Tina me esperaba en la puerta. Eso me gustó. Siempre he sido un hombre puntual. Se debe a mi instrucción militar. Si alguien te decía que fueras a las 7:59, era mejor que llegases a tiempo, porque a las ocho podías estar muerto.
Cuando abrió la puerta vi que tenía una magulladura en la sien derecha. Se había formado una pequeña costra en el centro de la contusión, rodeada de piel amarillenta.
– Vámonos de aquí -me dijo, bajando los escalones ante la puerta.
– ¿Y adónde vamos? -le pregunté.
– No lo sé -dijo, despreocupada-. Por Central.
Subimos al coche y arranqué.
– ¿Cuánto tiempo lleva fuera? -me preguntó.
– Me soltaron unas pocas horas después de detenernos -dije-. ¿Y tú?
– Un día. Me metieron en una celda con mujeres borrachas y de esas que viven en la calle.
– ¿Así es como te has hecho lo de la cara?
Instintivamente Tina se tapó la contusión con la mano.
– Sí -dijo-. Sí, eso es. Me peleé con una mujer que se enfadó conmigo por no tener un cigarrillo.
– Lo siento -contesté yo-. No tendrían que haberte hecho eso.
– ¿Y cómo consiguió salir tan rápido? -preguntó Tina.
– Llamé al hombre del ayuntamiento que iba detrás de vosotros. Él dio la voz arriba y me soltaron enseguida.
– Entonces, ¿trabaja con los hombres que nos detuvieron? -dijo ella, no acusándome, sino más bien verificando lo que ya creía.
– No -negué-. Los hombres que nos detuvieron creen que son los que están llevando este caso, pero en realidad hay una brigada secreta, esa de la que te hablé. La dirige un antiguo soldado de Vietnam. De esos tenemos que preocuparnos. Me soltaron porque creían que os iba a delatar.
– Y si eso es verdad, ¿por qué me lo dice?
– Por el mismo motivo que llamé a Liselle anoche -dije-. Porque no quiero agobiarte ni engañarte. Ya tienes a demasiada gente detrás de ti.
– ¿A quién más tengo?
– Aunque ya haya muerto, estaba Henry Strong. Hiciera lo que hiciese, parecía que lo hacía por vosotros, pero en realidad lo hacía para que dierais un mal paso. Estoy seguro en un noventa por ciento de que era un soplón de la poli. Y luego está el grupo secreto con el que trabajaba, dentro de los Primeros Hombres…
– ¿Qué grupo secreto? -preguntó Tina. Lo preguntaba con desgana, casi como si no le importara que yo respondiese o no.
– Conrad, Brawly y Strong son los únicos que sé con seguridad que pertenecían al grupo. Y lo que planeaban hacer, sea lo que fuere, tiene que ver con las armas que Brawly y Conrad escondían en casa de Bobbi Anne.
Christina Montes se quedó quieta un momento. Miró hacia fuera por la ventanilla del pasajero, a las tiendas de Central.
– Hicieron que les alquilara una casa -dijo.
– ¿Cómo?
– Brawly y Conrad. Hicieron que alquilara una casa para ellos en la Ciento Treinta y seis.
– ¿Cuándo?
– Ayer. Conrad me dio doscientos cincuenta y cinco dólares.
– Eso casi lo prueba todo -dije.
– Pero usted dice que Henry trabajaba para la poli -dijo.
– Sí. No sé lo que planearán, pero estoy seguro de que la policía conoce cada movimiento suyo, y que se proponen desacreditar a vuestro grupo.
– No me lo creo -dijo Tina.
– Pues deberías. Soy el único que te está diciendo la verdad.
– Es una locura. ¿Por qué iban a meterse en tantos problemas?
– Para que parezcáis unos locos criminales. Para que la gente, tanto negros como blancos, se alegre cuando os persigan como a perros y os metan en la cárcel el resto de vuestra vida.
Allí estaba yo, el veterano conservador, explicando una campaña de subterfugios a una revolucionaria.
– ¿Dónde está la casa que has alquilado? -le pregunté.
– Yo… no sé si debería decirlo.
– Lo que deberías hacer -dije- es darme la dirección, hacer las maletas con tu novio Xavier y salir los dos a toda prisa de la ciudad. Id a San Diego o a San Francisco. A cualquier sitio menos aquí.
– Está intentando asustarme.
– ¿Por qué has esperado a que viniera yo esta mañana, Tina?
– Porque… porque usted me lo pidió.
– Eso significa que de alguna manera confías en mí, ¿no es cierto? Quiero decir que has confiado en que vendría. Has confiado en que no traería a la policía.
– No -dijo ella, con un tono algo peculiar. Volví la cabeza y vi que me apuntaba a un lado del pecho con una pistola pequeña.
– ¿Habías planeado dispararme? -le pregunté.
– Usted ha estado contra nosotros todo el tiempo -dijo-. Usted mató a Henry y probablemente al padre de Brawly también. Henry me llamó y me preguntó qué había dicho usted en la reunión, antes de que llegara la policía. Le dije que había hablado con Clarissa y ella me dio su número. Cuando estaba en la cárcel pensé en ello. Henry iba a verle la noche que le asesinaron. Por eso me he reunido con usted.
– ¿Para matarme?
El hecho de que ella no respondiera hizo que el sudor brotara de mi frente.
– ¿Qué piensas hacer? -le pregunté.
– Siga conduciendo.
