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Decidí acudir a la sede de los Primeros Hombres y ver de qué iba todo aquello. Sam tenía su punto de vista, y yo estaba seguro de que me había dicho la verdad, al menos tal como él la veía. Pero la verdad, como solía decir mi tío Roger, es sólo la explicación que da cada hombre a lo que cree que comprende.

El Partido Revolucionario Urbano estaba flanqueado por un salón de belleza y una tiendecita de baratillo. La fachada era sólo un ventanal, pero cubierto por una gran cortina negra. En el centro de la cortina se veía un círculo amarillo que contenía la silueta de un libro con una lanza clavada. La puerta delantera estaba cerrada y no se veía a nadie dentro, de modo que fui a poner gasolina a Tunney, a unas manzanas de distancia. Mientras me limpiaban los cristales y me ponían un poco de aceite, llamé por su teléfono público.

– ¿Hola? -respondió una vocecilla.

– Hola, Feather.

– Hola, papi. ¿Dónde estás?

– Cerca de casa de John, cariño. Tengo que ir a una reunión, así que a lo mejor no llego a casa hasta después de que te vayas a la cama.

– ¡Pero, papi…! -Había tanto dolor en su ruego que casi abandono lo de Brawly y me voy a casa.

– Iré a darte un beso cuando llegue a casa, cielo. No te preocupes.

– ¿Podré comer hamburguesas?

– Claro. Pídeselo a Juice.

– Vale -dijo ella, perdonándome todos mis errores y mis fallos.

– ¿Se ha ido Bonnie al aeropuerto? -le pregunté.

– Ajá.

– Pero te está cuidando Juice, ¿no?

– Sí.

– Muy bien. Te quiero, cariño -le dije.

– Yo también te quiero, papi.

– Adiós.

Colgó y noté una sensación de pérdida que me llevaba de vuelta a mi niñez.

No perdí el tiempo mientras esperaba a que se reunieran los Primeros Hombres. Fui a un pequeño restaurante de San Pedro y estudié para el examen de jefe de mantenimiento. Era el siguiente escalón que debía subir. Estudiando, sentía que todavía tenía un pie puesto en el mundo prosaico y real del que Feather necesitaba que formara parte. Ella necesitaba que cada día fuese igual al anterior, y necesitaba algo que decir cuando sus amigos y sus maestros le preguntasen a qué se dedicaba su papá. Me convertí en ese hombre durante un par de horas, esperando que llegase la noche.

A mitad de mi tercera taza de café recordé de pronto al hombre muerto. Aquel montón de carne y huesos echado en mitad del umbral de la casa de Isolda Moore. Su forma apareció en mi mente y la retuve allí, esperando a ver si se me ocurría algo más.

Pero no sentía nada. Ni preocupación por un semejante que había sido asesinado, ni miedo por mi propia seguridad. Yo no lo había matado, y dudaba de que nadie me hubiera visto, de modo que era como si nunca hubiese estado allí.

La puerta de cristal del local de los revolucionarios urbanos estaba abierta y se veía a gente que se apiñaba en el interior. El sol se había puesto ya, pero todavía no era de noche.

La sala de reuniones desprendía un ligero olor a barniz. Unos tubos fluorescentes desnudos brillaban en el techo. El suelo era de pino, y las paredes de paneles de yeso baratos. Junto a la pared del fondo se encontraba un atril de música de hierro. Las treinta sillas plegables con el asiento de cartón reforzado estaban medio llenas, pero la mayoría de las cuarenta personas o así que estaban en la habitación se encontraban demasiado nerviosas para sentarse.

Los chicos y chicas negros llevaban ropas oscuras, hablaban y escuchaban, se hacían los interesantes y se miraban entre sí. Sus voces podían parecer furiosas a alguien que no conociera el áspero ladrido del alma del negro americano. Aquellos hombres y mujeres estaban más allá del furor, sin embargo. Expresaban su deseo de amor y de venganza y de algo que no existía… que nunca había existido. Por eso estaban allí. Iban a coger las peras de la libertad en un olmo llamado Estados Unidos. Creían en el espíritu de la Constitución, y no en las directrices de la caja registradora.

Quizá si me hubiese quedado el rato suficiente habría acabado por creerme todo aquello también yo.

– ¿Eres un poli? -me preguntó alguien. Me costó un momento darme cuenta de que me estaba hablando a mí.

Era un jovencito flacucho y renegrido. Llevaba gafas de montura metálica y un jersey negro de cuello alto que no era mucho más ancho por el cuerpo que por las larguísimas mangas.

Casi me reí.

– ¿Cómo?

– He dicho que si eres un poli.

– No. -Miré hacia la habitación, notando que algunas caras se habían vuelto hacia mí.

– No importa -dijo el chico de las gafas.

