ElRatón ha muerto. Estas palabras llevaban tres meses penetrando en mi cerebro cada mañana. «El Ratón ha muerto por mi culpa.»
Cuando me incorporé, Bonnie se dio la vuelta y suspiró en sueños. El cielo empezaba a asomar por la ventana de nuestro dormitorio.
La imagen de Raymond con los ojos abiertos y ciegos, caído y quieto en el jardín delantero de la casa de Etta Mae, todavía aparecía en mi mente. Me levanté de la cama y fui tambaleándome hasta el baño. Me dolían los pies todas las mañanas, como si me hubiese pasado la noche andando en busca de Etta Mae para preguntarle adónde se había llevado a Ray después de sacarlo del hospital.
– Entonces, ¿todavía estaba vivo? -le pregunté a una enfermera que había estado de guardia aquella noche.
– No -me aseguró ella, cansinamente-. No tenía pulso. La enfermera jefe iba a llamar al médico para que certificara la muerte cuando esa mujer loca le dio un golpe en la cabeza a Arnold con una bandeja de sutura y se llevó el cuerpo del señor Alexander al hombro.
Fui al salón y tiré del cordón para abrir la cortina. La rojiza luz del sol penetró a través de las hojas desgreñadas de las palmeras que había al final de nuestra manzana. No había llorado abiertamente por la muerte de Raymond, pero aquella luz hecha jirones proyecto un intenso dolor en mi mente.
Tardé casi media hora en vestirme. No encontraba dos calcetines que hiciesen juego, y ninguna camisa parecía del color adecuado. Cuando me estaba atando los zapatos, Bonnie se despertó.
– ¿Qué estás haciendo, Easy? -me preguntó. Había nacido en la Guayana británica, pero su padre era de Martinica, de modo que bajo su inglés todavía resonaba la música del francés.
– Pues vestirme -dije.
– ¿Y adónde vas?
– ¿Adónde crees que voy a estas horas? A trabajar. -Estaba de mal humor por aquella luz roja que teñía el cielo lejano.
– Pero hoy es sábado, cariño.
– ¿Cómo?
Bonnie se levantó de la cama y me abrazó. Su piel desnuda estaba tersa y caliente.
Yo me aparté de ella.
– ¿Quieres desayunar algo? -le pregunté.
– Quizá un poco más tarde -dijo ella entonces-. No volví de Idlewild hasta las dos de la mañana. Y tengo que volver a salir hoy.
– Entonces, vete a la cama.
– ¿Estás seguro? Quiero decir… ¿no querías hablar?
– No. No pasa nada. Es que soy tonto. Pensar que el sábado es día laborable. Joder.
– ¿Estás bien?
– Sí, claro.
Bonnie tenía muy buen tipo. Y no se avergonzaba de que la vieran desnuda. Viendo cómo se arrebujaba bajo la colcha pensé en lo que sentía por ella. Si no hubiese estado tan triste, yo también habría vuelto con ella bajo las mantas.
El perrillo amarillo de Feather,Frenchie, estaba escondido por ahí en algún sitio, y me gruñó cuando yo me puse a hacer salchichas y huevos. Era lo que más quería mi niña, así que me resignaba a su odio. Me culpaba de la muerte de Idabell Turner, su primera propietaria; yo, en cambio, me culpaba de la muerte de mi mejor amigo.
Estaba sentado desayunando, fumándome un Chesterfield v preguntándome si Etta Mae se habría mudado de nuevo a Houston. Todavía tenía amigos allí, en el barrio de Fifth Ward. Quizá si escribía a Lenora Circel y dejaba caer unas palabras sobre Etta… «Saluda a Etta de mi parte», o «Muchos recuerdos para Etta.» Si ella me contestaba, a lo mejor me enteraba de algo.
– Hola, papi.
La mano me tembló y cayeron casi cinco centímetros de ceniza del cigarrillo en los huevos.
Jesus estaba de pie ante mí.
– Ya te he dicho que no aparezcas así de repente, chico.
– He dicho hola -replicó.