Todavía nos dirigíamos al sur por Central, en la Sesenta. Respiré hondo por la nariz y rechiné los dientes.
Me había encontrado en unas cuantas situaciones difíciles a lo largo de mi vida, con y sin el Ratón. Y sabía que no es probable que uno pierda la vida en los peores momentos. Una chica menuda, con una pistolita como de juguete quizá no habría asustado a muchos hombres. Pero me di cuenta de que podía matarme o conducirme a la muerte con la misma facilidad con que el campeón de boxeo recién derrotado, Sonny Liston, podía dejarme inconsciente de un puñetazo.
– ¿De modo que tú siempre has formado parte del grupo secreto? -le dije.
– No, Conrad y ellos simplemente me lo han contado al salir de la cárcel -dijo-. Me han contado lo suyo. Conrad me ha contado cómo usted llevó a Henry a Compton y le disparó en la nuca.
– ¿Ah, sí? -exclamé yo-. ¿Y cómo lo sabía Conrad?
– Porque le vio. Estaba escondido en la casa. Dice que usted debió de engañarle para que le llevara hasta donde se reunían ellos, igual que nos engañó a mí y a Xavier para que nos arrestaran.
– O sea, que ellos te han dicho que me secuestres.
– No -dijo Tina, despectiva-. Usted me ha llamado. Yo me habría apartado de usted, pero ha metido las narices demasiadas veces.
– Así que ahora estás con la pandilla -dije-. Y ahora vais a usar todas esas armas que robaron Brawly y Conrad.
– Esas armas son sólo para defenderse.
– ¿Sabe Xavier todo esto?
– No. Sólo me lo han contado a mí. Xavier es no violento. Ni siquiera llevaba balas en la pistola la noche que le vio.
– ¿Y por eso te acostaste con Strong? -le pregunté-. ¿Porque necesitabas un hombre que fuese capaz de recurrir a la violencia?
– Usted no sabe nada de mí -dijo ella, encolerizada-. Hago lo que tengo que hacer.
– ¿Mataron tus amigos a Aldridge Brown?
– Por lo que yo sé, fueron usted y sus amigos los polis quienes le mataron.
Bajábamos ya por la calle Diecinueve. Yo no tenía más que un plan algo tonto. Mi antigua casa estaba en la Ciento Dieciséis. Todavía era propiedad mía. Mi amigo Primo vivía allí gratis.
– ¿Adónde vamos? -le pregunté.
– Siga conduciendo -dijo ella.
Dos semáforos en verde y cuatro en rojo después llegamos a la señal de la Ciento Dieciséis. Se estaba poniendo ámbar cuando yo me encontraba quizá a un metro del cruce peatonal. Aceleré para pasar el semáforo y de repente di un giro hacia la izquierda, cortando el tráfico. Con la mano izquierda seguí sujetando el volante, y con la derecha di un golpe a Tina en la cabeza mucho más duro de lo que un hombre debe golpear jamás a una mujer. Su cabeza dio contra la ventanilla y sonó un crujido. Esperaba que el ruido fuese el cristal que se había roto. Pasé a toda velocidad ante las bocinas que sonaban, yendo hacia la entrada y el patio delantero de mi antigua casa.
Primo estaba sentado en el porche con su esposa panameña del color del ébano, Flower. A su alrededor había niños y bebés, algunos suyos, otros hijos de sus hijos.
– ¡Easy! -gritó mi viejo amigo.
– ¡Ven, amigo! -le dije yo a mi vez.
Llevamos a la chica inconsciente a la casa, mientras los niños y bebés que hablaban español se arremolinaban a nuestro alrededor, queriendo formar parte del juego. El cráneo de Tina había roto el cristal, pero ella no parecía haber sufrido ninguna herida. Mientras Flower la metía en la cama, yo registré su bolso.
Era del mismo tipo de mentiroso que yo: mentía diciendo la verdad acerca de algo para distraer la atención mientras llegaba a sus propias conclusiones. El único problema era que sus conclusiones sobre mí eran erróneas.
Pero sí que guardaba el recibo de la casa que había alquilado, en la Ciento Treinta y seis. El propietario, Jaguar Realty, tenía las oficinas en Crenshaw.
Primo y yo estábamos en el exterior de la casa, junto a mi coche. Yo fumaba un cigarrillo y él un cigarro delgado.
Primo era más bajo que yo, y ancho de hombros y caderas. Era un hombre robusto, pero la única grasa de su cuerpo se le acumulaba en el vientre. Tenía una espesa melena negra que escondía una buena parte de su frente, y unos ojos muy negros, habitualmente llenos de regocijo… pero yo los había visto muy punzantes, hasta adquirir un brillo asesino.
Aquel día estaba serio, pero sus ojos seguían sonriendo.
– ¿Ha intentado matarte? -me preguntó.
– Más bien secuestrarme -dije-. Llevarme con algunos hombres que me querían matar.
– ¿Qué hombres?
– Revolucionarios -dije-. Como Zapata.
– Ah -exclamó Primo-. Hombres buenos para los libros, pero uno no desea tenerlos a su alrededor mientras viven.
Yo lancé una risita y luego solté una carcajada. Primo se rió conmigo un rato.
– ¿Puedes quedártela aquí un día o dos? -le pregunté-. ¿Durmiendo?
– Desde luego -me dijo él sin preguntar o cuestionar el porqué-. Te llamaré si te necesito.
Nos estrechamos las manos y nos dijimos adiós.