ciegas, Gilda, La noche de los muertos vivientes, El padrino, Boogie Nights…

Después, en casa de Laureano Malla…

Cine.

– Dios… -exclamé.

Yo mismo le había dicho al asesino que Laura estaba muerta y que Álex había desaparecido. A él y sólo a él. A nadie más.

Tan sencillo como…

El cómo, el dónde. Las claves.

Me quedé atenazado. Cerré el book de Laura y lo dejé atrás. Miré a mi alrededor con una sensación de absoluta irrealidad. Lo tenía. Sentí deseos de sacar la cabeza por la ventanilla y ponerme a gritar. La gente se movía alrededor de mí como si tal cosa, como si no pasara nada. Y no pasaba.

Aunque yo hubiera dado con la clave final.

Rituales. Cine. Estrellas. Quizá absurdo, pero encajaba a falta de una pequeñas piezas. Crimen de primera página, escandaloso y espectacular, cebo de mitómanos.

Sharon Tate, Beverly Hills, Los Ángeles, agosto de 1969. La mujer del director de cine Roman Polanski, embarazada de ocho meses, asesinada por el llamado Clan Manson, la Familia Manson. Uno de los crímenes más espantosos de Hollywood. Conocía la historia de sobra. Habían escrito con sangre la palabra «CERDOS» en las paredes. Los Beatles habían sacado poco tiempo antes el llamado «doble blanco», el álbum titulado simplemente The Beatles, que incluía la canción «Piggies», es decir, «Cerdos». Manson y los suyos habían desatado aquella masacre mientras escuchaban otro de los temas del grupo, «Helter Skelter», la más salvaje de las canciones del doble disco.

Hice memoria. Había escrito sobre ello. Pese a que Sharon Tate era la más conocida de las víctimas de la casa, una teoría que se divulgó años después sostenía que el verdadero objetivo de Manson y los suyos era otra de las víctimas: Jay Sebring, un tipo de veintiséis años, peluquero, amante de los placeres sexuales y el sadismo. Según algunos miembros del Clan Manson, Jay flageló y sometió a humillaciones sexuales a dos muchachas que más tarde se unieron a Charles Manson y su club de locos. Decidieron vengar a sus nuevas acólitas y así se fraguó el asalto a la mansión de Sharon Tate y Roman Polanski. El objetivo pudo haber sido Sebring, pero el resto murió masacrado por estar allí. A Sharon Tate la habían abierto en canal y le habían arrancado su feto de ocho meses.

Como a Laura sus tripas.

Ella había pagado, pero el equivalente de Jay Sebring era Álex.

Estaba temblando. El embudo había desaparecido, y ahora un chorro de ideas y sensaciones fluía sin problemas por mi mente sacudida de lado a lado por la luz de la revelación. Sólo me faltaban encajar los restantes aditamentos de la puesta en escena: el vibrador, el cava, las fotos y la tapa del inodoro.

Volví a salir del Mini. Esta vez lo cerré con llave. Busqué una cabina telefónica aunque de nuevo estaba desfallecido de hambre y no me hubiese venido mal tomar algo. La encontré más arriba, en la plaza. Saqué todas mis monedas y marqué el número del periódico.

– Ponme con Chema Sanz, rápido -le ordené a la telefonista.

No tuve que darle el nombre. Me conocía de sobra. Oí un clic y luego una voz. No era de quien yo acababa de pedir.

– ¿Sí?

– Quiero hablar con Chema, es urgente.

– ¿Daniel? -me reconoció Federico-. Hoy vendrá más tarde. Esta mañana tenía algo de un preestreno.

Maldije mi suerte, aunque tal vez todavía le pillara. Los preestrenos y pases de prensa matutinos siempre suelen ser a media mañana.

– Dame su teléfono, por favor.

– ¿En qué andas? -gruñó Federico-. Ayer no trajiste ni tu columna, y por aquí sonó tu nombre en plan dardo, no sé si me explicó.

– Cállate y no te chives. Dame ese número, va. Luego me paso para explicar de qué va la última movida.

– Más te vale. Apunta.

