De camino hacia Laurel Canyon pensé en el dinero que tenía ahora debajo de la alfombrilla de mi maletero. Probablemente procedía de los hombres blancos que pagaban también el alojamiento de Strong en metálico. A mí me olía a soborno de la policía. Podía ser que Strong quisiese donar aquel dinero a Xavier para fundar su bonito nuevo mundo… pero lo dudaba.
Yo ya había rechazado dinero de la policía, pero aquello era distinto. Aquel dinero no me lo habían dado a mí. Lo habían perdido apostando por un soplón. Decidí que esperaría a ver si encontraba a los herederos de Strong. Si no era así, entonces serviría para la matrícula de la universidad de Feather, y lo metería en un bote de pintura forrado de papel de plata escondido en el garaje.
Mofass y Jewelle vivían en un camino de tierra que se desviaba desde una carretera secundaria de la principal del cañón. Aquella pequeña carretera probablemente tendría nombre, pero yo nunca lo supe. A Jewelle le gustaba ser muy discreta, porque aunque apenas había salido de la niñez, se había hecho unos enemigos muy peligrosos. Había miembros de su propia familia que la odiaban por haber liberado a su novio, Mofass, mucho mayor que ella, de su control.
Jewelle había cogido las precarias inversiones de Mofass en propiedades inmobiliarias y las había convertido en algo parecido a un imperio. A través de la empresa inmobiliaria de Mofass ella controlaba y dirigía propiedades en todo Watts, incluyendo las dos pequeñas viviendas para seis familias que yo poseía. Había un grupo de hombres de negocios blancos, el sindicato Fairlane, que trabajaba con Jewelle, porque ella tenía el don de acertar siempre con el trato adecuado y sabía cómo ejercer sus influencias para acabar teniendo éxito.
No tenía más de veinte años, pero me había demostrado que el color era un impedimento menor en América si uno sabe cómo manejar la línea de crédito. Yo había acariciado la idea de convertirme en una especie de magnate del negocio inmobiliario. Pero en cuanto vi a Jewelle en acción, supe que no estaba preparado para competir.
Mofass abrió la puerta.
– Señor Rawlins -dijo, con aquella voz suya profunda y bronca.
Luego tosió durante medio minuto, se dobló casi por la mitad con su perpetuo batín medio abierto, mostrando un enorme vientre marrón y unos desvaídos calzoncillos bóxer azules. Cuando recobró la compostura, me condujo hacia el salón, con su suelo de mosaico, y hasta una pequeña mesa que tenía junto a una ventana que ocupaba toda la pared. Sentados a aquella mesa, veíamos toda la cuenca de Los Ángeles a vista de pájaro.
– ¿Qué tal le va, William? -pregunté al que fue en tiempos mi gestor inmobiliario.
– Cada doce semanas el médico me dice que el enfisema va a acabar conmigo en tres meses -replicó Mofass. Su voz sonaba con su antiguo tono de barítono, pero como si tuviera una toalla metida en la garganta-. Luego, cuando llega el plazo, JJ me vuelve a llevar al médico y me mira otra vez y me dice: «Tienes doce semanas». JJ dice que vaya a otro médico, pero yo le digo, demonios, no. Podría vivir treinta años más con un médico como éste.
Yo me eché a reír y Mofass se atragantó. No le había visto fuera de aquella casa ni vestido desde hacía más de un año. Era como uno de esos caimanes viejos y duros que pueden sumergirse en el fondo de un río y no salir a la superficie durante semanas. Tú piensas: «Ya se debe de haber muerto», pero aun así, recorres el camino más largo y pasas por el puente en lugar de meter los pies en el agua.
– Señor Rawlins -me llamó una voz juvenil.
Jewelle todavía llevaba vestiditos rectos. Aquel en concreto era de un marrón claro, más o menos el color de su piel, y suelto. Llevaba coletas con cintas rojas en la punta. Pero también observé que se había puesto pintalabios en las últimas horas. Sus labios parecían más plenos, y había algo en sus ojos que desmentía su aspecto infantil.
– Jewelle -le contesté. Me puse de pie y la besé en la mejilla.
– Cuidado -gruñó Mofass-. Ésta es mi chica.
– Sólo ha sido en la mejilla, tío Willy -dijo ella con una risita-. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
Yo no necesitaba nada. Ni Mofass tampoco.
Nos sentamos todos en torno a la pequeña mesa y miramos hacia fuera, a la ciudad ahogada por el humo.
– Bueno, ¿qué se le ofrece, señor Rawlins? -me preguntó Mofass.
Jewelle lo hacía todo. Cocinaba y limpiaba, velaba para que se mantuvieran bien la casa y el coche. Llevaba los negocios y las cuentas bancarias. Lo único que hacía Mofass era dormir y comer, y disfrutar del calor del amor ciego de aquella muchacha.
Así eran realmente las cosas entre ellos. Pero en la mente de Mofass, todo era muy distinto. Él estaba convencido de que era el jefe del poblado, que Jewelle dependía completamente de él, y que sin él, ella hubiese estado completamente perdida. Ella nunca le contradecía. Jewelle se había enamorado de Mofass cuando tenía quince años, y se convirtió en su dios para el resto de su vida.
– Necesitaría saber algunas cosas de esas casas que está construyendo allí donde John -dije.
– ¿Para qué? -preguntó él, con la solemnidad de un juez.
– Bueno… -Me quedé dubitativo un momento para obtener un efecto mejor-. La novia de John, Alva, tiene un hijo, Brawly Brown, que tiene problemas. Estaba trabajando allí para John, pero se enfadó y se fue… Alguna pelea con su madre.