– ¿El qué no importa?

– No importa si eres poli -explicó-. Nosotros recibimos encantados a los hermanos que han sufrido un lavado de cerebro. Lo que vas a averiguar aquí esta noche es la verdad. Si buscas bombas y armas, estás en el lugar equivocado. Lo que vas a encontrar aquí son las auténticas armas de la revolución: educación y amor. Ésa es la revolución de la mente. -Señaló hacia su propia cabeza en un gesto que me recordó al de un suicida.

No era guapo en absoluto, pero alguna chica seguro que acababa enamorándose de aquellos ojos. Estaba absolutamente seguro y enamorado de sus propias ideas.

– Pero yo no soy poli, hermano. He oído hablar de este sitio en Hambones. Dicen que vosotros habláis mucho y he decidido venir a oíros. -Mi dicción y gramática se fueron acomodando a la forma de hablar que seguramente le gustaba a aquel chaval.

El accedió y me estrechó la mano.

– Pues bienvenido -dijo. Su sonrisa era desigual, pero resplandeciente, como una espada antigua pero muy cuidada-. Mi nombre es Xavier (lo pronunciaba «exevier») Bodan. Soy el presidente del Partido.

Entonces se apartó de mí y fue saludando a sus compañeros mientras se dirigía hacia la parte delantera de la sala. Andaba de forma saltarina, cosa que acentuaba su aspecto juvenil.

Me preguntaba si en alguna parte tendría una madre buscándole.

– ¿Cómo te llamas, tío? -me preguntó otra persona.

Éste era más grandote y más oscuro, pero iba vestido casi igual que el otro.

– Rawlins.

– ¿Y qué estás haciendo aquí?

– ¿Es que todos los que están en esta sala me van a preguntar lo mismo? -Sonaba lo bastante poco amistoso para dejar las cosas bien claras-. Porque podríais subiros al atril ese que tenéis ahí y hacer un anuncio público.

Este joven tenía unos treinta años, con una cabeza perfectamente redonda y un vientre casi del mismo tamaño y forma. Adoptó un aire despectivo y se puso a masticar un enorme trozo de chicle. Creo que quería asustarme, pero él no conocía otros ambientes, aparte de la iglesia, la familia o clubes como el Partido Urbano. Por la forma en que dosificaba su valor, podía asegurar que esperaba que alguien le respaldara.

– ¿Rawlins, dices? -Otro hombre se acercó por detrás del masticador de chicle.

Su piel era de un color dorado, pero por lo demás era un hombre blanco. Era alto y con una mandíbula cuadrada que sobresalía mucho. La nariz era fina, y el único color que podía definir sus ojos era «no exactamente castaños». No llevaba brillantina alguna en el pelo ondulado. Pero aun así era un negro, al menos para los americanos.

– Sí -dije yo.

– Esto no es ninguna fiesta -me informó el negro que parecía blanco.

– ¿Me estáis pidiendo que me vaya?

– Déjale en paz, Conrad -dijo entonces una mujer. Llevaba un vestido negro de algodón que podría haber sido una combinación diez años atrás.

– Mírale, Tina -se quejó el ídolo de la función.

– Ya le miro -replicó Tina-. Veo a un hermano.

Media habitación me miraba por entonces. No es exactamente la forma de llevar los asuntos que me gusta.

Conrad me miraba de arriba abajo, con una mueca desdeñosa en sus labios y su nariz de hombre blanco. Pero finalmente se encogió de hombros y se volvió. La gente empezó a charlar de nuevo, dirigiéndome sólo rápidas miradas interrogativas.

– Hola -me saludó la joven a quien Conrad había llamado Tina.

– Hola.

– A todo el mundo le preocupa que la policía mande a algún espía negro o algo para hundirnos.

– Tienen razón.

Tina se puso súbitamente cautelosa. No quería que pensara mal de mí. Era guapa sólo porque era joven, pero aquel vestido le quedaba muy bien, y se había interpuesto entre una habitación llena de hombres y mujeres que podían resultar violentos y yo.

– No hablo por mí -añadí-. Sólo digo que la policía tiene espías negros por ahí. Es la única forma que tiene de averiguar lo que pasa.

Tina no había recuperado del todo la compostura. Se llevó las manos a los hombros.

– Yo no soy ningún poli -dije-. Sólo quería echar un vistazo, oír lo que tienen que decir tus amigos.

Por encima de la cabeza de Tina vi a Clarissa, la camarera de Hambones, que entraba en la habitación con sus pantalones cortos y su blusita rosa. Me vio y frunció el ceño. Junto a ella entraba un hombre fornido y oscuro que en el pasado fue el niño de la foto que yo llevaba en el bolsillo. Estaban al otro lado de la habitación. Antes de que pudiera decidir si la cruzaba y me reunía con ellos o no, todo el mundo se puso de cara al atril. Algunas personas aplaudieron.