Ya tenía listo el bolígrafo de mi memoria. Memoricé lo que me facilitó Federico y colgué sin apenas despedirme. Marqué de inmediato mientras llenaba la cabina de monedas. Nadie esperaba turno, así que crucé los dedos. Chema Sanz era el experto en cine del periódico, un águila, y con una memoria fotográfica para recordar fechas, detalles, datos, nombres y escenas. La mayoría, incluido yo, le martirizaba a todas horas haciéndole preguntas. Sólo él podía certificar los aspectos macabros de mi teoría.

El teléfono sonó media docena de veces. Empecé a pensar que se había ido al preestreno matutino. Por fin alguien lo descolgó al otro lado y crucé los dedos.

– ¿Sí? -preguntó una voz somnolienta.

– ¿Chema?

– Sí, yo mismo, ¿quién es?

Casi di un grito de alegría.

– Soy Daniel Ros.

– Coño, tú, ¿qué quieres a estas horas?

– ¿No tenías un preestreno?

– A las doce y media.

– Vale, perdona. Es importante.

– ¿Cuándo no lo es? ¿Qué quieres?

– Información.

– Ya, vale.

– Alguien ha muerto. -Traté de que se pusiera las pilas-. Necesito algunas cosas para cerrar el cuadro y tener al asesino.

– ¿Hablas en serio? -Se puso las pilas.

– Te lo juro.

– ¿Te funciona a ti la cabeza cuando estás dormido?

– Venga, hombre. Luego voy para allá y te lo cuento.

Pensé que me diría que le llamase en cinco minutos, para darle tiempo a lavarse la cara o ducharse. No lo hizo. De periodista a periodista. Reconocía el sello de la urgencia.

– ¿Qué quieres saber?

– Sharon Tate. -Pronuncié el nombre a modo de disparo de salida-. ¿Es cierto que la mataron por asociación, ya que el objetivo era aquel tipo, Jay Sebring, o lo he soñado?

– Es una teoría que salió durante el juicio, sí. A Sharon la masacraron la noche del 8 de agosto de 1969 junto a Abigail Folger, Wojciech Frykowski, Jay Sebring y…

– O sea, que fue una venganza -le corté.

– Tiempo antes, los Manson ya habían dado el pasaporte a un tipo, un homosexual, y también habían escrito aquello de «CERDO» por las paredes de su casa, con la misma sangre de la víctima. Claro que eso salió después del juicio. La forma en que las «arrepentidas» de los Manson describieron la muerte de la Tate fue escalofriante. La pobrecilla gritaba que la dejaran tener a su hijo y mientras… la iban apuñalando, justo en el estómago, una y otra vez. Demencial. Luego…, bueno, ya lo recuerdas, ¿no?, le abrieron el cuerpo y la vaciaron. Para Charles Manson y sus locos seguidores, todo aquel que estuviese con Jay Sebring merecía morir, por sucio. Y le tocó a Sharon. Era un ángel. ¿La recuerdas en El baile de los vampiros?

– Vale, pasemos al resto.

– ¿El resto de qué? -se alarmó Chema.

– Ten paciencia. Veamos. -Respiré a fondo y se lo solté-. Hablando siempre en términos cinematográficos, ¿se te ocurre alguna relación entre un vibrador metido en la boca de un muerto y alguna película?

– Ramón Novarro -me soltó sin pensárselo dos veces-. Fue el primer Ben-Hur de la pantalla. Entraron a robar en su casa, debió de sorprenderles, le mataron y le metieron su consolador por la boca. El aparato en cuestión era un regalo de Rodolfo Valentino, una joya, de grafito, puro art decó. Novarro lo guardaba en una urna especial desde hacía cuarenta y cinco años, ya ves. Eso fue en 1969, por si te interesa. Ya se había retirado y vivía extravagantemente, como corresponde a una estrella, en su casa de Hollywood, rodeado de sus recuerdos.

– ¿Y una botella de cava metida por la vagina de una mujer? -continué.

– ¿Te ha dado por lo morboso? -silbó Chema.

– Vamos, sigue. A mí eso me suena no sé de qué.

