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– Entonces nuestros clientes eran gángsters judíos y chicas blancas que querían ser estrellas -me contaba Melvin Royale-. Ahora tenemos una clientela muy mezclada, con mucho menos pedigrí.

Melvin era un negro grandote y ampuloso, justo como me gustan a mí. Había trabajado como botones en el hotel y residencia Colorado durante veintisiete años. Doce de aquellos años como jefe de botones.

Conocí a Melvin después de preguntar en el mostrador principal si tenían trabajo como portero de noche o botones. Todos los hoteles necesitan personas para el turno de noche, de modo que el recepcionista pelirrojo me envió a la oficina del sótano, a ver al señor Royale.

La zona de recepción del hotel era pequeña pero elegante a su manera, algo raída pero cómoda. Había dos helechos en macetas a ambos lados de la escalera alfombrada que conducía a las habitaciones. La barandilla era de caoba, con un remate de latón brillante en el primer rellano.

Pero las escaleras que bajaban al sótano estaban mohosas y húmedas. La oficina de Melvin era apenas lo bastante grande para contenerle a él y la mesita auxiliar que orgullosamente llamaba su escritorio. La silla en la que me hizo sentar tenía dos patas negras sobresaliendo fuera de la puerta.

– ¿Ha trabajado alguna vez como botones? -me preguntó Melvin.

– Sí, señor -afirmé-. En el DuMont de Saint Louis, y en el Mark Hopkins de San Francisco.

– Viaja usted mucho, ¿eh?

– Procedo de Mississippi -dije-. Al principio fui a Chicago, pero ya sabe que el viento es frío de cojones allá arriba. Saint Louis estaba mejor, pero seguía habiendo nieve tres meses enteros, y me gastaba el sueldo entero en carbón. En San Francisco no nieva nunca, pero aun así tienes que llevar un jersey grueso la mitad del tiempo en agosto. L.A. tiene un tiempo mucho mejor y se ve gente de color casi en todas partes adonde uno va.

– A lo mejor no hay ningún cartel que nos prohíba pasar, pero será mejor que se dé cuenta de que hay lugares adonde es mejor no ir.

– Ah, sí, claro -afirmé yo-. Ya lo sé. No soy ningún idiota.

Melvin se echó a reír. Nos llevábamos muy bien. Como viejos amigos.

– Es usted un poco alto para ser botones, ¿no, Leonard? -me preguntó, llamándome por el nombre que le había dado.

– He trabajado muy duro en mi vida, señor Royale -repliqué-. Levantando piedras muy pesadas, y sacos de algodón de cuarenta kilos. Una maleta o dos bastan para mí ahora.

De nuevo Melvin se echó a reír.

– Ésa es la actitud adecuada -dijo-. No hay motivo para romperse los cuernos por esa gente blanca. Mierda. Te haces daño en la espalda o te rompes una pierna y te echan a un lado así. -Chasqueó los dedos con un sonido intenso-. No les importa. Yo tenía a un chico que estuvo trabajando aquí conmigo más de veinte años, se llamaba Gerald Hardy. Gerry hacía todo lo que le pedía esa gente. Una vez recuerdo que trabajó treinta y dos días seguidos, sin parar. ¡Treinta y dos días! Y la mitad de ellos, con turno doble. Estuvo trabajando así durante años. Siempre contento, y deseoso de hacer cosas que no eran legales, y pasando por alto cosas que eran totalmente equivocadas.

»Un día, Gerry cogió la gripe. Llamó y dijo que estaba enfermo y que no podía salir de la cama. El jefe, Q. Lawson, dijo que muy bien, que se lo tomara con calma. Pero al día siguiente ya estaba al teléfono gritando que dónde estaba Gerry. Tenían una recepción aquella noche y confiaban en las horas extra de Gerry. Bueno, para no alargar la historia, pasaron cuatro días y Gerry fue despedido. Le presté algo de dinero para el alquiler de dos meses, pero como comprenderá, no podía hacer más.

»Gerry había muerto al cabo de cinco meses. Le echaron de su casa y cogió alguna enfermedad. Todas las doncellas, porteros, botones y camareros de este hotel fueron a su funeral, pero ¿cree usted que Q. Lawson envió aunque fuesen unas flores a su tumba? No señor. Así que no pienso joderme la espalda ni perjudicar mi salud por él ni por ningún otro hombre blanco.

– Pero usted tiene huéspedes de color aquí ahora mismo, ¿no?

– Un par -dijo Melvin-. Pero son casos especiales. Algún bailarín de claqué de las películas de Hollywood, o algún delegado de una nación extranjera. A veces, cuando un blanco rico se aloja en algún hotel de Beverly Hills, envían lo que llaman su «personal no esencial» a alojarse aquí. Quiero decir que las cosas están cambiando, de eso no hay duda. Marion Anderson o James Brown pueden alojarse donde ellos quieran. Pero a los negros normales y corrientes todavía les dan con la puerta en las narices.

– Pero ¿no vivía aquí el hombre que mataron en Compton? -le pregunté-. Por eso he venido aquí a pedir trabajo. Cuando he leído que es un bonito hotel con huéspedes de color, he pensado para mí: Leonard, ése sería un buen lugar para trabajar.

– No, hermano -dijo Melvin, con un tono amistoso pero condescendiente. Cuando inclinó su silla hacia atrás, su rostro brillante resplandeció bajo la luz eléctrica. Su piel tenía el color y el brillo de la madera resinosa-. No, hermano. Aquí sólo se alojan algunos negros especiales. Y es menos probable que se les escape una palabra amable o una moneda extra que a los huéspedes blancos.

– Entonces ese hombre… ese…

– Henry Strong.