– Los chicos de hoy en día no tienen ni idea de lo dura que es la vida -dijo Mofass-. Les veo ahí en la tele bailoteando y meneándose y quedándose sin seso. Tendrían que ponerse a trabajar.
– Tuvimos algunos problemas en una de las casas, señor Rawlins -dijo Jewelle-. Pero fue a un par de manzanas de la obra de John.
– ¿Me interrumpes, JJ? -se quejó Mofass.
– Perdón -exclamó ella.
– Por eso estoy aquí -le dije a Mofass-. Me preguntaba si el problema que hubo más abajo tendría algo que ver con Brawly.
– Ya veo -dijo Mofass, rey de los ciegos-. Tengo que pensar en ello. Ya sabe, hum, yo superviso el conjunto de las operaciones, pero no los pequeños detalles. Estoy intentando enseñarle un poco a JJ para que algún día pueda llevar todo el negocio. Pero aún está aprendiendo.
– ¿Cree usted que ella sabría algo? -le pregunté al león de papel.
– ¿Puedes ayudar al señor Rawlins, JJ? -pidió.
– Sí, creo que puedo -dijo ella, con auténtica deferencia en la voz. Y luego a mí-: Los que están construyendo allí donde hubo problemas son Robert Condan y su primo Renee. Tienen una tienda de discos en Adams. Hubo un tiroteo hace un par de días, a las cuatro o las cinco de la mañana. La policía fue y nos echó durante todo el día. Pero no pasó nada. Supongo que fueron unos ladrones o algún drogadicto que usó aquel lugar como escondite durante la noche.
– Pero el hombre que mataron no era ningún ladrón -dije entonces-. Era un activista político.
– Ya sé que eso fue lo que dijeron en los periódicos, pero el capitán con el que hablé me contó otra cosa distinta.
– ¿Qué capitán era ése? -le pregunté.
– ¿A cuántos capitanes de la policía conoce usted, señor Rawlins? -dijo Jewelle, con una sonrisa desafiante.
– A más de los que me gustaría, la verdad -dije-. Por ejemplo, apostaría a que el capitán con el que hablaste era el capitán Lorne.
– Uau -dijo ella-. Pues sí. Era él. ¿Alto, con el pelo plateado?
– No le he visto en mi vida -admití-. Pero los chicos buenos mencionaron su nombre.
– Ajá -afirmó ella, sin entender nada, en realidad-. Pues es todo lo que sé.
Entonces se oyó un sonoro ronquido. Ambos nos volvimos y vimos que Mofass se había quedado dormido. Se le había caído la cabeza sobre el pecho y babeaba un poquito. JJ se levantó de golpe y salió corriendo de la habitación. Mofass roncó tres veces más y ella volvió con una manta y una toalla para secarle la cara. Tocándole ligeramente en los lados de la cabeza, consiguió que se echara hacia atrás en la silla. Le tapó hasta la barbilla, sonrió y le besó en la frente.
Yo conocía a mucha gente que pensaba que una relación amorosa entre una niña como ella y un hombre de casi sesenta años era algo horroroso. Yo habría estado de acuerdo de no haberles conocido. Por muy brusco y prepotente que pudiera ser Mofass, yo veía que amaba a aquella muchacha con todo su corazón. Y JJ necesitaba a un hombre que fingiera que era él quien estaba a cargo de todo.
– ¿Y la policía que patrulla la zona? -pregunté cuando ella hubo acabado con sus cuidados.
– ¿O sea, los del coche patrulla?
– Ajá.
– Sobre todo van por la familia Manelli.
– ¿Quiénes son ésos?
– Es el gran contratista. Tiene diecisiete obras en construcción en todo Compton. Construirán sesenta y dos bloques en los tres próximos años, y tienen más de seiscientos empleados.
– ¿Y la policía trabaja para ellos?
– Sí -dijo JJ-. Los Manelli piensan que la gente les ha estado robando. De modo que hacen que la policía interrogue a todo el mundo que no esté en su nómina.
– Ya lo sé. Me registraron hace unos días.
– Lo lamento. Ya sabe, normalmente nos dejan en paz.
– ¿Y eso por qué?
– Un par de veces, cuando Manelli tenía que trabajar horas extra para acabar sus pisos piloto, John y su equipo le echaron una mano. John lo hizo porque su presupuesto era muy ajustado, y a lo mejor tenía que despedir a Mercury y Chapman. Así que se los dejó a Manelli para que pagara él el salario durante un par de semanas.
– John siempre consigue que las cosas cuadren -dije yo. Y luego-: Bueno, será mejor que me vaya.
Cuando me levanté, Mofass abrió los ojos. Tuve la sensación de que había fingido dormir.
– ¿Ha conseguido lo que quería, señor Rawlins? -me preguntó.
– Se puede decir que sí, William. Esa JJ será tremenda algún día.
– Sí, algún día -afirmó él-. Es mejor que salga solo. Ya sabe que por las tardes estoy algo cansado.
JJ me acompañó hasta la puerta.
– ¿Habrá algún problema en las obras, señor Rawlins? -me preguntó, cuando le tendí la mano para estrechársela.
– Pues no lo creo, querida. Pero si es así, me llamará, ¿verdad?
– ¡JJ! -llamaba Mofass desde el otro lado de la enorme habitación.
– Ya voy, tío Willy -dijo aquella mujer que fingía ser una niña.