– La historia es más antigua, pero igualmente fuerte: Fatty Roscoe Arbuckle. Era uno de los grandes cómicos del cine mudo, un gordito que hacía reír y a quien le iba la marcha más que la miel a las abejas. Se montó una orgía en San Francisco a fines de verano de 1921, en un hotel llamado Saint Francis. Cuando todos estaban ya de lo más colgado, él se metió en una habitación con una chica llamada Virginia Rappe, una debutante en busca de su oportunidad. El bestia le metió una botella de champán vacía por el sexo. Ese vacío hizo de cámara de aire, así que cuando quiso retirársela se le llevó todo lo de dentro. La pobrecilla murió desangrada. Se montó un pollo que no veas. Hubo un escándalo, un juicio… Lo triste es que le declararon inocente, pero aquello acabó con su carrera. ¿Quieres saber lo más original? Quisieron hacer ver que la chica había muerto por la potencia del miembro viril de Arbuckle, ¡no te jode! ¡Encima querían aprovecharse!

Iba por el buen camino. Todo cuadraba. Cada indicio.

Cine.

Películas.

Estrellas.

– ¿Un muerto rodeado por fotografías suyas, a modo de orla o sudario?

– ¿Cuántos quieres? -pareció burlarse Chema-. Tenemos a Lou Tellegen, un actor de segunda fila a quien ya nadie recordaba en 1935 y que se clavó unas tijeras. No fue el único: una actriz aún menos conocida para el gran público, Gwili Andre, también se cubrió con sus mejores fotos para el viaje final. Se prendió fuego, la muy bestia. Y ardió como una tea. -El tono de mi compañero cambió, un poco harto de mi bombardeo-. Oye, Ros…

– Sólo uno más, Chema, por favor -le interrumpí-. Es para confirmar que todo encaja.

– Esto parece un consultorio necrológico y necrófilo, chico.

– ¿Una tapa de inodoro alrededor del cuello?

– Tal vez Judy Garland, por asociación.

– ¿No murió de una sobredosis?

– Sí, pero con la cabeza metida en el inodoro, aunque hay una versión que dice que estaba sentada en él. Para el caso es lo mismo: una muerte de mierda.

Todo encajaba.

Pistas de cine.

Pistas de cine para una muerte de cine.

¿No dicen que la vida imita al arte, y que todo es como una gran película?

– Oye, ¿por qué no te compras Hollywood Babilonia? Todo está en ese libro.

– Ya no hace falta. Todo está claro.

– Pues me alegro mucho. -Su tono era de sorna.

– Una última pregunta.

– Me lo temía.

Era muy buen tipo. Aunque fingiese no serlo.

– ¿Sabes algo de un crítico de cine llamado Laureano Malla?

A través del hilo telefónico escuché un silbido prolongado.

– Esto es prehistoria pura, chico. ¡Menudo elemento! Claro que he oído hablar de él, y le conocí, aunque hace mucho que le he perdido la pista. Bueno, no es que sea viejo, pero estaba pirado. Completamente pirado.

– ¿Qué le pasó?

– Nunca fue de los mejores, pero se hizo notar, ¡vaya si se hizo notar! -rezongó Chema-. Para empezar, odiaba a los gays y las lesbianas, y se cargaba todo aquello que no cumpliese con un estricto código del honor, artistas o películas. Ya podían ser buenos, o estupenda la obra, él… ¡sacaba el hacha, implacable! Una especie de Justiciero Vengador. Le había dados palos a la Dietrich por llevar pantalones e imponer la moda del marimacho, a la Monroe por puta, a James Dean, Monty Clift o Sal Mineo por maricones. Era un facha redomado, nato, de los convencidos. Dios, Patria y Honor. Trató de prolongar el estatus después de morir el viejo y se aguantó creo que hasta principios de los noventa, no sé. Sólo le faltó lo de su mujer.

– Cuenta -le animé al ver que se detenía, aunque apenas si me quedaba ya dinero para seguir hablando.

– No hay mucho que contar: ella le plantó y se largó con otro. Esto, para alguien como él, fue demasiado. ¿Te imaginas? Una esposa adúltera, a quien en tiempos del Cisco habría podido repudiar y hacer lapidar en plan talibán, y una hija a la que trató de retener removiendo cielo y tierra para conseguir su custodia. Ahí tuvo suerte. La mujer ganó, pese a todo, pero se murió poco después. De esta forma el Malla se quedó con su niña. Sea como fuere, una joya. Oye, ¿por qué coño te interesa un pájaro como ése?

Por la ventanilla verde del teléfono vi que apenas si quedaban unos céntimos de euro.

– ¡Te debo una, Chema! ¡Luego te lo cuento! ¡Gracias!

– ¡Eh, eh! Pero ¿qué…?

La comunicación se cortó.

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