XIX

Era muy tarde para volver al piso de Elena Malla, pero no quería dejar pasar por alto la posibilidad de echarle un vistazo. Conduje lo más rápido que pude hasta Sants y aparqué con más suerte de la esperada en un hueco en la misma calle. La señora del «Oiga, ¿verdad?» hablaba animadamente con una vecina a pie de portería, tal vez explicándole que al día siguiente sería famosa porque un fotógrafo iba a inmortalizarla. Cuando entraba yo las vi despedirse, así que eso me ahorró molestias. Nada más verme, la mujer movió su estructura cilíndrica, atrapó unas llaves de un armarito de su cubículo y me lanzó una sonrisa.

– Enseguida subimos, oiga.

Guardó las llaves en un bolsillo de su delantal y cerró la garita, no sin antes colocar un cartelito en el que pude leer: «Estoy recogiendo las basuras». Esto es eficiencia.

– ¿Alguna novedad? -le pregunté cuando se reunió conmigo frente al ascensor.

– ¿Novedad?

– ¿Ha venido alguien preguntando algo más, o a por las cosas de la señorita Malla?

– No, no -me aseguró con firmeza-. Nadie, oiga.

Le abrí la puerta del ascensor. Insistió en que pasara yo primero. Me dijo que era un caballero. Y yo, por serlo, insistí en lo contrario. Se puso tozuda y tuve que empujarla. Subimos a las alturas.

– Espero no me esté metiendo en un compromiso, ¿verdad?

– No tenga miedo -la tranquilicé-. Y déjeme decirle que, en beneficio de todos, actúa correctamente.

– ¿Quiere decir?

Le mostré mi mejor cara de sinceridad. Salimos al rellano y puso un dedo en sus labios para que no hiciese ruido. Cuando estuvo segura de que no había nadie cerca, abrió muy despacio la puerta del piso de Elena Malla. Nos colamos dentro y volvió a cerrarla aún con más cuidado.

– ¿Por dónde quiere empezar? -me preguntó más tranquila.

Me daba igual. Ni siquiera sabía si buscaba algo o esperaba encontrar cualquier detalle útil. Quizá lo supiese cuando lo viese. Le pedí que me llevase al lugar donde estuvo desvanecida.

– Por aquí. No toque nada, ¿eh?

Llegamos a una sala decorada por el viejo sistema de amontonar cosas sin sentido. Tuve una sensación de dé vu total. Los restos del naufragio de un ser humano. Faltaba casi todo lo esencial, y, tratándose de una drogadicta, aquello no era producto de la casualidad. La dependencia crea unos gastos fijos diarios. Inicié mi revoloteo por la mesa, el aparador y la librería sin apenas libros ni adornos.

– Entró y salió tanta gente el otro día, pobrecita -dijo la mujer-. Espero que nadie aprovechara para llevarse algo, ¿verdad?

– Era una emergencia -dije por decir algo.

Se tranquilizó.

Era un buen perro guardián. Me seguía a todas partes, observaba dónde ponía las manos, lo que tocaba, y hasta si volvía a dejarlo en el mismo sitio. Por dos veces rectificó la posición de sendos objetos que yo había tocado: una fotografía que mostraba a Elena en sus mejores días y una piedrecita de color rojo de procedencia indefinida. Pedí a los cielos que enviaran un rayo paralizador, pero no sucedió nada.

En una mesita ratona, entre dos butacas viejas, había algunas fotografías añejas con marcos baratos. Una, la más antigua, correspondía a un hombre y una mujer, jóvenes. La mujer sostenía un bebé en los brazos. Elena y sus padres, deduje. En otra, más reciente, vi a un hombre atractivo, de cabello largo, rostro bronceado y sonrisa a lo James Bond de playa. En la tercera, el mismo Apolo abrazaba a Elena Malla. Los dos en traje de baño. Ella tenía un tipazo. Él no le iba a la zaga, musculoso y cachas.

Álex.

Le odié nada más verle.

Ya tenía un cuadro mental suyo. Parásito, arribista, chulo, con su casa maravillosa y su deportivo rojo, capaz de tener colgadas por él a un montón de mujeres de bandera como Elena Malla o Laura Torras. Y utilizarlas para hacerse rico.

Las echaba a perder y después…

Según Julia, Laura y Álex eran novios e iban a casarse. Elena, sin embargo, no parecía haberle olvidado. Allí estaba la prueba. No tenía sentido, salvo que fuese masoquista o…

Y Laura le había pagado todos los gastos.

No me encajaba nada.

– ¿Dónde está el dormitorio?

– Por aquí, venga.

La seguí. El piso no era muy grande. Vi una habitación pequeña, con dos camas individuales, y un cuarto de baño en desorden manifiesto, con medias, bragas y bodis colgando por todas partes. Todos eran minúsculos y muy sexis.

– Éste es -me indicó la mujer.

Me dejó entrar primero. La cama era de matrimonio, tamaño súper. Un armario entreabierto me permitió ver un montón más de ropa en desorden. Lo que más me interesó, sin embargo, fue el bolso de Elena Malla depositado en la cómoda. Me acerqué a él y lo cogí. La señora del «Oiga, ¿verdad?» se puso de inmediato a mi lado.

– Oiga, no debería…

– No tema -la tranquilicé.

No se tranquilizó. Miraba mis manos como si yo fuese David Copperfield a punto de hacerlo desaparecer. Al bolso le pasaba lo mismo que al de Laura: contenía poco menos que todas las rebajas de El Corte Inglés. Había demasiadas cosas como para inspeccionarlo con minuciosidad. Lo único que saqué de él fue el billetero. La portera dio un respingo. Lo abrí y me apareció otra fotografía de Álex junto con el documento nacional de identidad. Tenía sus buenos años, no era de los más recientes. La dirección no se correspondía con la del piso en que me encontraba. La memoricé lo mismo que los otros datos. Nombre del padre: Laureano. Nombre de la madre: Carmen. Profesión: modelo. Estado civil: soltera.

– No se lo irá a llevar, ¿verdad?

– No, mujer, ¿qué dice?

– Ah, bueno. -Comprobaba la edad y todo eso.

– Ya, ya.

Pero no se quedó tranquila hasta que hube metido el billetero en el bolso y el bolso en su lugar.

La habitación de Elena Malla no tenía ningún espejo grande. Allí no se hacían fotografías comprometedoras. Eso me hizo comprender que no encontraría nada más. Hora de irse.

– Vivía con demasiada discreción como para ser modelo, ¿no?

– Tuvo buenos tiempos -la defendió la portera-. Al caer enferma… Ya sabe.

Sí, sabía.

– Ha sido usted muy amable. -Empecé a caminar hacia la salida.

La oí suspirar, más aliviada. Trotó detrás de mí hasta alcanzarme, rebasarme y detenerse en la puerta. Aplicó su oído experto a la madera y luego abrió. No había nadie cerca. Eso la tranquilizó del todo. El ascensor incluso seguía en el piso. Entramos y, mientras bajábamos, me dijo, iluminada por una inocente curiosidad:

– Oiga, las fotografías serán en colores, ¿verdad?

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