Xavier Bodan había ocupado su lugar en aquel podio improvisado. Detrás de él se encontraba un hombre grandote y con aire muy digno, con el pelo algo tieso y casi todo canoso, peinado hacia atrás como una domesticada melena de león.

– Es hora de empezar -salmodió Xavier-. Empecemos. Esta es la reunión número ciento treinta y tres del Partido Revolucionario Urbano. Para los nuevos, me llamo Xavier Bodan, secretario del comité ejecutivo, y creo con todas las de la ley en el hombre negro y su lucha contra el amo de esclavos y sus perros.

Hubo entonces unos aplausos.

– La mujer lucha también igual de duro, Xavier -exclamó una voz.

El joven sonrió e inclinó la cabeza, y la luz se reflejó en la plana superficie de sus gafas.

– Tienes razón, hermana Em -dijo-. Sin las hermanas no seríamos nada en absoluto.

Capté una imagen de Brawly. Tenía el ceño fruncido, miraba por la habitación con aspecto de guardaespaldas o de sargento.

– Habrá una reunión del comité ejecutivo después de la reunión general. Es decir, Tina, Conrad, Belton y Swan. Os veré después. Tenemos que discutir varios asuntos, sobre todo recaudación de fondos y nuestro programa educativo, pero no quiero perder más tiempo esta noche discutiendo ni haciendo planes. Todos sabemos por qué estamos aquí: para extender la palabra y alimentar a los niños, para levantarnos y amarnos los unos a los otros.

– ¡Oremos! -Alguien pensaba que nos encontrábamos en una iglesia.

– Representamos una isla de civilización en un mar de barbarie. Nosotros tenemos la llave para soltar dieciocho millones de cadenas. -Xavier sonrió de nuevo y yo me preocupé por él; parecía tan frágil allá arriba…

– Esta noche -continuó-, tengo el honor de presentar a un león, a un maestro. Es uno de los hombres que han hecho posible que una organización como los Primeros Hombres llegue a existir. Es nuestro refugio y nuestra conciencia.

Ha recibido golpes por nosotros antes de que muchos de nosotros hubiésemos nacido siquiera. El sudaba en las jaulas del hombre blanco cuando nosotros íbamos todavía en triciclo y jugábamos a rayuela. Es nuestro faro… -El auditorio empezó a hacer ruido. Era como un parloteo de expectación. No se pronunciaban palabras, exactamente, sino emociones que se convertían en sonido-. Él marchó en Selma en 1955… -el volumen del auditorio subió un grado más-, marchó hombro con hombro con Martin Luther King -el murmullo aumentó hasta convertirse en palabras reconocibles y fervorosas-, él es lo que nosotros fuimos un día y luchamos por ser de nuevo -entonces empezaron los aplausos, flojos todavía, como si fuesen ensayados-, él es Henry Strong.

Xavier se apartó a un lado y permitió a Strong que ocupase el podio.

– Henry Strong -repitió Xavier.

Los aplausos empezaron a atronar. Chillaban y silbaban. Salmodiaban el nombre del tipo. Gritaron hasta que el hombre se puso a sonreír y alzó sus grandes manos. Yo esperaba que el líder agradeciese el respeto mostrado por la multitud y su portavoz, pero él conocía a su auditorio mucho mejor que yo.

– Yo era de la iglesia de Garvey -proclamó.

El aplauso se hizo más fuerte todavía.

– Yo estuve con el primero de los Primeros Hombres.

– ¡Así se habla! -exclamó un hombre.

– Yo vi el sol rojo de Dahomey, y me bañé en el mar de África.

– ¡Enséñanos!

– Yo -dijo Strong, haciendo una pausa para conseguir más efecto-, probé el azucarado néctar de nuestra tierra natal, y estoy aquí para deciros que nuestra semilla procede de las flores más dulces del mundo.

– ¡Cuidado! -gritó alguien. Creo que fue Brawly Brown, porque cuando miré, estaba abriéndose paso entre el auditorio hacia una puerta trasera marcada con un letrero de «SALIDA».

En aquel momento, la puerta de cristal se abrió de par en par. Se rompió, pero yo no oí el estruendo, porque al mismo tiempo se rompió también el escaparate de al lado. Al momento entraron en tropel unos policías con cascos antidisturbios y blandiendo porras.

Debía de haber al menos treinta.

La multitud reunida vaciló un momento y se volvió para ver qué era lo que pasaba.

Agarré a Tina y me abrí camino hacia la puerta de atrás. Justo cuando alcanzábamos la puerta empezaron a caer los primeros golpes. Se derramó sangre, y comprendí que Xavier tendría unas cuantas cadenas más que soltar a partir de aquella noche.

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