– Sí, ése era su nombre. Henry Strong. ¿Era un actor de cine o algo así?

Melvin arrugó sus grandes labios marrones y frunció el ceño, aunque ligeramente. Yo estaba un pelo por encima de la raya, nada más. No bastaba para encontrarme fuera de lugar. Él seguía pensando que yo no era más que Leonard Lee, aspirante a botones de un hotel en el que a veces se alojaban negros famosos.

– No -dijo Melvin Royale-. Ese era una especie de gángster que se había convertido en soplón. Quiero decir que en los periódicos decían que era un político comunista o algo así, y que trabajaba con un grupo de manifestantes negros. Pero las únicas personas que vinieron aquí a verle eran hombres blancos con trajes baratos y prostitutas blancas.

– ¿Sí? -dije, abriendo mucho los ojos como si la idea fuera demasiado extraña para comprenderla.

– Ajá. Sólo gente blanca. Ese hombre pagaba el alojamiento… en efectivo.

– ¿Y por qué ha dicho que era un soplón? -le pregunté.

– Porque los hombres que le trajeron aquí llevaban insignias, y dijeron que querían mantener a Strong oculto.

Yo lancé un silbido y Melvin sonrió ante mi ingenuidad pueblerina.

– Demonios -exclamé-. Un mes de alojamiento en un lugar tan bonito como éste debe de costar mucho dinero.

– ¿Un mes? -dijo Melvin-. Henry Strong llevaba aquí más de un año… yendo y viniendo.

– Ah -exclamé yo, pensando en Alva y en la cantidad de información que podía contener una sola palabra.

Rellené el formulario de solicitud que me entregó Melvin. Anoté un número de la Seguridad Social, una dirección, un número de teléfono, tres referencias, un historial laboral que se remontaba a siete años atrás. Todo falso. Le dije que volvería a las once aquella misma noche, dispuesto a trabajar. Dije que lo único que necesitaba era un gorro rojo del número siete y tres cuartos. Le dije todo aquello y me fui.

El edificio de pisos donde Strong sedujo a Christina estaba en la calle 112, a cuatro manzanas de Central. Era un edificio de madera, con acabados de yeso y pintado de forma que simulaba unos muros de ladrillo. El apartamento de Henry daba atrás, y su puerta estaba enfrente de un pequeño caminito de cemento medio ensombrecido por unos arbustos agrestes. No había ningún lugar donde esconderse en torno a aquella puerta. Estaba seguro de que había alquilado aquel lugar sólo por ese motivo.

La cerradura era demasiado sofisticada para abrirla con una carta, pero la puerta era tan barata que mi hombro de cuarenta y cuatro años bastó para romperla.

La habitación parecía tener forma ovalada. Creo que se debía a un fallo del diseño arquitectónico. Había una cama y una mesita baja, una mecedora y un fregadero. Ninguno de los muebles pegaba entre sí, y una fina capa de polvo lo cubría todo. El hombre tenía tres trajes buenos en el armario y seis pares de zapatos. Un sombrero Stetson negro y marrón colgaba de un clavo en la pared, y en el suelo se encontraba una caja de puros habanos junto a un vaso que en tiempos contuvo bourbon. También había una pequeña caja de metal con una cruz roja pintada, debajo de la cama. En el interior estaba la botella de bourbon a medias, un paquete con tres condones (faltaba uno) y una navaja de afeitar.

No había nada en ninguno de los bolsillos, ni tampoco debajo de la cama. Tampoco había libros ni papeles, ni siquiera un cajón donde se pudiera haber escondido alguna nota. Registré todo aquello en menos de diez minutos. Y entonces, no sé por qué motivo, volví a la cama. Estaba bien hecha, como el catre de un soldado. La sábana bajera bien ajustada al colchón, la encimera y la manta dobladas por debajo de la almohada, de modo que se veían claramente las dos capas de ropa de cama.

Pasé la mano por la manta bien colocada, de arriba abajo.

Había algo entre las sábanas y el colchón.

Quité la manta y no noté nada más que la sábana encimera. Quité ésta y no apareció nada más que la blancura inmaculada de la sábana bajera. Pero debajo de ésta encontré algo que hubiera sido la mejor ayuda para el sueño que pudiese desear cualquier pobre: hileras de billetes de veinte dólares bien colocados debajo de la sábana. Debajo de los billetes de veinte había otra capa de billetes de cincuenta y de cien. Cuando acabé de contar, resultó que en total había algo menos de seis mil dólares.

Debajo del dinero encontré un sobre y una libretita muy fina. El sobre contenía dos billetes para el barco de la Royal Northern que llevaba a Jamaica.

Los billetes estaban a nombre del señor y la señora Tourbut, y la fecha de salida era el viernes por la tarde. Aquel nombre no me decía nada. La libretita sólo contenía una anotación garabateado en una de las páginas centrales.

«Sábado, a. m. 6:15, 6:45.»

Aquella hora tampoco significaba nada para mí, pero el día me recordó algo que había dicho Conrad mientras le golpeaban. El dinero era bonito. Tenía su propia matemática especial. Podía ser el dinero que Strong estaba recaudando para el Partido Revolucionario Urbano y otras organizaciones revolucionarias. Pero también podían ser los ahorros del señor y la señora Tourbut… proporcionados por el hombre que había estado pagando su alquiler.

Me preguntaba si Tina sabría que tenía aquel dinero debajo del culo cuando Henry le tocaba la nuca.

Formé dos grandes rulos con el dinero y me los metí en el bolsillo de la cazadora. Cogí también los billetes y la nota. Luego me fui en mi coche color esmeralda y me dirigí hacia un lugar que la mayoría de la gente negra no conocía en 1964.

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