Los huevos se habían echado a perder, pero de todos mojos no tenía hambre. Y tampoco podía enfadarme con Jesus. Aunque fui yo quien lo trajo cuando era pequeño, la verdad es que fue él quien me adoptó a mí. Jesus se esforzaba mucho para que en casa todo funcionara a la perfección, y su amor por mí era más fuerte que la propia sangre.
– ¿Qué vas a hacer hoy? -le pregunté.
– Pues nada. Ir por ahí.
– Siéntate -le dije.
Jesus no movió la silla antes de sentarse porque tenía espacio suficiente para introducirse ante la mesa. Nunca desperdiciaba un movimiento… o una palabra.
– Voy a dejar el instituto -dijo.
– ¿Qué?
Sus ojos oscuros se clavaron en los míos. Tenía la piel suave, color canela, y el pelo lacio y negro de la gente que llevaba miles de años viviendo en el sudoeste.
– Sólo te falta un año y medio para graduarte -le dije-. Con el título podrás conseguir un trabajo. Y si sigues estudiando podrías obtener una beca para ir a UCLA.
Él me miró las manos.
– ¿Por qué? -le pregunté.
– Pues no lo sé -dijo-. Sencillamente, es que no quiero volver. No quiero estar allí todo el tiempo.
– ¿Crees que a mí me gusta ir a trabajar?
– Sí que te gusta -dijo-. Porque si no te gustara, lo dejarías.
Me di cuenta de que se había decidido, de que llevaba mucho tiempo pensando en esa decisión. Probablemente tenía preparados los documentos para que yo los firmara debajo de la cama.
Iba a decirle que no, que tenía que acabar al menos aquel curso. Pero entonces sonó el teléfono. Era un sonido estruendoso, sobre todo a las seis y media de la mañana.
Mientras yo iba dando traspiés hacia la encimera, Jesus se alejó en silencio con los pies descalzos.
– ¿Sí?
– ¿Easy? -Era una voz de hombre.
– ¿John? ¿Eres tú?
– Tengo problemas y necesito que me hagas un favor -dijo John a toda prisa. Se notaba que había estado practicando, como Jesus.
Mi corazón se aceleró. El perrito amarillo sacó el morro por debajo del armario de la cocina.
No sé si fue oír la voz de un viejo amigo o la preocupación que se notaba en su tono lo que captó mi atención.
El caso es que de repente ya no me sentía abatido ni triste.
– ¿Qué quieres, John?
– ¿Por qué no vienes a verme a la obra, Easy? Quiero mirarte a los ojos cuando te diga lo que quiero.
– Ah -dije, pensando en nosotros dos, y en el hecho de que lo que tenía que contarme John era demasiado grave para discutirlo por teléfono-. Claro. En cuanto pueda, voy para allá.
Colgué notando una sensación vertiginosa que me rondaba las tripas. Notaba la sonrisa que adornaba mis labios.
– ¿Quién era? -preguntó Bonnie. Estaba de pie en la puerta que daba al dormitorio, medio envuelta en un albornoz de toalla. Estaba más hermosa de lo que merecía cualquier hombre.
– John.
– ¿El camarero?
– ¿Tienes que salir hoy? -le pregunté.
– Lo siento. Pero después de este viaje, estaré libre una semana entera.
– No puedo esperar tanto.
La cogí entre mis brazos y la llevé de vuelta al dormitorio.
– Easy, ¿qué estás haciendo?
La arrojé en la cama y cerré la puerta que daba a la cocina. Me quité los pantalones y me eché encima de ella.
– Easy, pero ¿qué te ha picado?
La expresión de mi rostro era respuesta suficiente para cualquier excusa que ella hubiese podido poner, como los niños o que necesitaba dormir.
No podía explicar mi arrebato repentino de pasión. Lo único que sabía era que el perfume de aquella mujer, el sabor y la textura de su cuerpo en mi piel y mi lengua era algo que nunca jamás en mi vida había sentido. Fue como si aquella mañana descubriera el sexo por primera vez.